Un fotógrafo había empezado a tomar fotos, Riaz, Brownlow y Rugman Rudder se estrecharon la maño ante el objetivo. Brownlow se apartó luego para dejar que Riaz y Rudder se fotografiasen juntos. Mientras, un periodista tomaba notas.
– Gracias por venir, míster Rudder -dijo Riaz-. Estábamos seguros de que vendría a presentar sus respetos.
– Pues claro, naturalmente. ¡Qué maravillosa multitud, adorando el fruto de la tierra! ¡Qué berenjena tan popular, cúspide de la mesa vegetariana! ¡Qué medio de comunicación tan saludable es el milagro! ¡Gracias a Dios que no fue escogido un municipio conservador!
Brownlow parecía un tanto consternado, pero Riaz repuso:
– Míster Rudder, le doy de nuevo mis más expresivas gracias por hacerse cargo de todos los problemas de seguridad y de tráfico suscitados por nuestra causa. Y por permitirnos utilizar públicamente un domicilio particular. Somos conscientes de la ilegalidad que esto suele representar. El conjunto de nuestra colectividad, tan frecuentemente humillada, le está eternamente agradecida. Es usted un verdadero amigo de Asia.
– ¡Es nuestro amigo! -gritó Chad, saltando con la punta de los pies.
– ¡El amigo de Asia! -apostilló Hat.
– ¡El mejor amigo de Asia! -gorjeó Tahira.
Riaz empezó a aplaudir; Chad y Hat siguieron su ejemplo y hasta Brownlow juntó las manos en una especie de saludo hindú. Entre la multitud, otros empezaron a mostrar su agradecimiento, entonando:
– ¡Rudder, Rudder… es nuestro hermano!
– Sí, y seré recompensado en el cielo, no cabe duda -repuso Rudder, sonriendo beatíficamente a sus ceñudos muchachos. En tono más bajo, y dirigiéndose a Brownlow y Riaz, añadió-: Naturalmente, he tenido que hacer un uso bastante generoso de mi influencia, como ustedes ya habrán observado, para contrarrestar una fuerte oposición de tipo racial a la utilización pública de un domicilio particular. -Bajó aún más la voz-. Eso se debe a que nuestro partido apoya a las minorías étnicas, tengan ustedes la absoluta seguridad. Los adventistas del séptimo día me han manifestado su profunda satisfacción y, según me han dicho, mencionan mis dolencias en sus plegarias. Los rastafaris me estrechan la mano cuando saco a pasear a mi perro. Todo esto es muy apreciado al este de Londres. Pero, por otra parte, usted es lo bastante inteligente, Riaz, un verdadero sabelotodo -por un momento, pareció que Rudder iba a hacerle cosquillas en el mentón-, para adivinar que esto no puede durar eternamente.
– Somos conscientes de ello, míster Rudder -dijo Brownlow-. Por eso hemos pensado en el ayuntamiento.
– Sí, en el ayuntamiento -repitió Riaz.
– ¿Cómo?
– Para la salvaguardia pública del santo milagro -explicó Riaz.
– ¿El ayuntamiento? -exclamó Rudder, como si Riaz hubiese sugerido que le colocaran la berenjena en la nariz.
– No hay ninguna razón que lo impida -insistió Brownlow, seguro de sí-. Acaba usted de afirmar su fe en diversas religiones.
– Cosa que le agradecemos desde el fondo de nuestro corazón -remachó Riaz.
– ¡Gracias de nuevo, amigo de Asia! -gritó Hat.
– ¡Hermano Rudder!
– ¡Chss! -ordenó Tahira.
La mano del periodista volaba sobre el papel.
– Sí, sí, quizá en el ayuntamiento. Hay espacio de sobra -concedió Rudder, echando algo a su amplia panza. Acercando la boca a uno de los chicos, añadió-: Sobre todo las orejas de los que trabajan allí.
– Tiene que ser en el vestíbulo -insistió Riaz.
– Allí ocupará un lugar destacado -comentó Brownlow.
– Sí, seguro -concedió Rudder, frunciendo los labios-. En el vestíbulo.
– Además, ya hay colgado un cuadro de Nelson Mándela.
– Y la máscara africana -añadió Chad.
– No nos meterán en un gueto -advirtió Riaz.
– No, no. De guetos, nada.
– Ya concretaremos, entonces. -Riaz se dirigió a Chad y Hat-. Todo arreglado.
– Estupendo -comentó Chad-. Magnífico.
– ¡Viva, viva! -gritó Hat-. ¡Es un amigo de Asia! ¡Amigo de Asia!
– ¡Amigo de Asia! -corearon otros-. ¡Hermano Rudder!
El periodista escribía, el fotógrafo accionaba el objetivo.
– Cerremos el trato con un apretón de manos -sugirió Brownlow.
Rudder empujó a sus muchachos al interior de la casa, delante de él.
– No hay nada decidido. Ahora permítanme contemplar este milagroso ejemplo de la firma de Dios. Vamos, chicos.
– Qué tipo tan repulsivo y reaccionario -comentó Brownlow cuando Rudder ya no podía oírle-. Pero está en nuestras manos. Le venimos bien.
– Perfecto -dijo Riaz.
– ¡Superior! -gritó Chad.
– ¡Chachi! -coreó Hat.
Shahid entró en la casa detrás de Rudder.
– ¿Es tu primer milagro, Georgie? -preguntó uno de los muchachos al entrar.
– Sólo es hasta la reelección del Partido Laborista -dijo Rudder en el vestíbulo, con un murmullo teatral-. Las revelaciones son una aberración de la fe, por supuesto, un entretenimiento todo lo más. Esperemos que hagan un curry con esta hortaliza azul. Brinjal, creo que la llaman. Me dan ganas de matar a un indio, ¿a vosotros no, chicos?
Shahid tardó horas aquella noche en localizar al grupo para informarle del debate prometido por Riaz. Estaba resuelto a que asistieran todos. Unos, como Tariq, no estaban en casa o cenaban con la familia. En casa de los padres de Sadiq había una habitación llena de colchones donde dormían cuatro o cinco niños; su abuela, que no sabía inglés, estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, como en el pueblo; había ropa tendida en cuerdas por el cuarto. Shahid tuvo que sentarse una hora con ellos, comiendo hasta no poder más, esperando una oportunidad para transmitir el mensaje y escapar. Tres o cuatro, según le dijeron, estaban en la planta superior del restaurante de Hat, entretenidos con videojuegos: o, según el tío de Hat, acababan de marcharse a la habitación de Riaz con intención, al parecer, de visitar de paso a Shahid.
El otro problema consistía en asegurarse de que asistiesen a la reunión. Sólo se comprometieron a ir cuando Shahid tomó la iniciativa diciendo que Riaz había dado instrucciones de perder las clases si era necesario. Los hermanos y hermanas no comprendían el sentido de la reunión; pensaban que todos lo tenían claro.
En cada casa a la que entraba, Shahid preguntaba si podía llamar por teléfono. Quería hablar con Deedee; podrían verse cuando terminase la gestión. Marcó el número varias veces, pero siempre colgaba antes de que ella contestase. Deedee solía preguntarle: «¿Qué has hecho?» ¿Cómo podría contestarle que había estado custodiando una berenjena?
Así que volvió a su habitación, se hizo un bocadillo de sardinas con pan tostado y siguió pasando al ordenador el manuscrito de Riaz, haciendo alguna que otra corrección.
Luego se acostó pensando en lo que diría por la mañana, si es que era capaz de hablar.
15
Comprimidos en su habitación, tuvieron que esperarle cuarenta minutos. Riaz solía retrasarse, había observado Shahid, por múltiples razones. Le gustaba crear expectación para luego, con la frustración acumulada, hacer una entrada triunfal. Resultaba extraño, porque Riaz era esencialmente retraído y discreto. Quizá pensara que los demás le exigían muestras de autoridad.
Al parecer, Riaz tenía una reunión con Brownlow y Rudder. Afortunadamente, mientras esperaban se había presentado Hat con una bolsa de comida de su padre, que repartió alegremente. Había tres mujeres contando a Tahira, que llevaba una larga camisa blanca, recién planchada, pantalones negros y un pañuelo a cuadros grises y blancos.
Por fin apareció Chad, entrando deprisa y sujetando la puerta a Riaz, que llevaba un salwar nuevo de color gris. Permaneció inmóvil un momento, dejó la cartera y se sentó en el suelo junto al escritorio.