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– Os agradará saber que las negociaciones con míster Rudder, el concejal del Partido Laborista, marchan bien, muy bien -informó Riaz inmediatamente-. Comprende la posición y la importancia de la minoría en este país. Nos ha declarado personalmente que dedicará todos sus esfuerzos a nuestra causa.

Hat chocó las manos con Tariq.

– ¡Amigo de Asia!

– Eso pienso yo también. Esa simpatía por nuestro pueblo es tan rara como una virgen inglesa. -Sonrió ante el comentario, que hacía a menudo-. Pero ahora tenemos otro desagradable asunto que discutir rápidamente, pues como Shahid me ha dicho todos estáis muy ocupados estudiando sin parar.

La risa recorrió la habitación una vez más. Shahid se dio cuenta de que Riaz le miraba expectante, como todos los demás. Eso no lo había esperado.

– Ten la bondad de recordarnos el tema, hermano.

– ¿Cómo?

– Será mejor que te acuerdes tú primero -comentó Chad con una risita.

– Nos has convocado aquí -añadió Tahira-. ¿Puedes decirnos para qué, por favor, cuando el asunto está tan claro?

Shahid procuró hablar con cuidado, como traduciendo de una lengua extranjera, pero las palabras le salieron desordenadamente y le sorprendió el sonido de su propia voz.

– El… hmm… libro -empezó a decir.

– Ese libro -le ayudó Chad.

– Exacto -confirmó Sadiq.

– Y la narrativa. ¡Ésa es la cuestión! Por qué la necesitamos. Si es que la necesitamos. Lo que puede decirse. Y… lo que no puede decirse. Lo que no debe decirse. Lo que es tabú, lo que está prohibido y por qué. Lo que se censura. Cómo nos beneficia la censura a los que estamos exiliados aquí. De qué manera nos protege, si es que nos protege. Eso…, esa clase de cosas.

– Muy bien -dijo Riaz-. Eso nos mantendrá despiertos… durante un rato.

De pronto lanzó al grupo una mirada severa para suprimir cualquier frivolidad que pudiera haber suscitado. Dominada la situación, empezó a hablar con su estilo preferido, lanzando una idea al mar de rostros vueltos hacia él para luego dirigirla con el viento de sus palabras. Shahid sintió alivio: Riaz no le había juzgado, sólo se había limitado -hasta el momento- a utilizarlo como excusa.

– Mirad, toda ficción es, por su propia naturaleza, una mentira, una perversión de la verdad. ¿No se emplea la frase «eso son cuentos» cuando los niños dicen mentiras? Hay narraciones inofensivas, falsas, desde luego, que nos hacen reír. Son para pasar el tiempo cuando no tenemos nada que hacer. Pero hay muchas ficciones que manifiestan un carácter corrompido. Son obra de autores que, por decirlo así, no se saben aguantar la tinta. Los que cuentan esas historias disparatadas se han rebajado para que la élite blanca los acepte y considere «grandes escritores». Les gusta creer que revelan la verdad a las masas: esos imbéciles incultos, medio analfabetos. Pero no saben nada de las masas. Las únicas personas humildes que conocen son sus criados. Y así despiertan, en realidad, la suciedad que hay en nosotros. Resulta fácil. Lo sucio nos atrae. A Hat no, por supuesto.

Hat rio nerviosamente. Todos manifestaron su acuerdo con movimientos de cabeza.

– Y, al igual que lamentamos la falta de respeto en otra persona, no podemos comprender cómo puede considerarse literatura ese espectáculo. ¿Algún comentario? -Todas las miradas convergieron en Shahid. Pretendía ser uno más entre los presentes, pero no logró evitar un tímido rubor en las mejillas-. Al fin y al cabo, ¿para qué fines más altos puede existir esa clase de literatura?

Hubo un silencio. Los componentes del grupo evitaban las miradas; no era que tuviesen miedo a hablar, sino que no tenían nada que decir.

– Para hablarnos de nosotros mismos, sin duda -aventuró Shahid.

– ¡No! -Riaz sacudió la cabeza-. Pero continúa.

– La literatura nos ayuda a reflexionar sobre nuestra propia naturaleza, ¿no?

– Eso no es más que arrogancia y presunción -afirmó Riaz.

– Por favor -empezó a argumentar Shahid-, Por favor…

– Pura arrogancia -manifestó Sadiq, tras decidir que estaba de acuerdo con Riaz.

– En tu calidad de poeta…

Hubo una llamada a la puerta.

– Sí, soy poeta -dijo Riaz, sin prestar atención-. Gracias por recordármelo. Pero te aseguro que no se nos informa de nosotros mismos, de la gente en general, sino de la mentalidad del autor. De eso se trata. De un hombre.

– Una imaginación libre abarca muchas naturalezas -argüyó Shahid-. Una imaginación libre, al mirar dentro de sí misma, ¿ilumina las demás.

– Estamos discutiendo de la imaginación libre y desenfrenada de hombres que viven al margen del pueblo -replicó Riaz-. Y esas naturalezas corruptas e irreverentes, que se revuelcan en sus propias excreciones, deben estar enjauladas como carnívoros peligrosos. ¿Queremos tener más leones y violadores salvajes sueltos por la calle? Al fin y al cabo, si un individuo se presenta en tu casa y dice que tu madre y tus hermanas son unas putas, ¿no lo echarías ni le harías una barbaridad? ¿Una verdadera barbaridad? -Hubo muchas sonrisas-. ¿Y no es eso lo que hacen esos libros?

– Esos libros nos inquietan-dijo Shahid.

– ¡Sí!

– Nos hacen pensar.

– ¿Qué falta hace pensar?

– ¿Cómo?

– ¿Debemos preferir ese capricho al satisfactorio y profundo consuelo de la religión? Y si no podemos tomar en serio las creencias de millones de personas, entonces ¿qué? ¡No creemos en nada! Somos animales que viven en la letrina, no seres humanos en una sociedad liberal.

Como de costumbre, Riaz pronunció la palabra «liberal» como si fuera el nombre de un asesino. Paseó la mirada por el grupo.

Volvieron a llamar a la puerta, sólo que más fuerte.

Chad miró fijamente a Shahid, que abrió la boca y sacudió la cabeza, resuelto a no decir nada, temeroso del lío en que podría meterle la discusión.

– Hasta tu gran Tolstói denunció el arte, ¿no es así? -inquirió Riaz-. Quizá me consideres un hipócrita, pero tengo el libro en alguna parte. ¿Quieres buscarlo, Chad? -Chad asintió-. Pero antes mira a ver quién llama.

– Debe ser para Shahid -murmuró Hat.

Chad salió al pasillo, cerrando la puerta.

– Para mí -prosiguió Riaz-, las verdades sobre la importancia de la fe y la preocupación por los demás son más profundas que los desvarios de la imaginación de un hombre.

– Pero la imaginación también es importante, ¿no? -insistió Shahid, consciente de que el entusiasmo de su voz le separaba de sus compañeros.

– Hasta cierto punto y nada más. ¿Hay alguna sociedad que conceda una libertad sin límites a algún individuo? De todos modos, debemos seguir adelante. Tenemos que discutir las medidas que tomaremos contra ese libro.

– ¿Qué clase de medidas? -quiso saber Shahid.

– He dicho que eso es lo que tenemos que ver.

Tahira, sentada junto a Shahid, le dijo al oído:

– Parece que no logras entenderlo. Dime si es simple confusión, por favor, o si se trata de otra cosa.

– Las dos cosas, creo.

En la habitación había silencio, pero en el pasillo se oía la voz de Chad, que discutía con una mujer.

– ¿Hay más preguntas? -dijo Riaz.

– Sí -contestó Tahira-. ¿Qué vamos a hacer?

La puerta se abrió de golpe. En el umbral apareció Zulma, con un vestido amarillo de Chanel y un chal negro. Chad, a su espalda, extendió las manos en un gesto de frustración. Zulma dio tres zancadas, firmes pero indolentes, hacia el centro del cuarto. Los presentes se apartaron con urgencia para evitar que sus tacones les atravesaran las manos.

Se sucedió una batalla entre su perfume y el olor de la habitación.

Zulma examinó los rostros con una mezcla de cortesía y sarcasmo hasta localizar al objeto de su visita, acurrucado en el rincón con las manos sobre la cara.

– Vamos. -¿Iba a llevárselo de la oreja?-. Ven conmigo, cariño.