Dujok se adentró unos pasos en el templo, antes de proseguir:
– ¿Qué más cosas interesaron a Martin, señora?
– Bueno… Se quedó un buen rato deambulando solo por la iglesia. ¿Sabe? Me pareció un buen hombre desde que lo vi. Y como había llegado a la hora de comer, le di permiso para que viera todo a sus anchas mientras yo almorzaba… Sí recuerdo -añadí- que cuando regresé me lo encontré muy concentrado, haciendo un dibujo de nuestra tumba más famosa.
– ¿Su tumba más famosa?
– Es esa de ahí -dije señalando un mausoleo en un estado razonable de conservación. Estaba formado por un sarcófago de piedra y una escultura de cuerpo entero a modo de tapa que descansaba a menos de tres metros de nosotros-. No se la he mostrado porque justo de ese conjunto conocemos todos los detalles. Y puedo jurarle que no corresponde a ningún Noé.
Dujok se aproximó a admirarla. Era un monumento funerario magnífico, de aspecto renacentista, protegido bajo uno de los arcosolios interiores de la iglesia. El sarcófago había sido decorado con meticulosidad con ángeles, blasones familiares e incluso un medallón de buen tamaño con un toro y una vaca paciendo bajo una fila de cipreses.
– ¿De qué época es? Da la impresión de ser más moderna que el resto…
– Está en lo cierto, señor Dujok. El personaje esculpido en la tapa viste ropas del siglo XVI. El bonete alto, el almohadón, sus ropones largos y con pliegues son típicos de los comerciantes del Renacimiento.
– ¿Y se sabe quién fue?
– Desde luego -concedí-. Conocemos su nombre y algo de su historia. Si se asoma a la parte superior, podrá leerlo usted mismo en la cinta que esculpieron sobre el almohadón. Dice loan d'Estivadas. Juan de Estivadas. Lo curioso es que está escrito al revés. Como en clave. ¿Lo ve?
– Sad-av-itse-d-na-oi. Io-an-d-Esti-va-das… -repitió Dujok pasando sus dedos por la inscripción.
El armenio se quedó un instante en silencio acariciando aquellas letras. Tuve la impresión de que estaba calculando algo. Tamborileó la inscripción. La miró de derecha a izquierda y a la inversa. Y hasta sopló sobre sus letras, levantando una pequeña nube de polvo. Para cuando terminó, Dujok lucía una mueca de satisfacción.
– Señora -carraspeó solemne-, ya sé exactamente qué quiso decirle su marido en la segunda pista de su mensaje.
Capítulo 46
El presidente tomó su decisión poco antes de la medianoche.
A esa hora, lejos de la vigilancia de la prensa, su vehículo oficial lo depositó frente a la sede de la NSA en Fort George Meade, a unos kilómetros al norte de la capital.
– Buenas noches, señor presidente.
Un funcionario de semblante serio le abrió la puerta de la limusina. Los cuatro gorilas del servicio secreto entraron primero. Su secretaria personal y su jefe de gabinete apretaron el paso tras POTUS -acrónimo de President Of The United States- en cuanto les comunicaron que todo estaba despejado. En sus carpetas el último informe remitido desde Madrid por sus asesores presagiaba tormenta.
– El director Owen ya está esperándole, señor presidente.
– Es un honor recibirle, señor presidente.
– Bienvenido a la NSA, señor presidente.
A cada nueva zancada dentro de aquel laberinto de despachos, salas de reuniones y habitaciones de alta seguridad, los saludos se iban dulcificando. Sólo Michael Owen, el afroamericano de mirada impenetrable y modales exquisitos que lo esperaba en la zona noble de la última planta, parecía contrariado por la visita.
Owen era el dóberman que protegía los secretos de la nación. Nunca estaba de buen humor. Sus subordinados creían que era porque no se resignaba a caminar con su pierna ortopédica por los pasillos de la Agencia, pero ésa no era la verdadera razón. No la de esa noche. Había tenido que quedarse despierto por culpa de uno de sus agentes destinados en España. Y ya sólo le faltaba que el presidente fuera a verlo a deshoras. «Por todos los santos -había estado murmurando mientras daba vueltas en círculo a su mesa-, ¿es que todos se han puesto de acuerdo?»
Cuando el presidente Castle tocó a su puerta, lo invitó a tomar asiento en uno de los sofás de su despacho, le sirvió un café bien cargado y se preparó para lo peor.
Castle pronunció sólo tres palabras. Las tres que lo obsesionaban.
«El gran secreto.»
Owen tragó saliva.
– Bien, Michael -arrancó sin probar el bebedizo-. Espero que tengas preparada la documentación que te pedí.
– Me ha dado sólo una hora, señor presidente.
– ¡Más de lo que necesitas! Quiero saber en qué estado está la… ¿Cómo la llamáis? ¿Operación Elías? -La mirada de POTUS se alzó desafiante. El New York Times la había hecho famosa retratándola cada vez que saltaba una crisis-. ¿Tan difícil te resulta cumplir una orden directa? Pensé que tras los atentados en Chechenia quedó clara la actitud que esperaba de esta oficina.
– Señor, en ese tiempo apenas se puede…
– Verás, Michael -lo interrumpió con suavidad fingida-, llevo veinticinco meses en la Casa Blanca leyendo tus malditos informes diarios con asuntos de seguridad nacional. Todos son escrupulosos. Llegan a mi despacho a primera hora del día. Son sintéticos. Didácticos, incluso. Me has hablado de finanzas, de armamento nuclear, de terrorismo biológico y hasta de misiones tripuladas a la Luna, pero en ninguno he visto mencionada esa operación.
– No, pero…
– Director Owen -lo detuvo-, antes de mentir al presidente, debes saber que la Casa Blanca ha hecho sus deberes. Ayer envié dos asesores a España para investigar la desaparición de uno de tus antiguos agentes. Según mis informes, ese hombre participó en un operativo llamado Elías. -Castle paladeó la perplejidad que comenzaba a dibujarse en el rostro de su interlocutor-. A ese ciudadano lo han secuestrado en Turquía, así que imaginé que su esposa, que aún vive en Europa, podría darnos alguna información útil. Y qué curioso: tus hombres se nos han adelantado como perros hambrientos. Lo peor del caso -prosiguió- es que la NSA no me ha informado aún del secuestro de este ciudadano norteamericano. He tenido que averiguarlo por canales extraoficiales. Y hace menos de una hora se me ha informado de que la mujer de este agente también se ha volatilizado. ¿Qué demonios está ocurriendo, Michael? ¿Qué debería saber que todavía no me has contado?
El rostro del director Owen se endureció. Echó un vistazo fugaz a los dos acompañantes del presidente haciéndole notar que su presencia allí le resultaba incómoda.
– Entiendo. Quieres hablar sin testigos, ¿no es eso? -Castle captó su gesto.
– Si fuera posible, señor.
– No me gusta tener secretos con mi equipo, Michael. Lo sabes de sobra.
– Aunque no lo crea, a mí tampoco, señor. Pero este asunto lo requiere. -El director hizo una pausa-. Se lo ruego, señor presidente.
Roger Castle aceptó.
Cuando al cabo de un minuto se quedaron a solas, le sorprendió que el responsable de la mayor organización de inteligencia del planeta se levantara del sofá para tomar una gruesa Biblia de tapas rojas que había dejado poco antes sobre su mesa de trabajo.