– ¿Quieres una crema antiarrugas para tu novia?
– No le hace falta -replicó-. ¿Dónde la has robado?
– En Boots.
– Estoy buscando al cabrón de Strapper.
El chico se encogió de hombros.
– Strap aparecerá mañana a mediodía. O a lo mejor nos hace el honor esta noche. Es un tipo listo.
– ¿Vale la pena esperar?
– Siempre vale la pena esperar a Strap, ¿no?
Shahid volvió a sentarse y, al cabo de una hora más o menos, le pasaron un canuto de jamaicana. Un chiflado intentó besarle, confundiéndolo con su mujer, y tuvo que rescatarle el camarero, deseoso de practicar su boxeo de pies y puños.
Perdió la noción del tiempo. Varias horas después ayudaron a entrar al objeto de su búsqueda, sujetándolo contra la barra.
Strapper, con la mandíbula temblorosa, movía incesantemente la cabeza. Sólo era capaz de articular una pregunta: por qué todo estaba «desintegrándose, coño».
– Porque se está desintegrando -le explicó uno de sus colegas.
– Ah, sí -repuso Strapper-. Se me había olvidado.
Shahid fue a buscarle una cerveza al pub de enfrente. Cuando volvió, Strapper estaba tumbado en unos asientos. Shahid se inclinó sobre él como un médico que hiciera una pregunta indispensable a un paciente e intentó hacerse oír, con la esperanza de que se abriera un espacio en su mente llena de droga. Cuando al fin el caos se disipó durante unos segundos, Shahid le explicó lo que quería saber.
– Sí, bueno, hay un montón de cabrones tras los huevos de tu hermano -contestó Strapper-. Y no les falta razón, tío.
– Por favor, Strapper, me dijiste que los blancos son egoístas. Necesito tu ayuda. Creí que querías al pueblo asiático.
– Cuando andan jodiendo por ahí a la occidental, no. Ahora todos queréis ser como nosotros. Es un cambio pernicioso.
– Te compraré mierda, después. Tengo dinero.
Strapper casi abrió los ojos.
– ¿Cómo has dicho?
– Necesito saber si podemos encontrarlo.
– ¿A quién?
– A Chili. Tengo dinero.
– ¿Dónde?
Shahid se lo mostró.
– Joder, alguien de tu familia tiene dinero de verdad.
Shahid le ayudó a ponerse en pie y echaron a andar. Strapper, que parecía haberse recobrado, iba como nuevo, casi contoneándose, escupiendo y maldiciendo.
– Por aquí.
Se habían alejado unas cuantas calles. Strapper se desvió bruscamente hacia el Fallen Angel, con Shahid pegado a sus talones. En la puerta, Strapper extendió la mano.
– Dame dinero.
– ¿Qué?
– Venga, tío, dame. ¿No quieres acabar bien la noche?
Después de la transacción, Shahid esperaba, con cierto optimismo, ver a su hermano en la barra del Fallen Angel. En cambio, Strapper siguió a un camello a los servicios. Luego tomó una copa con él, dejando a Shahid sentado al otro extremo del pub antes de que el dueño reconociera a Strapper y los echara a la calle entre muchas amenazas y casi algún puñetazo.
Con Strapper cada vez más animado, por lo que fuese, a medida que recorrían los pubs, pronto se pusieron en marcha. Caminaron entre infectos bloques de viviendas municipales y callejones mal alumbrados, subieron parques y bajaron junto a la línea del metro, por donde sólo suicidas y «artistas de la pintada» se atrevían a ir. Momentos después llegaron a un barrio residencial, donde pararon en una farmacia. Allí Shahid, obedeciendo instrucciones, compró un jarabe para la tos: Strapper lo engulló de un trago, se limpió la boca con la manga y arrojó el frasco a un seto.
Mientras avanzaban por el borde de la acera de lo que Strapper llamaba «antiguo Londinium» -que Shahid no conocía-, Shahid notó que la gente lo miraba de otra manera. Las mujeres aferraban los bolsos y les echaban la cremallera. Los chicos más jóvenes se apartaban. Otros lo saludaban respetuosamente con movimientos de cabeza, como soldados a un oficial. Con algunos, asomados a una ventana o a la puerta de un pub en la acera de enfrente, Strapper intercambiaba un oscuro sistema de señales que empezaba con una interrogación de las cejas, seguida de una expresión grave con participación de los labios, y finalmente rematada con una pregunta formulada con la mano. La respuesta era una mirada primero inquisitiva y luego afirmativa o negativa, confirmada por una sonrisa y un gesto de adiós o por un mensaje enviado con el dedo y otro gesto de la mano, que indicaba: «Te veré luego con el material.»
Algo debió dar a Strapper ganas de hablar. Mientras seguían caminando, hizo a Shahid una amplia exposición de su vida y milagros con las drogas, empezando con los deslumbrantes éxtasis que había tenido recientemente, su color, si eran galletas o discos, cómo se fabricaban, importaban y comercializaban, aunque no podía ser muy explícito en esto último por motivos de seguridad. Comentó la calidad del colocón que se obtenía tomando dos, cuatro o seis a la vez -Strapper había llegado a diez (estaba orgulloso de que, pese a sus esfuerzos, no había logrado minar su organismo)-, las saludables ventajas de escalonar o incluso limitar las dosis y el efecto que producían mezcladas con alcohol, hierba, hash, coca o diversas combinaciones de todo eso en distintos momentos del tripi; el éxtasis malo o «marrón», lo abominable que era, sobre todo si uno se desmadraba demasiado bailando: la gente se quemaba, lo había visto con sus propios ojos en Liverpool, vacilones hechos mierda, y otros, horteras de fin de semana por lo general, que se pasaban y se ahogaban en su propio vómito como en Spinal Tap.
Las fiestas a las que había ido el año anterior en almacenes y al aire libre, el «verano de amor»: así era como había conocido Gran Bretaña, caminando, a dedo, durmiendo en el suelo, mezclándose con los viajeros, viviendo en tiendas de campaña. Las aventuras corridas al saltar una verja y meterse en un espacio que contenía tres mil personas prácticamente desnudas, gente importante, bailando como una sola sin violencia, el nuevo sueño del ácido, aún vivo, todavía. El espíritu y la generosidad de algunos que conoció en ese ambiente que, ridiculizados y marginados por la sociedad convencional, le acogerían en sus casas en aquel mismo momento, sin preguntas, compartiendo todo lo que tuvieran, porque se entendían entre sí como si hubieran combatido juntos; había sido amor colectivo y unidad espiritual. Aventuras en varios centros de rehabilitación por toda la ciudad y cuántas veces se había fugado o lo habían echado a patadas por tomar drogas o follar en el sótano del centro.
Y un relato de cómo, los sábados por la noche, los parroquianos del Morlock solían apretujarse en unos taxis para salir escapados al campo, donde buscaban un lugar apartado con buenas vistas, hacían una fogata y se quedaban hasta la mañana siguiente, tripeando, charlando, bailando alrededor del fuego.
– La próxima vez tienes que venir con nosotros -le invitó.
– ¿Podré?
– Eres bienvenido, tío.
Las drogas, la intensidad e intimidad que creaban constituían el elemento de Strapper y su ámbito de especialización. Mientras narraba sus aventuras de delincuente, dando la impresión de que escudriñaba atentamente los momentos de su despreocupada vida en busca de algún hecho disoluto para aprovechar la ocasión y explotarlo, Shahid envidiaba la vida de Strapper, sin responsabilidades, sin mañana, disfrutando del placer y del dinero tal como iba y venía, siguiendo adelante. Pero al mismo tiempo, pese a cierto grado de inocencia interior, Strapper transmitía un efluvio tan inconfundible de transgresión, superchería y delincuencia que Shahid temía a cada paso que la policía los detuviese sólo por sus andares insolentes. Como mínimo, habría sido imposible que los atendiesen en ningún restaurante. Estaba claro que, siendo Strapper, había muchos sitios a los que no se podía ir. Aquella noche, sin embargo, Shahid podría estar metido en su piel y soportarlo. Pero Strapper siempre tenía que ser fiel a sí mismo, probablemente, y cuando hicieron la siguiente parada, esta vez en una tienda asiática situada en una esquina, donde se llenó los bolsillos de caramelos, patatas fritas, chocolatinas, y donde pudo verle de nuevo el rostro bajo las luces de neón, Shahid tuvo la certeza de que no quería ser como él.