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Pero no se rompió el hielo. A decir verdad, Shahid aún no había visto con buena luz a su nuevo amigo. Ahora observó que, pese a sus facciones regulares, Strapper tenía la cara picada de viruela y con manchas, los ojos inyectados en sangre y cinco pendientes de oro en la oreja. En el dorso de la mano llevaba tatuada una hoja de marihuana.

Shahid recordó una expresión que Chili solía emplear en los años ochenta: «contacto útil». Seguro que Chad apreciaría a Strapper, un chico que vivía en el mismo bloque y conocía el barrio.

– Es un contacto útil. Quizá pueda ayudarnos.

– ¿Cómo te va, amigo Chad? -preguntó Strapper.

Chad se había puesto furiosamente pálido, o más pálido aún, y miraba fijamente a Strapper. No respondió.

Shahid se apresuró a recoger su antología de cuentos de Maupassant, un ensayo a medio terminar, sus guantes y un gorro de lana.

– Un respeto, ¿no? -dijo Strapper, aspirando aire entre los dientes.

Chad se cruzó de brazos. Shahid no se atrevió a mirarlo. Estrechó la mano a todos menos a Chad, se quitó el salivar en el baño y se marchó, con la sensación de que los estaba traicionando.

Strapper y él caminaron juntos hacia el metro. Al cabo de quince minutos, al ver el letrero rojo y azul de la estación, Shahid sintió alivio, como si al fin se encontrase fuera de peligro. Al entrar, Strapper dijo a Shahid que esperase a que el empleado mirara a otra parte. Shahid introdujo el billete y Strapper atravesó la barrera pegado a su espalda.

– Conozco a tu jefe, Trevor, Chad, o comoquiera que se llame ahora -anunció Strapper, ya en el metro-. Le vi andar por aquí el otro día, afilando su machete. Antes no me imponía respeto…, y me quería muchísimo.

– ¿A ti?

– Sí, tío, a mí. ¿Qué sabes tú? -Strapper sonrió con desdén-. Todo el mundo me quiere… en ciertos momentos. Soy más conocido que el Pupas. A Trevor le pasaba tiza, cracks ya sabes. Y todo lo que quisiese. Tenía dinero, ¿comprendes?

– ¿De qué?

– Explotaba a un par de chicas. Todo eso es agua pasada, ¿verdad? -Shahid asintió-. Qué suerte tiene. ¿Cuántos lo consiguen? Hay pocas oportunidades, tío. Pocas, pocas, pocas. Su gente le salvó la vida. Son puros. -Strapper se recostó en el asiento y añadió-: Tengo la impresión de que te conozco desde hace tiempo. ¿Sabes por qué?

– ¿Por qué?

– Tú eres paqui, yo delincuente. -Tenía una risa malévola y sarcástica, que pretendía llegar a lo fundamental dejando a un lado toda afectación-. ¿Cómo te sienta ser un problema para el mundo?

Cuando salieron del metro, Strapper dijo a Shahid que si quería localizarle o sabía de alguien que quisiera alegrarse la vida, lo encontraría en el Morlock. Estaba cerca. Aunque Shahid no creía que fuese a necesitarle, asintió a las indicaciones de su nuevo amigo.

– Hasta luego, tío.

– Hasta luego.

12

De vuelta en la residencia, Shahid recogió dos notas «urgentes» que Riaz le había dejado en el mostrador de la entrada. En ambas se le informaba de que Zulma había llamado. Se las guardó en el bolsillo y subió a su cuarto con cierta aprensión.

Abrió la puerta empujando sobre la cerradura rota y permaneció en el umbral, escudriñándolo todo, temeroso de que su hermano apareciese por cualquier rincón. La habitación estaba igual, pero daba la impresión de que lo habían cambiado todo de sitio. ¿Por qué se había ocultado Chili allí? Jamás había necesitado a Shahid. ¿Quién le perseguía? ¿Qué había hecho?

No pudo evitar alegrarse de que Chili estuviera en algún lío. Desde que podía recordar, Chili había mentido, embaucado y despreciado impunemente a los demás. Si existiese alguna especie de justicia natural, Chili merecería un castigo. El propio Shahid, unos años antes, no cejaba en sus intentos de venganza. Entraba a escondidas en la habitación de Chili y pasaba un peine metálico por sus discos favoritos; tiraba una de sus corbatas de Armani detrás de un aparador y fingía inocencia ante el estallido de su hermano. No obstante, Shahid no le deseaba ningún descalabro. Quería que comprendiese algunos aspectos de su carácter y que los modificara en consecuencia. Aun así, había una parte de Chili que, sin dejar de odiarlo, Shahid admiraba, la parte de él que declaraba: «Me importa un huevo.»

Hacía falta un valor desafiante, mucha arrogancia y cierta nobleza para ser tan temerario consigo mismo, para exponerse a la ira y la represalia de los demás. Incluso su ambición, la idea de que se sentiría mejor acumulando todo lo que quería, parecía ahora más conmovedora que perversa. La esperanza y la osadía no eran virtudes que Shahid poseyera por naturaleza. En comparación con su hermano, era consciente de que rara vez asumía riesgos.

Shahid quería sentarse a meditar. Pero en el escritorio, como un reproche, vio los poemas de Riaz. No le apetecía abrir el manuscrito, ni ningún otro libro. El silencio de su habitación parecía antinatural y opresivo. Era como si hiciese días que no estaba solo. ¿Quién viviría en soledad si pudiera evitarlo? Había estado soslayando su propia compañía, escapando de sí mismo. No era simplemente el aburrimiento lo que temía; las cuestiones que le espantaban eran las que inquirían en qué asunto se había metido, con Riaz a un lado y Deedee al otro.

Lo creía todo; no creía nada.

Su propia naturaleza le tenía cada vez más confuso. Un día sentía apasionadamente una cosa; al otro, la contraria. En ocasiones, los estados de ánimo provisionales cambiaban por momentos; y a veces todo se estrellaba en el caos. Se levantaba con esta sensación: ¿quién resultaría ser aquel día? ¿Cuántas personalidades pugnaban en su interior? ¿Cuál era realmente la suya? ¿Cómo la reconocería al verla? ¿Llevaría alguna marca especial?

Perdido en aquella sala de espejos rotos, con reflejos quebrados repitiéndose hasta la eternidad, se sentía aturdido. El instinto le inducía a escapar, a buscar a alguien con quien hablar. Incluso Chili habría sido mejor que nada.

Pero se resistió a moverse de la silla. Al volver a Sevenoaks después de su primera cita con Deedee Osgood, había meditado sobre su futuro. Era consciente de que no poseía una inteligencia natural como algunos compañeros de instituto. Pero su padre, aun siendo aficionado a diversiones bastante indecorosas, había trabajado sin parar, como su madre seguía haciendo todavía. Habían dado buen ejemplo. Shahid, en una época, resolvió ser una persona disciplinada y no desperdiciar la vida.

Ahora dejó el reloj sobre la mesa. Continuaría trabajando en los papeles de Riaz, y también en sus cosas, sin moverse durante tres horas. Aunque explotara una bomba en el pasillo, cosa no enteramente improbable, volaría con el culo pegado al asiento.

Al cabo de unos minutos no tuvo que esforzarse por quedarse quieto, pues empezaba a gustarle aquel empeño: hacer algo bien hasta el límite de sus capacidades, partiendo de su propio punto de vista. Por la cabeza le pasaban ideas inconcebibles, entusiasmándole. Repasaba la misma estrofa una y otra vez hasta que la idea original se ampliaba, llegando, incluso, a transformarse en algo que nunca se le hubiera ocurrido.

Aun cuando su vida fluctuase diariamente, había algo de lo que estaba seguro: todo el mundo tenía su propia historia; y lo que le pasaba por la imaginación también se producía en la mente de otros, la corriente de la vida lo inundaba todo. Escribir podía ser tan fácil como soñar, salvo que los sueños se extendían en círculos concéntricos, coloreándose unos a otros. Cuando el flujo se detuvo, consideró que lo mejor era esperar, ya volvería a surgir.

Había hecho suficiente. Tenía hambre, pero en la nevera sólo había un trozo de queso rancio y leche agria.

Se tumbó en la cama. Dormiría un poco; ya no se sentía tan bien. El frenesí y el entusiasmo de antes no estaban justificados. ¿Por qué no era mejor su trabajo? ¿Por qué al releer lo escrito sólo se percibía un apagado eco de lo que él pretendía decir con precisión y claridad? ¿Mejoraría alguna vez? ¿Se estaba engañando a sí mismo; debía dejarlo? Seguro que Prince, de quien la música manaba a borbotones, jamás se sentía así.