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El templo estaba en calma.

La zona más oscura era la ocupada por el Pórtico de la Gloria, así que Fornés decidió empezar su ronda por ahí. Los andamios tapaban buena parte de sus dos caras, enturbiando aquel punto con plásticos, ordenadores y mesas llenas de productos químicos. Pero en ese lugar sacrosanto todo parecía en el lugar en el que lo había dejado Julia Álvarez, su protegida.

Julia era una muchacha especial. El deán lo supo desde la primera vez que la vio. No era sólo por su currículo -magnífico, por otra parte-, sino por esa determinación y apertura de mente que demostraba en las reuniones con los responsables de restaurar aquellas piedras. Sin saberlo, al sugerir que el reciente deterioro de sus muros y esculturas se debía a alguna clase de fuerza telúrica, subterránea, invisible, se estaba acercando al secreto compostelano que él protegía.

Cuando el haz de su linterna tropezó con la blancura del parteluz del pórtico, Fornés se distrajo de aquellos pensamientos. Debía proseguir su ronda. Aunque pocos lo sabían, esa pieza escondía toda la razón de ser de Compostela. Se trataba de una columna historiada, llena de pequeñas representaciones de seres humanos que parecían escalar el árbol genealógico de Jesús a partir de un misterioso personaje barbudo que descansaba a ras del suelo y que contenía a dos leones asiéndolos por el cuello. Como si fuera un arbusto trepador, la columna se elevaba cual espiral de ADN avant-la-lettre hacia Santiago Apóstol y, por encima de él, hasta Cristo resucitado.

Todo allí estaba en su sitio. Ningún disparo había tocado, gracias a Dios, aquella maravilla.

Más calmado, el sacerdote deshizo la distancia que lo separaba del crucero y se encaminó hacia el escenario del tiroteo. La policía lo había acordonado con un perímetro de cintas de plástico, aunque al padre Fornés le dio igual. Levantó el precinto y, con cuidado, comenzó a deambular entre sus bancos de madera. Su linterna no tardó en evidenciar el desastre. Varios pasamanos habían sido desportillados por los proyectiles, regando el suelo con astillas centenarias. Algunas habían sido numeradas, al igual que los casquillos de metal que todavía no habían recogido, y sobre los bancos todavía descansaba parte del equipo para la toma de huellas y muestras que seguramente completarían a la mañana siguiente. El deán sorteó aquello lo mejor que pudo y se dirigió hacia la zona que le interesaba.

Entonces vio algo más.

Un perímetro más pequeño que el anterior marcaba un espacio cercano a la puerta de Platerías, justo debajo del monumento al campus stellae. Aquélla -él lo sabía mejor que nadie- era el área más antigua de la catedral. Ni siquiera los mejores eruditos recordaban que allí nació el templo cristiano más importante del mundo después de la basílica de San Pedro del Vaticano, y mucho menos que ese solar había sido escenario de innumerables prodigios. Pero, sobre todo, era el punto en el que Bernardo el Viejo, magister admirabilis, colocó la piedra fundacional de toda la estructura hacia el año 1075, guiado -según la tradición- por un grupo de ángeles del Señor.

Por eso, al ver las cintas de la policía rodeando ese sector, se le aceleró otra vez el pulso.

– ¡Por todos los santos…!

Clavada en la pared sobresalía una de las balas.

El impacto había agrietado el bloque al que había ido a parar, haciendo que una parte de su superficie se deshiciera como si fuera un montón de harina. Fornés se persignó al verlo. Eso iba a necesitar la atención de los restauradores, pensó. Pero no era todo. Al caerse parte de la piedra y afectar a los sillares circundantes, una sombra extraña había quedado al descubierto. Parecía una inscripción. Un trozo de pintura vieja. Quizás una enorme marca de cantero. Se trataba, en cualquier caso, de un trazo que desbocó aún más el viejo corazón de Fornés.

Tenía esta forma: Г.

El deán se acercó con curiosidad. La alumbró con su linterna y la acarició con las yemas de sus dedos. Parecía recién hecha. Y aunque tenía algo de profundidad, su perfil se distinguía del vetusto granito compostelano porque reflejaba una luz tornasolada, llena de brillos dorados. Al sugestionado padre Fornés le dio la impresión de que todavía estaba caliente.

«¡Cristo bendito! -pensó-. ¡Debo advertir a monseñor cuanto antes!»

Capítulo 25

Dicen que cuando alguien muere, el alma se ve abocada a la prueba más dura de su existencia. Afirman que justo antes de trascender hacia la dimensión superior, se la conduce frente a una especie de «caja negra», un contenedor sin forma ni dimensión en el que se ha ido almacenando todo lo que hizo dentro de su cuerpo desde el día que su cordón umbilical se cortó y sus pulmones respiraron por primera vez. Lo que el alma experimenta al asomarse a ese receptáculo supera cualquier experiencia sensorial. De repente, la conciencia se ve inmersa en una suerte de recreación en la que es capaz de percibirse desde afuera y juzgarse desde la mirada de los otros. En contra de lo que dicen las grandes religiones, en ese estadio no hay jueces. Ni tribunales. Ni tampoco ojos que nos fuercen a aceptar o no lo visto. Nada de eso es necesario. El alma deja salir a la energía pura que la habita y es capaz de valorar por sí misma lo aprendido mientras estuvo envuelta de carne. Después, tras repasar lo vivido, tomará el camino que le resulte más afín a su estado vibratorio.

Lo único bueno de ese proceso es descubrir que más allá hay camino. Ascensional o descendente, eso depende. Porque cielo e infierno son, en definitiva, el fruto de esa recapitulación extrema; el estado anímico en el que quedamos tras evaluar si en nuestra vida pudieron más los éxitos o los fracasos, las virtudes o los errores, el espíritu o la materia densa.

Todos -da igual la creencia que hayamos profesado- hemos oído hablar alguna vez de ese momento. Y aunque los líderes religiosos nos han confundido anunciándonos tribunales severísimos, grandes absoluciones y hasta la resurrección de los muertos, de lo único que puedo dar fe es de que el episodio del «repaso» es real.

Lo supe aquella madrugada en el café La Quintana cuando, tumbada de bruces a escasos centímetros del cuerpo inerte del coronel Allen, creí llegado el momento de rendir cuentas.

Me sorprendió lo fácil que me había resultado morir. Y lo que en un principio creí un desmayo indoloro, pronto se tradujo en un torrente químico de sensaciones y viejos recuerdos. No sé por qué deduje que había perdido la vida por culpa de una fuerte descarga eléctrica, como Uzza, el porteador del Arca de la Alianza. Diez mil voltios habrían bastado para detener mi corazón y achicharrarme el cerebro. Tal vez eso explicara por qué me sentía catapultada fuera del tiempo, arrojada a un mar de imágenes que ahora se me echaban encima.

Hice un tremendo esfuerzo por comprender. ¿Por qué no había sentido dolor al desplomarme contra el suelo? ¿Dónde habían ido a parar el café o Nick Allen? ¿Y el camarero?

Pero durante un buen rato, no ocurrió nada.

Nada de nada.

Fue como si estuviera disolviéndome muy despacio en un bienestar sin sobresaltos. Había dejado de tener frío y, poco a poco, fui adquiriendo la certeza de que me estaba apagando.

Cuando la paz fue total, algo se encendió dentro de mí. Escuché voces. Y sin saber cómo, imágenes de otro tiempo comenzaron a desfilar por debajo de mis ojos cerrados.

Debo contarlo. Y lo haré.

El primer recuerdo brotó con fuerza.

Era del día de mi boda, y por un momento creí que afloraba porque el coronel Allen había estado hurgando en mis sentimientos hasta el segundo antes de mi muerte.