– Sobra zol ror i ta nazpsad!-murmuró de repente en un idioma que no reconocí-. Graa ta malprag! -añadió subiendo el tono de voz.
El señor Dujok había dejado de ser el personaje gris de unos minutos atrás. Se había desprendido de su máscara de vulgaridad y ahora su mirada brillaba llena de una intensidad sobrehumana.
– Sobra zol ror i ta nazpsad! -repitió. Su tono retumbó en toda la calle.
Entonces sucedió algo. Al pronunciar por segunda vez esas palabras, me pareció ver que el interior de la caja se iluminaba lanzando una breve llamarada de luz hacia el cielo. Fue como un relámpago. Algo intenso y brevísimo, que se arqueó sobre el plomo que envolvía el origen de la luz dirigiéndose hacia la vidriera que separaba el jardín del altar en el que nos estábamos casando Martin y yo.
Tragué saliva. Por un segundo, tuve la impresión de que aquel tipo había despertado aquel objeto. Que lo había hecho entonando un viejo hechizo. Una especie de abracadabra que había logrado desatar una fuerza en esa materia inerte que ignoraba que pudiera existir. Nunca -a excepción de Sheila Graham aquella velada antes de la ceremonia en Biddlestone- había visto a nadie hacer algo así.
¿Quién diablos era el señor Dujok?
Capítulo 34
Cuando el inspector Figueiras apretó el acelerador de su Peugeot 307 para remontar la última pendiente que le separaba de la plaza de la Quintana, sintió que sus noventa caballos perdían fuelle y se venían abajo.
– ¿Y ahora qué carallo pasa? -masculló, dándole golpes al volante.
El motor hizo un supremo esfuerzo, rugió y se sacudió como si quisiera complacer a su dueño, pero finalmente murió.
Por suerte, había dejado de llover.
El policía aparcó el coche a un lado de la calzada y se apresuró a alcanzar su objetivo a pie. Tenía muchas cosas de las que ocuparse. Un espía americano. Quizá dos. Unas piedras de gran valor. Un tiroteo en la catedral y una mujer en peligro. Si el comisario principal estaba en lo cierto, la joven que había sobrevivido al incidente del templo debía ponerse bajo custodia policial de inmediato, al menos hasta que aquel galimatías se aclarase. Pero para colmo de adversidades estaba aquella maldita tormenta. Su aparato eléctrico debía de haber enrarecido la atmósfera de Santiago, porque hacía ya un buen rato que las comunicaciones con los hombres que dejó encargados de la vigilancia de la joven se habían malogrado y el flujo eléctrico estaba tardando más de la cuenta en restablecerse.
Con fastidio, Figueiras se ajustó sus llamativas gafas dispuesto a vencer a pie el último tramo. Decidió atajar por la calle que pasaba frente a la Facultad de Medicina, dejando atrás el pintoresco arco do Pazo y las tiendas de recuerdos, que a esa hora estaban cerradas. Tan abstraído iba en sus problemas y en tratar de no caerse de sueño, que ni siquiera se fijó en el helicóptero que todavía descansaba frente a la catedral.
Fue al girar hacia la plaza de la Inmaculada cuando su agotamiento se desvaneció de golpe. Dos hombres vestidos de negro acababan de abandonar la puerta de la Azabache- ría, alejándose de ella a paso ligero. Pese a la hora y la penumbra que dominaba esa parte de la ciudad, los reconoció enseguida.
– ¡Padre Fornés! ¡Señor arzobispo! -los llamó-. ¿Ocurre algo? ¿Qué hacen en la calle a esta hora?
A monseñor Martos se le iluminó la cara al verlo.
– Inspector -sonrió-. Qué oportuno es usted.
– ¿De veras?
– Como caído del cielo. El deán acaba de sacarme de la cama para mostrarme algo que sus hombres encontraron cerca del lugar del tiroteo y en lo que ninguno de nosotros habíamos reparado antes. ¿No es cierto, padre Fornés?
El rostro enjuto de Benigno Fornés se encogió, como si quisiera desaparecer. Nunca le había gustado el inspector Figueiras.
– ¿Y de qué se trata, padre?
– Verá… -El deán titubeó-. ¿Recuerda el lugar donde empezaron los disparos?
– Junto al monumento del campus stellae, sí. ¿Qué ocurre?
– El caso es que uno de los bloques de esa pared se ha venido abajo y…
– ¿Han entrado ustedes en el perímetro precintado?
La pregunta del inspector los hizo ruborizarse.
– Lo que quiere decirle el padre Fornés es que en ese muro ha aparecido algo -precisó el arzobispo-. Un signo. Nuestro querido deán lo vio haciendo su ronda por las naves del templo hace unas horas, y cree que está relacionado con el incidente de esta tarde.
– ¿Un signo? -El detalle no pareció impresionar demasiado a Antonio Figueiras-. ¿Creen que el bastardo de los disparos ha dejado su firma estampada en la pared?
– No… No es eso, inspector -intervino el deán, molesto-. Lo que creo que ha ocurrido es que el hombre que entró en la catedral iba en su búsqueda. Ese signo no puede improvisarse. Yo creo que después de descubrirlo se vio obligado a dejarlo al aire. No tuvo tiempo de ocultarlo de nuevo.
– ¿En serio? Si quiere, podría darle una placa y continuar usted mi trabajo -bromeó.
Fornés se mordió la lengua para no replicar.
– ¿Y no cree que ese intruso podría haber buscado ese signo durante el horario de visitas, sin armar tanto revuelo?
Aquella pregunta le resultó de lo más impertinente.
– Usted no es un hombre de fe, inspector -gruñó el deán-. Nunca lo entendería.
– ¿Nunca entendería qué?
Los ojos de Figueiras chispearon. En una ciudad tan sometida a la religión como Santiago de Compostela, discutir con la curia le producía un extraño placer.
– Ese signo no es humano, inspector.
– Oh, claro. Acabáramos.
– Es la marca de los ángeles del Apocalipsis. Y el hombre que lo encontró estaba invocándolos en nuestro templo.
– Padre Benigno -lo conminó el arzobispo-. Deje eso de una vez.
El rostro del inspector se iluminó.
– ¿Ángeles del Apocalipsis, ha dicho?
Benigno Fornés cerró los puños al sentir que la burla continuaba.
– Piense lo que quiera -bufó-. Pero cuando el suelo empiece a temblar, vea usted más símbolos de esa clase, el Anticristo se presente al mundo y la cola del dragón bata el cielo haciendo caer las estrellas a tierra, no rece. Usted ya estará muerto.
– ¡Padre! -lo atajó otra vez, espantado, Su Ilustrísima-. ¡Calle, por favor!
El deán había dicho aquello con tal convencimiento que el inspector Figueiras dio un paso atrás. La sonrisa se le cayó del rostro. Pero en realidad no fue por las amenazas del viejo sacerdote. De repente notó que el suelo comenzaba a vibrar bajo sus pies. Y no eran imaginaciones. Un zumbido suave primero, fuerte y ensordecedor después, subió desde los adoquines al cielo, llenando de estupor a los tres hombres, en medio de la madrugada.
El resabiado inspector sonrió al identificarlo.
Por suerte, no era el Apocalipsis.
«¡El helicóptero!», pensó buscando su silueta entre las torres de la catedral.
Capítulo 35
Cuando Artemi Dujok se reincorporó a la ceremonia de mi boda, el padre Graham había terminado de dar lectura al polémico Libro de Enoc y estaba a punto de devolver la palabra a nuestros invitados. Había llegado el turno de tía Sheila. La «guardiana del Grial» parecía impaciente por soltarnos el discurso que había preparado por encargo de Martin. Y tocada con su hipnótica pamela, concluyó el relato de la Epopeya de Gilgamesh explicándonos que sus tablillas habían inspirado, sin duda, muchos de los pasajes fundamentales de Enoc. Ambos textos, juntos, eran algo así como la crónica científica más antigua del mundo.