El lugar nunca me dio miedo. Pese a tanta tumba, nada allí resultaba amenazador. Nada en absoluto.
Sólo se respiraba paz.
– ¿Por qué van armados, señor Dujok? -susurré en cuanto vi la oportunidad.
El armenio escuchó mi pregunta rígido, como si presintiera que algo fuera a ir mal. Noté que respondió de mala gana:
– ¿Ya no recuerda lo que le pasó en Santiago, señora? -gruñó.
Los dos nos detuvimos en el pequeño porche que protegía la entrada al templo. Allí estaba la Adoración de los Magos que yo misma había limpiado. Gravitaba sobre la puerta, con sus estatuas de aspecto románico y el retrato del obispo Berenguel de Landoira, de rodillas, tosco, clavando sus ojos en ninguna parte. Janos ni siquiera levantó la vista para admirar el conjunto. Tenía otras cosas más apremiantes en que pensar. Su siguiente cerradura, sin ir más lejos. Ésta era antigua. De llave grande sobre portón de madera. Y le costó algo más forzarla con su -luego lo supe- pequeño láser de gas ionizado.
– ¡Adelante!-ordenó Dujok al ceder el último obstáculo-. No tenemos tiempo que perder.
Al templo sólo entramos Dujok y yo. Janos, Haci -el piloto- y Waasfi se quedaron afuera, vigilando que nadie nos molestara. Una vez dentro, su voz grave comenzó a retumbar por todas partes.
– ¿Y bien? ¿Dónde está la tumba más antigua?
– Hay centenares -me quejé vislumbrando las primeras losas sepulcrales debajo de mis pies-. ¡Nadie sabe cuál es la más antigua!
Dujok se acercó entonces a la caja de conmutadores que acababa de descubrir junto a la puerta y los accionó. El lugar se iluminó como por arte de magia. De repente su atmósfera se volvió cálida. Luces indirectas y modernos focos halógenos alumbraron la imponente colección de lápidas que se exhibía unos metros más allá. Gravitaban en vertical, suspendidas en estructuras de acero. Las había de todos los tamaños y formas: planchas pétreas con peregrinos ataviados de bordón, vara y vieiras; otras con signos indescifrables, parecidos a ojos o garras; o con tijeras, instrumentos de tejer, flechas y hasta sombreros. Pero ni una sola inscripción.
– Usted es la experta, señora -dijo echando un vistazo a su alrededor-. Martin se encontró aquí con usted hace cinco años y volvió hace un mes para esconder su talismán nupcial. ¿Dónde pudo haberlo dejado?
Inspeccioné la iglesia con detenimiento. Desde la última vez que la vi, su antigua nave se había convertido en una moderna sala de exposiciones. La encontraba muy cambiada. Lo esencial, claro, seguía en su sitio. El suelo, por ejemplo, estaba formado por casi medio millar de losas anónimas parecidas a las que se exhibían en sus expositores de pie. Habían sido adornadas con toscos bajorrelieves de martillos, anclas, suelas de zapato y utensilios que recordaban la profesión de los cuerpos que un día cubrieron. Y, por supuesto, no quedaba ni rastro de los bancos, confesionarios o altares que en su día jalonaban el templo.
– Bien -insistió el armenio-. ¿Por dónde empezamos, señora?
– Creo que es absurdo buscar una tumba milenaria en este lugar, señor Dujok. Las más viejas apenas tendrán setecientos años -dictaminé.
– ¿Y si hace un poco de memoria? ¿Y si recuerda qué es lo que más llamó la atención a Martin cuando vino por primera vez?
Era una idea.
– No sé si eso nos ayudará.
– Inténtelo. No podemos irnos de aquí sin la adamanta. La necesitamos para encontrarle.
– De acuerdo -suspiré-. El día que conocí a Martin llegó como uno de esos tipos que parecen saberlo todo. Casi puedo verlo ahí enfrente. Entró por esa puerta -dije señalando el lado sur de la iglesia-. Había hecho a pie el trayecto desde Santiago hasta aquí porque decía que ninguna peregrinación era auténtica si no se dejaba atrás la catedral de Compostela y se pisaba este lugar.
– ¿Dijo por qué?
– Bueno… No era el primero que llegaba a Noia con semejante idea. Muchos de los que recorren el Camino defienden que después de Santiago de Compostela todavía queda una etapa más. Un día extra de caminata que sólo acometen los auténticos iniciados. En realidad, el origen de esa costumbre es precristiano. Muy antiguo. Hay que alcanzar la costa y ver el Sol hundirse en el Oeste para comprender que ésta es la tierra del fin del mundo. La terra dos mortos. El finis terrae romano donde se acababa el suelo firme y empezaba el mar Tenebroso. En definitiva, el sitio desde donde gritar a los dioses implorando su protección era más fácil que en ningún otro punto del planeta.
– Que es justo la razón de ser de la adamanta…
– Sí -concedí-, tiene razón. Pero entonces yo no sabía nada de eso. Martin, además, traía sus propias ideas al respecto. Toda su obsesión era ir copiando en una pequeña libreta las marcas de cantero que encontraba en las paredes de la iglesia.
– ¿Marcas? ¿Qué marcas?
– Como aquélla -dije señalando a uno de los arcos que sostenían el techo de la iglesia-. ¿La ve?
Era una especie de escuadra, simple, cincelada con toda precisión.
– De ésas hay cientos por todas partes -añadí.
– ¿Y se interesó por algo más?
– Por muchas cosas… Por eso pidió hablar con una experta en la iglesia. Me tocó atenderlo a mí -sonreí-. Creo que le llamó mucho la atención descubrir que la tierra sobre la que se levantan estos muros se trajo desde Jerusalén. Le expliqué que los cruzados la habían cargado por toneladas para repartirla en los cimientos de Santa María y en el cementerio de ahí fuera.
Dujok abrió los ojos como platos.
– ¿Ah, sí?
– Tiene una explicación, señor Dujok. Los noyeses creían que cuando llegara el Apocalipsis, el suelo sagrado de Jerusalén iba a ser el primero sobre el que descendería Jesucristo. Decían que quien se enterrara en él tenía garantizado su regreso de entre los muertos. Así que, como estaban seguros de que ésta era la última iglesia de la cristiandad antes de llegar a los acantilados del fin del mundo, la cimentaron con ella para hacerla todavía más santa.
– Hummm. Eso tiene otro sentido -masculló.
Me pareció no haber escuchado bien.
– ¿Otro sentido? -lo interrogué-. ¿Qué cosa tiene otro sentido, señor Dujok?
El armenio cabeceó.
– La tierra de Jerusalén posee una composición mineralógica única, señora -dijo muy serio-. Sobre todo, la llamada montaña del Templo, donde se levanta la Cúpula de la Roca. Allí los niveles de hierro superan la media del entorno, lo que la convierte en un extraordinario conductor de electricidad. Eso explicaría, por ejemplo, la obsesión de los antiguos por descalzarse cuando pisaban suelo sagrado. De algún modo eran conscientes de que si no interferían en la corriente natural de la tierra, no había nada que temer. Pero si lo hacían, podrían morir fulminados.
– ¿Lo dice en serio?
– Recuerde a aquellos que tocaron sin permiso el Arca de la Alianza…
«Oh, sí -pensé-. Sheila me habló de ellos.»
– Pero ¡eso es tanto como admitir que siglos antes de Volta ya se conocía la electricidad!
– Y se conocía, señora. Los antiguos egipcios galvanizaban piezas de metal gracias a pequeñas descargas de corriente. En el Museo Arqueológico de Bagdad se conservó, hasta la invasión americana, una vasija de casi dos mil años de antigüedad que servía para producirla en pequeñas cantidades. Incluso las adamantas la acumulan para desarrollar sus funciones. Hay que ser capaces de ver lo que hay de ciencia en las metáforas religiosas, ¿no le parece?
– Y eso es lo que Martín hacía, según usted. «Leer» esa clase de indicios, ¿no?
– ¡Exacto! -sonrió-. Cuanto más retroceda en nuestro pasado, más sorpresas de ese tipo hallará. Los sumerios, por ejemplo, asfaltaron sus caminos. Esa costumbre se perdió hasta el siglo XX. Ese tipo de cosas fascinaban a Martin, así que no me extraña que ese dato sobre el suelo le llamara tanto la atención. Su marido sabía que hubo un tiempo en el que la humanidad gozó de avances impensables gracias a que tenía comunicación con sus dioses. Y sabía que ésta se producía siempre en lugares de fuerte carga eléctrica en el subsuelo. Por desgracia, aquel contacto se perdió y sólo nos quedaron unas pocas reliquias de aquel pasado que hemos olvidado cómo usar. Como las adamantas, que deberían activarse en enclaves preparados como éste.