»Una noche, bajo las estrellas, como prueba de su reciente amistad, Gilgamesh confesó a su nuevo compañero el pavor que tenía a la muerte. Le participó sus planes para viajar en secreto hasta el reino de Anu, la patria de sus creadores, y su intención de reclamarles la inmortalidad que, según los relatos antediluvianos, un día tuvo nuestra raza. En esos registros se mencionaba el nombre del único humano que la había merecido. Se trataba de otro rey al que se conocía con el extraño nombre de Utnapishtim y que a buen seguro podría darles la fórmula de la vida eterna.
»Fue así como los dos se juramentaron para encontrarlo. Viajaron a territorios vedados a los humanos, vencieron a monstruos terribles y superaron las mil y una tentaciones y trampas que los dioses les pusieron en el camino. Pero no nos engañemos. No hubieran logrado dar un paso en las tierras del más allá si Gilgamesh no hubiera contado con la discreta ayuda del dios Enki, que se comunicaba con él a través de unas piedras como las que Martin y Julia poseen ahora.»
Aquello me hizo dar un salto y aferrarme al saquito de tul que pendía de mi cuello y en el que había guardado mi adamanta. Si buscaba impresionarme, lo había conseguido. Daniel prosiguió:
– Gracias a esas piedras -me miró-, Gilgamesh superó las pruebas más terribles. Derrotó con sus propias manos a criaturas acorazadas, a la tribu de los hombres escorpión e incluso a dos leones colosales cuya muerte terminó por convertirse en el símbolo que mejor lo representaría: un hombre abrazado a unas fieras sometidas a fuerza de músculo. Cuando finalmente Gilgamesh se reunió con Utnapishtim en un jardín artificial, en alguna región del otro lado de la vida, aquel anciano de cinco mil años de edad accedió a escuchar sus peticiones.
«Gilgamesh, exhausto, casi sin aliento, sólo tuvo fuerzas para formularle una pregunta. Una cuestión que la undécima tablilla de barro de la epopeya recoge con cuidado y que Utnapishtim accedería a responder tras no pocas dudas: "¿Cómo conseguiste la vida eterna?"
«¿Queréis saber qué le respondió?»
Capítulo 32
El muchacho de la mejilla tatuada interrogó a su maestro con cierta angustia.
– ¿De veras conocéis a este hombre, sheikh?
El hombre de los poblados bigotes asintió. Era como si el estrecho café La Quintana se le hubiera venido encima. Resultaba evidente que trataba de dominar el torrente de emociones y recuerdos que le provocaba estar junto al cuerpo inerte de aquel tipo. Waasfi había hablado con perspicacia cuando le advirtió que ellos -sus viejos enemigos- estaban en la ciudad.
– Se llama Nicholas Allen, hermano -susurró su mentor con esfuerzo-. Hace años que competimos por las piedras negras.
El joven Waasfi echó otro vistazo al desfallecido. La descarga electromagnética de «la caja» lo había dejado en un estado catatónico, tal vez irreversible. Trató de imaginarse la clase de adversario que hubiera sido para él si no lo hubiera esquivado en la catedral. Aquel tipo tenía la piel veteada de arrugas, una cicatriz que le partía la frente en dos y, ahora, una desagradable mancha oscura por debajo de la nariz. Al perder el conocimiento debió de haberse dado un buen golpe contra el pavimento y había estado sangrando, pero ni aun así había perdido ni un ápice de su capacidad intimidatoria.
– ¿Y ella? -El sheikh lo sacó de sus cavilaciones, señalando a la desmadejada muchacha que sostenía entre los brazos. Tenía su cabellera roja sobre el rostro y era difícil reconocerla con la poca luz de que disponían-. ¿Es la que viste en la catedral, Waasfi?
El joven asintió.
– Lo es, maestro. -Entonces añadió algo más-: Lo que no me explico es cómo la ha encontrado él antes que nosotros…
– Ha seguido la misma pista -admitió el maestro de mala gana-. Me temo que el vídeo de Martin Faber no dejaba muchas otras alternativas.
– ¿Queréis que lo mate?
El rostro de Waasfi se endureció. Para él, Allen encarnaba un viejo y terrible enemigo. Uno que, según le enseñaron sus maestros en las montañas de Hrazdan, iba incluso más allá de lo que representaban los Estados Unidos de América. En sus escuelas aprendió que hombres de su ralea eran la encarnación misma del mal. Por eso le complacería tanto apretar el gatillo y acabar con uno de ellos.
Pero el sheikh lo detuvo.
– No -dijo-. Deja que «la caja» decida su suerte. Los mejores adversarios merecen una muerte noble.
El soldado ahogó su furia descendiendo su mirada hacia el cuerpo que sostenía.
– ¿Y qué hacemos con ella, maestro?
– Regístrala -ordenó-. No quiero sorpresas.
Obediente, Waasfi depositó a la mujer en el suelo. La cacheó en busca de armas u objetos contundentes, mientras el sheikh trataba de reanimar el dispositivo electrónico del coronel Allen. No hubo forma. El pulso electromagnético que emitía la nube había neutralizado el equipo y el iPad no llegó a encenderse siquiera.
Iluminado por su linterna forrada de fibra de plomo y titanio, el muchacho palpó las piernas de la joven, examinó su torso, cuello y muñecas con cierto detenimiento, sin encontrar nada peligroso. La doctora Julia Álvarez era inofensiva. Todo lo metálico que llevaba encima se reducía a una cadenita al cuello con un crucifijo y una medalla que, al examinarla de cerca, resultó de lo más anodina. A continuación vació su bolso y ordenó sus pertenencias por tamaños, pero tampoco allí vio nada que pudiera servir como arma.
– Está limpia -dijo.
– ¿Seguro?
– Completamente.
El sheikh miró con curiosidad el cuerpo inerte de Julia y las pertenencias que había examinado su discípulo.
– ¿Y la medalla?
– No es interesante, maestro.
– Enséñamela.
El joven se la tendió sin titubear. Era una pequeña lámina de plata que lucía un escudo grabado en relieve. Mostraba un barco sobrevolado por un pájaro y enmarcado por una frase enigmática: «Principio y fin.»
Al verlo, por alguna razón, el rostro de su maestro se iluminó.
– Aún te queda mucho por aprender, hijo -susurró mientras apretaba los dientes en una sonrisa turbadora. Waasfi bajó la cabeza en señal de humillación-. ¿Sabes qué es esto?
El joven soldado levantó la vista hacia la medallita, sacudiendo la cabeza.
– Es la señal que dice dónde está la piedra -se adelantó el sheikh con una casi imperceptible socarronería-. Es una pena que los paganos no sepan leerla.
Capítulo 33
En mi viaje por la tierra de los muertos hubo otra cosa que me sorprendió. Fue un detalle que jamás encontré en texto alguno ni, por supuesto, en ninguna de esas obras de arte que retratan el más allá y que, desde niña, habían ejercido una extraña fascinación en mí. El asunto tenía que ver con cómo se perciben nuestros recuerdos en un mundo donde el cerebro ya no funciona y en el que todas las referencias físicas han desaparecido. A diferencia de lo que sucede con la memoria de los vivos, lo que ahora desfilaba ante mí no eran evocaciones lejanas, más o menos difusas, de hechos fundamentales de mi existencia. No. Lo que veía era la vida misma, igual de vibrante y cercana que la que acababa de perder, aunque con una pequeña pero fundamental diferencia: la perspectiva. Era como si, de repente, me fuera posible enfocar mi pasado con una óptica distinta. Más precisa. Más clara, si cabe. Como si al atravesar el velo de la muerte hubiera ganado agudeza visual y el mundo en el que había transcurrido mi existencia se hiciera al fin comprensible al mirarlo con mis ojos nuevos.