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– ¡Adelante! ¡Vamos!

El sheikh sabía lo que tenía que hacer cuando «la caja» se abriera. Había ordenado a sus hombres que insertaran encima de sus armas unas linternas especiales, aisladas con un cobertor parecido al de sus trajes, y que se moviesen con rapidez hacia el interior del único establecimiento de la plaza vigilado por la policía. Era evidente que allí tenían a Julia Álvarez.

Con destreza, los tres sortearon los cuerpos inertes de varios hombres uniformados. Se habían desplomado en la puerta misma del café. Tenían los ojos abiertos, vidriosos, mirando a ninguna parte. Por supuesto, no les ofrecieron resistencia alguna. Tampoco el camarero, al que encontraron sentado en el suelo, con una mueca grotesca en la cara y una pila de platos hechos pedazos a su alrededor.

– ¿Cuánto dura el efecto de Amrak, maestro?

La pregunta de Waasfi, el muchacho de la coleta y el tatuaje de la serpiente en la mejilla, hizo que el sheikh girara sobre sus pasos:

– La cuestión no es cuánto dura, sino cuánto afecta a los humanos. Entra dentro de lo posible que algunos no despierten nunca, hermano. Tal es su potencia.

Mientras sus linternas barrían el interior intacto del local, el sheikh cambió de conversación:

– Tú viste a la esposa de Martin en la catedral. ¿La reconocerías si volvieras a encontrarla?

– Ajo. Sin duda.

Caminaron en silencio hasta el fondo del establecimiento. Todas las mesas estaban vacías salvo una, a cuyos pies yacían dos cuerpos más. El primero correspondía a un varón de complexión fuerte, alto, que se había desplomado boca abajo cuan largo era. El segundo pertenecía a una mujer. Se había desequilibrado hacia atrás, derrumbándose sobre sus propias piernas. Todavía se sostenía erguida y tenía la cabeza clavada en el pecho como si fuera una muñeca rota.

Waasfi la tomó de la barbilla y la levantó.

Era ella. Julia. Tenía el gesto desencajado, como si la muerte -o lo que fuera que provocara «la caja»- la hubiera alcanzado en medio de una conversación. «Tiene unos hermosos ojos verdes», pensó.

En cuanto el haz de linterna de Waasfi pasó sobre su rostro, sus pupilas se contrajeron.

El armenio sonrió.

– Aquí está -anunció sin retirársela.

El sheikh apenas le prestó atención. Se había puesto en cuclillas junto al gigante vestido de traje negro, y hacía esfuerzos por darle la vuelta para identificarlo.

Cuando lo hizo, su gesto se ensombreció.

– ¿Ocurre algo?

Su maestro sacudió la cabeza, consternado.

– Tenías razón, Waasfi. Ellos están tras la pista de Martin. Yo conozco a este hombre…

Capítulo 29

Desde que era pequeña había oído decir que cuando una muere lo primero que ve es un enorme y deslumbrante faro al final de un túnel, hacia el que te sientes atraída sin remedio. También escuché que, en ese momento, los familiares y amigos que te precedieron te salen al paso, te tranquilizan y te ayudan a atravesar esa luz de la que nadie -tal vez salvo Enoc- ha vuelto jamás.

Pues bien, cuando yo la vi me sentí terriblemente sola. El conducto en el que mi mente vagaba permaneció vacío. En silencio. Sin vida. Y lo único que noté fue cómo aquella ansiada luminaria empezaba a quemarme las entrañas, igual que lo haría una antorcha que prendiese una montaña de paja. Al instante, todas mis neuronas crepitaron de dolor. Y aunque aquella impresión duró lo que un suspiro, me dejó extenuada. Rota. Como si las escasas fuerzas que aún retenía se hubieran disuelto para no regresar jamás.

Fue entonces cuando el torrente de recuerdos que había llenado hasta ese instante mi retina volvió a fluir a borbotones, desbordándome.

«He muerto -me repetí resignada, sin percatarme de lo sorprendente que era emitir un pensamiento en ese estado-. Ahora ya sólo queda la oscuridad.»

Evidentemente, me equivoqué.

Enseguida otro recuerdo surgió con fuerza. Me despistó. Siempre había creído que al pasar al otro lado la memoria empezaría su repaso vital desde nuestra primera infancia. Pero, por lo visto, esa creencia era errónea. La imagen que se estaba dibujando en lo que quedaba de mi conciencia era la de Martin sacando una de esas dichosas piedras de mi bolso y depositándola de un golpe sobre la mesa de cocina del padre Graham.

– ¡Aquí está! -dijo.

Mi prometido fue tan explícito en su gesto que enseguida me vi colocando la mía a su lado. Volvía a viajar a los momentos previos a mi boda.

El párroco de Biddlestone, sorprendido, contempló nuestros talismanes con fascinación.

– ¿Son lo que imagino, Martin? -preguntó.

– Las dos de John Dee.

– ¿Las… adamantas?

Martin asintió.

– Oí hablar mucho a tu madre de ellas. No las imaginaba así.

– Todo el mundo espera una pieza pulida, más grande y más trabajada -convino-. Algo parecido al «espejo humeante» de Dee.

– ¿Y qué diablos es el «espejo humeante»?

Mi pregunta hizo que los dos hombres sonrieran.

– Oh, Julia. ¡No sabes nada! -El reproche de Martin fue dulce, y no me sentó mal-. Cuando John Dee murió, una parte considerable de su biblioteca y de su colección de artefactos terminó en manos de un anticuario británico llamado Elías Ashmole. Este hombre fue uno de los fundadores de la Royal Society de Londres, todo un adalid de la ciencia moderna. Sin embargo militaba en una fe secreta: se contaba entre quienes creían que era posible, y hasta recomendable, comunicarse con los ángeles. En su obsesión por lograrlo, descubrió un «espejo humeante» entre los cachivaches de Dee y trató de utilizarlo en su beneficio. En realidad era un pedazo de obsidiana muy pulido, seguramente de origen azteca, que hoy se conserva en el Museo Británico.

– Al menos ese espejo tiene un aspecto raro, pero estas piedras… -barruntó el padre Graham, sopesándolas-, parecen vulgares.

– En eso tiene toda la razón, padre. Si alguien no conociera su procedencia, le pasarían desapercibidas hasta que se activaran. Por eso cada vez que las movemos de un país a otro las declaramos en aduanas, dejando una pista de su ruta por si sus portadores las perdemos.

– ¿Es que piensas sacarlas de Inglaterra?

– Quizá.

– Y di me, hijo, ¿ya habéis averiguado si son terrestres?

La pregunta del sacerdote me desconcertó, aunque lo hizo aún más la respuesta de Martin:

– Sólo lo parecen, padre -dijo-. Supongo que mamá le diría que no ha sido capaz de localizar una igual en ninguna litoteca del mundo.

El anciano volvió a palpar la primera con gesto ávido.

– ¿Y de dónde las sacó ella? -pregunté.

– Acompañaban a un viejo ejemplar del Libro de Enoc, patrimonio de la familia. Estaban integradas en su encuadernación. En la antigüedad era frecuente adornar las cubiertas de los mejores libros con piezas de valor.

– ¿Y se sabe si otros ejemplares de ese libro llevaron engastadas piedras parecidas? -intervine.

– No, Julia. Y si lo hicieron, nunca se han encontrado. Mis padres pasaron años buscando otras adamantas y lo único que lograron reunir fueron referencias. Ya sabes, menciones en leyendas, crónicas de conquistadores y ese tipo de textos. En el folclore americano son relativamente populares.