El inspector echó a correr sin mirar atrás. Y eso era lo que más odiaba del mundo. No por dejar a alguien con la palabra en la boca, sino por lo que le agotaba hacer un esfuerzo físico brusco. Ya no tenía edad para excesos. Ni tampoco pulmones. Pero si quería llegar a tiempo para verle la cara al piloto del helicóptero y saber qué diablos estaba pasando allí, debía emplearse a fondo. «A alguien se le va a caer el pelo hoy -farfulló-. Palabra.»
Bajó como una exhalación la cuesta que desembocaba junto a la fachada de la catedral. Y cuando al fin alcanzó la plaza del Obradoiro, jadeante, con su camisa empapada, descubrió que aquel monstruo no era suyo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? El aparato que ganaba altura a pocos metros de él tenía dos o tres veces la envergadura de su pequeño helicóptero. Lucía, además, las aspas más extrañas que hubiera visto en su vida. Dos eran enormes, giraban en contrarrotación sobre el habitáculo, mientras una tercera lo hacía en la parte posterior. No tenía número de matrícula ni inscripción alguna -al menos, él no fue capaz de distinguirlas- y estaba completamente pintado de negro.
Empujado por el viento de las hélices, se acercó como pudo a la patrulla que había dejado vigilando el lugar.
– Joder! -masculló, llevándose la mano a su pistola por instinto.
Lo que vio lo dejó sin habla. Los cráneos perforados y cubiertos de sangre de dos de sus hombres descansaban inertes contra sus reposacabezas. Tenían sendos orificios en la frente, y por la posición de sus cuerpos era evidente que los habían sorprendido. Figueiras desenfundó y apuntó al cielo, pero su objetivo estaba ya fuera de tiro. Se hubiera apostado el sueldo de un año a que el asesino era el prófugo que habían puesto en busca y captura y a que el maldito se le estaba escapando en ese helicóptero, delante mismo de sus narices.
Con la adrenalina disparada y la respiración aún entrecortada por la carrera, iba a telefonear a la comisaría para pedir refuerzos cuando la pantalla de su móvil se iluminó.
«Llamada entrante.»
– Figueiras, dígame.
– Antonio, soy Marcelo Muñiz. Espero no molestarte.
– ¡Ahora no puedo hablar contigo! -resopló al escuchar la voz de su amigo joyero, mientras inspeccionaba por fuera, en cuclillas, el coche patrulla-. Te llamaré luego.
– Como quieras -concedió.
– Además, ¡son las cinco de la mañana!
– Ya, ya. Que sepas que, por tu culpa, me he pasado toda la noche rastreando las piedras por las que me preguntaste.
El inspector no quería perder ni un minuto más. Su pulgar, sin embargo, no se atrevió a cortar la llamada. Tampoco era plan de quedarse en ascuas. Si Muñiz lo llamaba a esas horas, debía de ser importante.
– ¿Y bien? -lo urgió.
– He averiguado lo que son. ¡No te lo vas a creer!
Capítulo 39
Tardé en acostumbrarme al suave balanceo del helicóptero. Por fortuna, cuando aquella supermáquina concluyó su ascenso vertical, mi estómago regresó a su lugar y mi cuerpo comenzó a recuperar su tono de siempre. No tenía otra alternativa que relajarme. El miedo y la confusión no iban a sacarme del apuro, así que tragué aire y aflojé mis músculos, estirando piernas y brazos como lo haría en mis clases de yoga. El truco funcionó a medias. Todavía sentía cómo el pulso me martilleaba las sienes mientras los ojos seguían humedecidos por la rabia y el dolor por haber regresado al mundo de los vivos.
En aquel momento hubiera deseado no haberlo hecho. Había descubierto que la muerte era un tránsito dulce. Indoloro. Todo lo contrario a lo que estaba sintiendo en ese momento.
¿Qué había querido decir el señor Dujok con que me había sometido a no sé qué bombardeo de ondas? De repente caí en la cuenta de aquel detalle.
¿Por qué se había tomado la atribución de rescatar a Martin frente al tipo de la embajada con el que había estado conversando antes de encontrarme atada a su helicóptero?
Sentado frente a mí, con la espalda apoyada contra un asiento de cuero de respaldo alto, Artemi Dujok me vigilaba sin pestañear. Me ofreció algo de beber mientras todos a bordo hacíamos esfuerzos por mantener el tipo cada vez que atravesábamos una nube.
– Dígame una cosa, señora Faber. ¿Le contó su marido para qué fue a Turquía? -preguntó mientras me veía apurar con dificultad su refresco isotónico.
– Más o menos… -Traté de hilar una respuesta neutra-. Me dijo que quería terminar su estudio sobre el deshielo de las cumbres del planeta. Y como yo iba a estar muy atareada en la restauración de la catedral, supuso que era el mejor momento para su viaje.
– Entonces, no se lo contó…
– ¿Qué quiere decir? -La boca llena de refresco me hizo pronunciar mi pregunta con torpeza.
– Martin fue al monte Ararat a devolver su adamanta. La piedra salió originariamente de allí. ¿Lo sabía?
– Eh… Eso también, claro -tragué, mintiendo.
– Escúcheme bien, señora Faber. Su marido y yo trabajamos juntos desde hace años. Tratamos de reunir las pocas piedras como su adamanta que hay esparcidas por el mundo. Ambos sabemos lo extraordinarias que son, pero no se hace una idea del poder que pueden generar estando juntas. De hecho, hemos descubierto signos que indican que muy pronto vamos a necesitar todo su potencial para protegernos de lo que parece que va a ser una catástrofe global. Un golpe a la biosfera del que su marido está más que seguro. Por eso es muy importante que colaboremos y que seamos sinceros entre nosotros. ¿Lo entiende?
Dujok dijo aquello muy serio, sin sombra alguna de grandilocuencia ni intriga.
– ¿Qué pretende? ¿Asustarme?
– En absoluto, señora. Lo que quiero decirle es que Martin está implicado en una operación de altísimo nivel, y que si no la puso al corriente de todos sus detalles hasta ahora fue sólo para protegerla. Ahora, él está en peligro.
La situación ha cambiado y ambos tenemos la obligación moral de ayudarle. Necesito su confianza, señora. Sé que apenas me conoce, pero le prometo que no se arrepentirá.
– ¿Va a ayudarme a rescatar a mi marido?
El tipo de los bigotes asintió.
– Por supuesto. Pero para eso necesitamos su piedra. ¿Recuerda cuándo le pidió que se la entregara? ¿Cuándo la escondió?
– Hará más o menos un mes… -suspiré-. Fue justo antes de irse a su viaje. En realidad tuvimos una discusión y se la devolví.
Artemi Dujok asintió como si conociera ese detalle.
– Entonces la ocultó en lugar seguro -dijo como si pensara en voz alta-. Un escondite especial, en un punto geográfico de gran potencia energética, donde además de estar segura se cargaría de una gran fuerza.
– ¿Ah, sí?
Mi pregunta sonó desconfiada.
– Pero, sobre todo, debió de hacerlo pensando en que hombres como el que estaba con usted hace un rato no se la robasen, señora Faber.
– ¿Ese hombre quería robarme mi piedra? ¿El coronel Allen? -Me encogí de hombros.
– Así es. Era lo único que le interesaba de usted. Puede creerme. Si se la hubiera dado, tal vez no habría vivido lo suficiente para este reencuentro…
El helicóptero se inclinó entonces sobre un costado, haciendo que la sangre me subiera a la cabeza. Afuera el cielo empezaba a clarear anunciando la pronta llegada del amanecer. Todavía el armenio no me había dicho adonde nos dirigíamos.
– ¿Y cómo sé que puedo confiar en usted, señor Dujok?
– Lo hará -sonrió-. Es cuestión de tiempo. Martin me contó muchas cosas de su relación y de lo que llegaron a hacer con las adamantas. Incluso me pidió que si le ocurría algo en alguna de sus misiones, yo me ocupara de su seguridad. Temía por usted, ¿sabe? Por eso conozco aspectos de su matrimonio que quizá ni siquiera usted recuerde…