– Ahora vaya hasta la segunda cinta. La verde -ordenó el padre Graham, señalándome otra marca-. Lea toda la página, por favor.
– Esa parte no va a utilizarse en la iglesia -protestó con desgana Martin, regresando junto a nosotros.
– No. Pero es bueno que tu prometida la conozca. Julia -me tocó la mano con su palma-, lea, por favor.
Obedecí al punto:
Estos, y todos los otros con ellos, tomaron mujeres. Cada uno escogió una, y comenzaron a ir hacia ellas y a tener comercio con ellas y les enseñaron los encantos y los encantamientos, y les enseñaron el arte de cortar las raíces y la ciencia de los árboles.
Así pues, éstas concibieron y pusieron en el mundo grandes gigantes cuya altura era de tres mil codos. Ellos devoraron todo el fruto del trabajo de los hombres hasta que éstos no pudieron alimentarlos más.
Entonces los gigantes se volvieron contra los hombres para devorarlos. Y empezaron a pecar contra los pájaros y contra las bestias, los reptiles y los peces, después ellos se devoraron la carne entre ellos y se bebieron la sangre.
Entonces la Tierra acusó a los violentos.
Durante un instante, los tres nos quedamos mudos. El padre Graham respetó aquel silencio. A mí me asustó. A fin de cuentas parecía la historia de un enlace pecaminoso; uno que terminaba engendrando una estirpe abominable que necesitó de un castigo universal para ser sofocada.
– ¡Vamos, Julia! ¡Ya lo ves! -Martin rompió el hielo, tratando de relajar los ánimos-. Sólo es una antigua historia de amor. De hecho, la más antigua que existe después de la vivida por Adán y Eva.
El padre Graham torció el gesto.
– Es el relato de un amor prohibido, Martin. No debió de ocurrir nunca.
– Pero padre… -rezongó-. Gracias a ese amor los «hijos de Dios», una clase específica de ángeles superiores a la raza humana, decidieron compartir su ciencia con nuestros antepasados expulsados del Paraíso. Si lo que cuenta este libro es cierto, lo hicieron desposándose con las mujeres que habitaban la Tierra y mejoraron nuestra especie. ¿Qué hay de malo en eso? Su estirpe benefició a la humanidad. ¡Fueron los primeros matrimonios de la Historia! Matrimonios sagrados. Hierofanías. Uniones entre dioses y hombres.
– ¡Matrimonios impuros, Martin! -Durante un segundo el tono del sacerdote se elevó amenazador, para luego volver a calmarse-. Nos trajeron la desgracia. Dios nunca vio con buenos ojos la descendencia que surgió de esas uniones, y por eso decidió exterminarla con el Diluvio. Sigue sin parecerme algo propio de recordar el día de vuestra boda.
– Padre -intervine tratando de relajar el cariz que estaba tomando aquella conversación-, antes comentó que las mujeres no salíamos muy bien paradas en el Libro de Enoc…
Mi ardid funcionó a medias. El sacerdote relajó algo su crispación pero no moderó la severidad de sus palabras.
– Según Enoc, las «hijas de los hombres» siempre quedáis en inferioridad de condiciones respecto a los «hijos de Dios» -dijo-. Ellos abusan de vuestra ingenuidad, os dejan preñadas de vástagos horribles, gigantes deformes y titanes, y encima os responsabilizan de haber manchado la nueva estirpe. Es un relato horrible.
– Pero, padre -sonreí-, si todo esto sólo es un mito…
Para qué dije aquello.
James Graham se levantó del taburete de cocina en el que se había apoyado y me arrebató el libro de malas maneras. Si hasta entonces su rostro había sido impermeable a sus emociones, de repente se le cayó la máscara.
– ¿Un mito? -bufó-. ¡Ojalá todo fuera tan sencillo! Este libro recoge lo poco que nos ha llegado de los orígenes de nuestra civilización. Lo que ocurrió antes del Diluvio, antes de que la Historia empezase de cero. No existe crónica de nuestros orígenes tan precisa como ésta.
– Pero el Diluvio también es una fábula… -insistí.
– ¡Aguarda un momento! -Martin nos interrumpió de repente-. ¿Recuerdas, Julia, nuestra visita de anoche?
Asentí sorprendida. La tenía fresquísima en la memoria.
– ¿Y recuerdas lo que te dije de mi familia y de John Dee?
– Que ese hombre es la obsesión de los Faber, ¿no?
– Estupendo -suspiró-. Déjame contarte algo más: lo es porque Dee fue el primer occidental que accedió al Libro de Enoc, y gracias a él, el primero en interesarse científicamente por los efectos del Diluvio. Ese episodio, tanto si fue un fenómeno local circunscrito al área de Mesopotamia como uno tan global como un cambio climático, existió de verdad. Y se produjo no una, sino al menos dos veces. La última, hace unos ocho o nueve mil años. Dee fue el primero en deducirlo del texto que acabas de recitar.
– ¿De verdad crees que el Diluvio existió? -pregunté maravillada.
– Desde luego.
– ¿Y por qué quieres recordarlo en nuestra boda?
– Mi familia lleva generaciones interesada en Dee, Enoc y en los orígenes de la humanidad. Mi madre aprendió lenguas muertas sólo para poder leer el Libro de Enoc en su idioma original. Papá se especializó en física para trasladar a palabras técnicas sus metáforas del Paraíso y del viaje del profeta al más allá. Y yo, biología y climatología para confirmar que lo que cuenta el profeta fue, en efecto, lo ocurrido entre la primera y la segunda gran anegación del mundo, entre el 12000 y el 9000 a. C., más o menos. Es… como un homenaje a mis raíces.
– ¡Sois la familia Monster!
Martin no apreció mi ironía.
– Además… -titubeó-, de algún modo mis padres y yo somos los últimos de una larga estirpe de vigilantes de ese legado.
– ¿En serio? -reí.
– Créale, señorita -intervino el padre Graham, agitando las manos como si quisiera espantar los recuerdos que le traía esa revelación-. John Dee fue un eslabón en esa cadena. Y Roger Bacon, un franciscano del siglo XII con una mente leonardiana. Y Paracelso, el médico. Y el místico Emmanuel Swedenborg. Incluso Newton. Y muchos otros que permanecerán anónimos para siempre.
– Mira, Julia: doscientos años antes de que el Libro de Enoc fuera descubierto por un explorador escocés llamado James Bruce, Dee ya se sabía de memoria sus mejores páginas. De hecho, estudió tan a fondo los encuentros que describe entre el profeta y los ángeles que terminó encontrando un método para invocarlos a voluntad a través de ciertas reliquias antediluvianas.
– ¡Las adamantas!
– Exacto. -La sonrisa franca de Martin le iluminó el rostro-. Dee las usó porque quería reconstruir la verdadera historia de nuestra especie. Descubrió que por nuestras venas corre aún sangre divina por culpa de aquellos ángeles que osaron desafiar a Yahvé y mezclarse con nuestros antepasados. Y averiguó algo más: que la ira de Dios no se acabó tras la expulsión de Adán y Eva del paraíso, ni tampoco después del Diluvio.
– ¿Qué quieres decir?
– Las adamantas le hablaron de una Tercera Caída. Una que Enoc también anunció y que, más pronto que tarde, nos llegará por fuego. Nuestra especie está otra vez en peligro, Julia. Por eso quiero recordarlo el día de nuestra boda. Tal vez un día tengamos que salvarla juntos…
Capítulo 28
En el mundo real, las cosas estaban tomando un cariz aún más extraño si cabe.
La nube fosforescente que minutos atrás había estado flotando sobre la catedral de Santiago había descendido a ras del suelo, colándose como niebla densa entre los soportales. Empezó siendo una especie de lenteja de pequeño tamaño, pero por alguna razón había mutado hasta convertirse en un vapor elástico, que se extendía sobre los adoquines de granito, impregnándolo todo a su paso.
Una vez desparramada, sus efectos sobre personas y enseres eran sorprendentes. Aquel geoplasma transportaba una carga eléctrica en su interior capaz de colapsar cualquier aparato en un amplio radio y de saturar el sistema nervioso de mamíferos y aves. Sólo una ropa especial como la que llevaban los ocupantes del helicóptero estacionado en la plaza del Obradoiro garantizaba cierta inmunidad ante el fenómeno. Su tejido estaba diseñado de modo que podía desviar cargas eléctricas a través del suelo, igual que lo haría una toma de tierra convencional.