– Debo pedirle una cosa más, señor.
Owen la colocó frente a POTUS y, en tono solemne, le solicitó algo que, sinceramente, no se esperaba.
– En virtud de su cargo, señor, le ruego que jure que no va a revelar a terceras personas ninguna de las informaciones que voy a confiarle.
Roger Castle lo miró atónito.
– ¿Qué es esto, Michael? Ya hice un juramento al tomar posesión del cargo.
– Lo lamento, señor presidente. Puede que esto le parezca fuera de lugar, pero si hemos de hablar de la Operación Elías deberá someterse a sus propios protocolos. Algo anticuados, no se lo discutiré, pero protocolos al fin y al cabo.
– ¿ Anticuados?
– La operación por la que usted se interesa, señor, fue creada en tiempos del presidente Chester Arthur. Es la primera que puso en marcha nuestra nación y sólo se puede acceder a ella tras prestar un juramento especial.
– ¿Chester Arthur? ¡Por todos los diablos! ¡De eso hace más de cien años!
Michael Owen asintió.
– Pocos hombres en su posición han solicitado acceso a Elías, señor. Puede parecerle desfasada, pero fue la que inauguró las operaciones a gran escala de nuestros servicios secretos; por eso goza de un estatus diferente. Hasta ahora se ha mantenido fuera del alcance de la Ley de Libertad de Información y son muy pocos los que siquiera conocen su existencia. Sólo Eisenhower en 1953 y George Bush padre en 1991 pidieron acceder a ella. Yambos cumplieron con este trámite.
Owen aguardó a que Roger Castle decidiera qué hacer, pero el imponente afroamericano insistió con la mirada fija en su Biblia:
– Es necesario, señor.
– ¿Me convierte esto en cómplice de algo ilegal, Michael?
El director de la NSA, en pie, basculó el peso de una pierna a otra negando con la cabeza.
– Por supuesto que no.
De mala gana, el presidente colocó su mano sobre ella y juró mantener reservada la información que iba a recibir. Acto seguido, Owen le deslizó un documento en el que se le advertía sobre las consecuencias legales que tendría su perjurio y Roger Castle lo firmó.
– Espero que merezca la pena -murmuró al guardarse la pluma.
– Eso lo valorará usted, señor. Por cierto, ¿qué sabe del presidente Arthur?
La pregunta del director parecía pensada para romper la tensión entre ambos. Castle apreció la tregua y empleó una fracción de segundo en intentar recordar cuándo había oído hablar por última vez de él.
– Supongo que de Arthur conozco lo que todo el mundo -sonrió-. No puede decirse que haya sido uno de nuestros presidentes más populares. En Washington lo llamaban «el jefe elegante». Y, que yo sepa, a él le debo la suntuosa decoración de la Casa Blanca. Mi dormitorio lo diseñó Tiffany's por encargo suyo. ¡Y también el presupuesto para fiestas oficiales!
– Déjeme decirle que tras esa fachada se escondía un hombre menos frívolo de lo que usted cree, señor. Chester Arthur fue el quinto hijo de un predicador baptista irlandés del que heredó la pasión por la Biblia. Como supondrá, la suya fue una obsesión privada que se cuidó bien de no airear. Ni siquiera su esposa estaba al corriente. Quizás ignore que en los Archivos Nacionales se conservan sólo tres rollos microfilmados con sus notas personales, y tampoco en ellas dejó entrever esa devoción…
– ¿Tres rollos?
Owen asintió:
– El resto de papeles los quemó él mismo antes de dejar la presidencia.
– Eran otros tiempos -suspiró-. ¿Te imaginas qué ocurriría si yo hiciese lo mismo? Continúa, por favor.
– Durante el mandato de Arthur hubo un pequeño detalle, casi anecdótico, que revela su verdadero carácter: creó la Oficina Naval de Inteligencia, el primer servicio secreto de nuestra nación. Arthur discutió con varios de sus almirantes la necesidad de encontrar las pruebas de algo que lo obsesionaba. ¿Se lo imagina?
El presidente negó con la cabeza.
– El Diluvio Universal, señor.
– Prosiga.
– Todo debe entenderse en el contexto de su época, presidente. Durante el segundo año del mandato de Arthur, quien fuera primer gobernador de Minnesota y miembro de su propio partido, Ignatius Donnelly, publicó un libro que fue muy aclamado: Atlantis, the Antediluvian World. Donnelly había pasado meses en la Biblioteca del Congreso buscando pruebas de que la Atlántida que mencionaba Platón en sus diálogos existió realmente y que, según él, fue destruida durante el Diluvio. De hecho, Donnelly todavía es considerado el hombre más culto que se ha sentado jamás en la Cámara de Representantes. No es de extrañar que la lectura de su obra por parte de otro erudito como Arthur le creara un gran desasosiego. E incluso que éste se multiplicara cuando las primeras noticias de la erupción del Krakatoa llegaron a la Casa Blanca. Imagíneselo: aquel volcán arrasó todo un archipiélago con una explosión diez mil veces más potente que la bomba de Hiroshima, creando olas de cuarenta metros de altura que barrieron decenas de poblaciones.
– ¿Y eso ocurrió durante su presidencia?
– Así es. Por eso es comprensible que Arthur comisionara a la Marina para recabar información sobre el Diluvio y determinara si éste podría volver a repetirse tarde o temprano.
Castle continuó escrutando al director Owen con cierta desconfianza.
– Espero que todo eso sea cierto…
– Lo es, señor.
– Entonces -añadió en tono grave-, si el objetivo de aquella orden presidencial era estudiar el Diluvio, ¿por qué el presidente Arthur bautizó su operación con el nombre de Elías y no con el de Noé?
Owen sonrió. Aquel tipo conservaba intacto el fino instinto que lo había llevado al Despacho Oval.
– Aún no le he explicado algo importante, señor -respondió-. Lo que a Chester Arthur le preocupaba no era probar que el Diluvio de Noé tuvo lugar. Para él ese extremo estaba fuera de duda. Lo que quería saber era si algo así podría desencadenarse durante su mandato.
– ¿Y tenía alguna razón para temer semejante cosa?
– En la Biblia, señor presidente, la existencia de un nuevo Diluvio, de uno posterior al de Noé, se deja entrever cuando Malaquías redacta las últimas palabras del Antiguo Testamento. Mire. Lea aquí.
Owen le tendió de nuevo la Biblia roja, esta vez abierta por el final del capítulo 3 de Malaquías:
He aquí que Yo os enviaré al profeta Elías
antes de que llegue el día de Yahvé, grande y terrible.
– ¿Lo ve? «El día grande y terrible» está asociado al regreso de Elías. Una creencia, por cierto, que sigue viva entre los judíos que aún lo esperan cada Pascua, reservándole incluso un lugar en su mesa. Imagínese. Chester Arthur se obsesionó con todo eso. De ahí que el nombre de la operación se vinculase al profeta en tanto portador de la advertencia del apocalipsis futuro. Y puedo asegurarle que determinar ese día se convirtió en el objetivo prioritario de su administración. Para lograrlo implicó a la Marina pero también a científicos de muy diversas disciplinas dentro de un proyecto que ninguno de sus integrantes se ha atrevido a clausurar hasta hoy.
– Y… ¿lo han conseguido? -A Castle no se le había ocurrido pensar que aquella frase empleada por su padre moribundo pudiera haber salido de la Biblia-. ¿Han averiguado cuándo será el día?
– Digamos que, al final, todos esos cerebros llegaron a una conclusión un tanto singular.
– Sorpréndame.
– Releyendo los textos bíblicos, se dieron cuenta de que, tanto en el caso de Noé como en el de Elías, la información de la catástrofe no les llegó por su habilidad para observar la Naturaleza. De hecho, ninguno de ellos fue capaz de determinar la fecha del fin del mundo, sino que a ambos les fue revelada directamente desde una Instancia Superior. -Owen parpadeó algo nervioso-. Una Inteligencia Suprema. El Gran Arquitecto. Dios. ¿Lo entiende?