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En él vi cómo Martin y yo llegamos al condado de Wiltshire con la impresión de que nuestras vidas habían sido engullidas por un torbellino. Era primera hora de la mañana del domingo, el día después de mi primer encuentro con las adamantas de John Dee, y habíamos madrugado mucho para tenerlo todo a punto. Lo cierto es que ambos teníamos los nervios a flor de piel. No habíamos conseguido pegar ojo en toda la noche. Incluso discutimos.

Casi lo había olvidado.

Nuestra disputa se incubó la tarde anterior, después de nuestra velada con Sheila y Daniel. Y la culpa fue de las dichosas piedras. Ninguna de las dos había dejado de hacer cosas extrañas desde que me las entregaron. Martin y los ocultistas se alborozaban como niños cuando una brillaba, se agitaba, giraba sobre sí misma señalando objetos sobre el mantel de nuestra mesa o emitía un ruidito suave parecido al que haría una pequeña locomotora de vapor. «Muévela en este sentido», «Ponía sobre aquella pirámide», «Levántala con los meñiques», me decían. Al final me cansé de sus juegos. Si no nos retirábamos a descansar, la ceremonia del día siguiente iba a ser un desastre.

Fue al regresar al hotel cuando saltaron las primeras chispas.

– ¿No ha sido el día más alucinante de tu vida? -dijo Martin antes de dejarse caer en la cama.

– ¡Y qué lo digas!-respondí, echando ácido por los poros-. He descubierto que sabes mucho más de mí de lo que creía.

– ¡Uh! ¿Lo dices por…?

– Sí. Justo por eso -lo atajé-. Así que te acercaste a mí porque creías que era vidente, ¿no? ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Martin me miró como si fuera una extraterrestre.

– ¿Y no lo eres?

– ¡No! ¡Pues claro que no!

– ¿Estás segura? -me atajó mordaz-. Tú misma me contaste que de pequeña hablabas con tu bisabuela muerta. Que en tu casa, tu madre había visto varias veces esa procesión de almas en pena… ¿Cómo la llamáis?

– La Santa Compaña.

– Exacto. La Santa Compaña. Y tampoco fui yo quien se inventó que desciendes de una saga de brujas gallegas que lo saben todo de hierbas medicinales. ¡Si hasta destilas un ron que cura la artritis!

Fue el colmo. Martin quiso irse por las ramas sin abordar la cuestión fundamental. No podía permitírselo.

– ¿Y por qué no me contaste lo de las piedras? -Dejé que mi malestar impregnara todas y cada una de aquellas palabras.

– Bueno… -dudó-. Hasta ahora eran una especie de secreto de familia, chérie. Pero dado que mañana vas a formar parte de ella, creí que debías conocerlo. ¿No te ha gustado la sorpresa?

– ¿Sorpresa? ¡Me he sentido vuestra cobaya! ¡Una atracción de feria! ¿De dónde han salido esos, esos…?

– ¿Amigos? Daniel es un sabio. Y Sheila es… algo así como tú.

– ¿Qué quieres decir?

– Era la única que hasta ahora sabía cómo hacer reaccionar a las piedras. Aunque no como tú lo has hecho. A la vista está que no me he equivocado contigo. ¡Las haces hablar! ¡Tienes el don!

– ¿Hacerlas hablar? Maldita sea, Martin. ¿De verdad crees que las piedras hablan?

De un salto, abandonó la cama y se plantó junto a mí.

– Estas sí.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– En veinte años, Julia, nadie ha visto a las adamantas comportarse como lo han hecho esta tarde. ¡Parecían vivas! Tendrías que haber visto la cara de Sheila. Tú tienes el don -repitió-. El mismo que Edward Kelly, el vidente favorito de John Dee. Si quisieras, podrías mirar a través de ellas y hacerlas vibrar. ¡Eres su médium!

La mirada terminó de nublárseme. El hombre con el que iba a casarme me hablaba como si fuera una extraña.

– Me asustas, ¿sabes? -dije con los ojos humedecidos-. Creí que eras un científico. Un hombre racional… He puesto mi vida en tus manos ¡y no te reconozco!

– Julia, por favor… Estás asustada-susurró-. Pero no tienes nada que temer.

– No estoy tan segura.

– Después de la boda tendrás tiempo de aprender a usar las piedras, chérie, y de comprobar que sigo siendo el científico del que estás enamorada. Las estudiaremos juntos. Te lo prometo. Tú les darás vida. Yo las interpretaré.

No respondí.

– Lo comprenderás todo. Verás que, aunque ahora te parezca cosa de brujas, lo que está pasando tiene una explicación sencilla. Sheila y Daniel también están deseando dártela.

– ¿Y si hubiera perdido mi confianza en ti? -Lo miré tan severa como fui capaz-. Me siento engañada, utilizada. ¡Compréndelo!

– No lo dirás en serio.

– No… -Bajé la mirada. Sus manos fuertes apretaban ahora las mías tratando de darme una seguridad que hacía rato que había perdido. Todo era confuso para mí-. Claro que no…

Capítulo 26

Allí estaban pasando cosas muy raras.

Antonio Figueiras no podía organizar un operativo para proteger a una testigo con todos los elementos en contra. La falta de luz, de señal de radio y la última desconexión de los operadores de telefonía móvil de los alrededores lo habían dejado otra vez sin herramientas para trabajar. Por eso el inspector no se lo pensó dos veces: tomó su coche particular y, a toda prisa, enfiló el camino más corto que lo llevara a la plaza de la Quintana. Julia Álvarez debía de estar todavía hablando con el norteamericano. Por suerte, había dejado a varios hombres de confianza a su cargo y el helicóptero de su unidad estaba allí aterrizado para que no la dejaran marcharse. No creía que ningún terrorista kurdo -por osado que fuera- se atreviese a secuestrar a Julia en esas condiciones.

La lluvia -«por suerte», pensó- estaba dando una tregua. Había dejado de descargar con tanta furia y ahora dejaba entrever incluso el ligero resplandor del amanecer tras las torres barrocas de la catedral.

Si Figueiras se hubiera detenido a contemplar la hora que marcaba el reloj del salpicadero de su coche, se hubiera dado cuenta de que esa luminaria no podía ser, en modo alguno, el Sol.

Pero no lo hizo.

Capítulo 27

Mi segundo recuerdo post mórtem llegó sin avisar.

El rostro ajado de un hombre vestido de gris, con la cara cuarteada por el frío y la edad, nos observaba sin expresar emoción alguna. Martin y yo acabábamos de llegar a Biddlestone, la aldea en la que pensábamos casarnos, y el padre James Graham, su vicario, no terminaba de creerse lo que tenía frente a sus ojos.

– Es una decisión muy importante… -murmuró-. ¿Estáis seguros de querer hacerlo?

Los dos asentimos. Habíamos llegado muy temprano al pueblo, después de haber dejado el hotel en plena madrugada, incapaces de conciliar el sueño.

– ¿Y cuándo lo decidisteis?

– Ella lo supo anteayer -respondió Martin con media sonrisa.

– Lo imaginaba.

Aunque el tono del sacerdote sonó a reproche, no dijo nada más. Tomó asiento junto a nosotros y nos invitó a comer algo. Su presencia reconfortaba. Enseguida comprendí por qué.

– ¿Cuánto hace que no nos vemos, hijo? -preguntó a Martin.

– Desde mi primera comunión. ¡Hace más de treinta años!

– Oh, sí, claro. Los mismos que hace que no veo a tus padres.

– Lo sé. Siento que tarden tanto en venir.

– ¿Sabes? En el fondo, su ausencia es un halago. Eso es porque aún confían en mi trabajo -dijo como queriendo quitarle importancia al detalle. Martin tampoco se inmutó-. Y dime, hijo, ¿sigues insistiendo en lo de la lectura principal? Tu llamada de ayer me preocupó. Ceremonias de esta clase no se celebran muy a menudo. Y menos en un templo cristiano.

– Lo comprendo -aceptó, tomándome de una mano-. Pero no habrá ningún problema, ¿verdad?