– Echa un vistazo a esto. Son páginas del Monas Hierogliphica -anunció Muñiz excitado-. Un amigo de Los Ángeles me las ha escaneado hace un rato y me las ha enviado por correo electrónico. Mira. Aquí. En el prólogo de la obra que dirige al emperador Maximiliano de Habsburgo, un apasionado de la ciencia pero también de la magia, Dee explica que su símbolo es una especie de llave matemática para ponerse en contacto con los cielos. Viene a decir, con un lenguaje farragoso, que quien recupere los signos de una escritura ancestral y olvidada y disponga de «piedras de Adán» con las que tener una muestra de la materia divina podrá invocar a Dios y hablar con él.
– ¿Piedras de Adán? ¿Qué diablos es eso?
– Piedras de Adán. Adamantas. Reciben muchos nombres, Antonio, pero siempre se las describe como minerales traídos del Paraíso. Esto es, rocas caídas a la Tierra y veneradas como objetos sagrados, a través de las cuales se podían ver cosas lejanas, como si fueran un televisor… Obviamente eran alguna clase de meteoritos que había que activar con su correspondiente ritual mágico. Mira -volvió a ordenarle, acercándolo a una de esas páginas-. Ahí lo dice bien claro: quien las posea «aerean omnem et igneam regionem explorabit», explorará toda región aérea e ígnea.
Figueiras buscó la frase con su índice.
– Y fíjate en lo que precede a la frase en cuestión. -Muñiz resoplaba a su espalda-. Son tres letras hebreas desdibujadas justo antes de la palabra «lapide», piedra.
– No entiendo hebreo -protestó.
– Son álef, dálet y mem.. Las consonantes de Adán. «Adam lapide» significa piedras de Adán, adamantas, piedras del paraíso.
– ¿Y tú crees que las piedras de los Faber son de esa clase? -susurró justo al tropezar con la sentencia que las mencionaba.
– De esa clase no. Son las mismas -concluyó-. Por cierto, ¿sabes qué significa betilum?
Figueiras negó con la cabeza mientras notaba una inquietante vibración en su bolsillo. Acababa de entrarle un mensaje al móvil.
– Lo suponía. -Sonrió Muñiz-. Es una palabra de origen bíblico, Antonio. Bet-El fue el lugar en el que Jacob tuvo su visión de la escalera que se comunicaba con el cielo. El patriarca la tuvo al quedarse dormido sobre una piedra negra. Una de estas adamantas. Su nombre significa «casa de Dios», y desde la Edad Media el término «betilo» se aplica a los meteoros con ciertas propiedades.
– ¿Y cuánto vale uno así? -dijo abriendo la terminal y buscando aquel madrugador SMS.
Muñiz se maravilló de la ignorancia y poca sensibilidad de su amigo.
– Eso depende.
– ¿Depende?
– Sí. De sus propiedades, su antigüedad, su currículo… Unas piedras con la historia de Dee detrás podrían costar una fortuna. Y si además te pueden abrir las puertas del cielo, ni te cuento.
– ¿Tú crees que el cielo tiene puertas?
– Yo soy hombre de fe. No como tú…
Pero Antonio Figueiras ya no le prestaba atención. El mensaje entrante era una orden de su comisario. Había intentado llamarlo otra vez sin éxito, e irritado le daba aquella instrucción por escrito. Debía recoger a unos refuerzos «muy especiales» que estaban a punto de aterrizar en el aeropuerto de Lavacolla. Y de inmediato.
Capítulo 49
La cubierta del sarcófago de Juan de Estivadas estaba llena de cicatrices. El rostro de su propietario había sido desfigurado a cincel por algún desaprensivo y su caja presentaba un boquete en el costado que se había arreglado con cemento, de mala manera. Artemi Dujok repasó los daños con sus dedos, pero no dijo nada. Tampoco mencionó que dos de sus siete blasones habían desaparecido, debilitando su estructura hasta convertirla en una pieza que podría colapsarse con sólo empujarla.
– ¡No se quede ahí parada!-me urgió Dujok al intuir mis dudas sobre la salud del monumento-. Sólo la desplazaremos unos centímetros. Echaremos un vistazo y la dejaremos como está.
– Tiene quinientos años… -murmuré.
– Se lo prometo. Nadie lo notará.
Nos situamos a los pies de Juan de Estivadas y nos aferramos a los dos extremos de su tapa. El primer intento no dio resultado. O la losa pesaba más de lo que parecía o, lo que era peor, al añadirle cemento la habían pegado al cajón. A la segunda arremetida, la losa cedió. Un ruido de rozamiento retumbó en la nave dejando a la vista un hueco negro y regular.
Aunque la caja desprendía un fuerte olor ácido, fui la primera en echarle un vistazo.
Lo que encontré me dejó perpleja.
Estaba vacía. Total y absolutamente vacía.
– Aquí no hay nada. -La decepción se notó hasta en la última sílaba.
– ¿Está usted segura?
Dujok, que seguía de pie frente a mí, se sacó una linterna del bolsillo y rastreó el receptáculo con avidez. Sólo polvo y algunas telarañas brillaron en el fondo. Por dentro, el sepulcro presentaba un aspecto aún más deplorable que por fuera. En sus paredes había agujeros por todas partes, como si aquella caliza frágil y porosa se la hubieran comido los gusanos. Una capa de mugre gris y seca, de al menos un centímetro de grosor, cubría su base. Por suerte, gracias a la luz, Dujok descubrió algo que, de inmediato, nos llamó la atención: parecían marcas de arrastre. Eran recientes. De dedos. Partían del lado derecho e iban a morir al ángulo interior de la esquina donde me encontraba.
– ¡Ahí la tiene!-gruñó él satisfecho, señalando ese vértice con su foco-. ¡Asómese! ¡Está justo ahí!
Enseguida hice lo que me pidió.
El armenio tenía razón: exactamente bajo mi vertical, un pequeño hatillo de tela protegía lo que bien podría ser mi adamanta. Alguien lo había anudado con un cordón dorado y colocado con esmero en un hueco en el que no pudiera verse por accidente.
Nerviosa, imaginé a Martin preparando esa bolsita con sus grandes manos y escondiéndola allí a hurtadillas. Quizá por eso la tomé entre las mías sin saber muy bien qué hacer con ella.
– ¡Ábrala!
Desaté el cordón como pude y, temblando, me alejé unos pasos del sarcófago en busca de un lugar en el que contemplar su contenido con mejor luz. Al minuto, la tela había desvelado su secreto. Tal y como suponíamos allí estaba. Perfecta. Engastada en una anilla de plata para que pudiera llevarla al cuello. Iba a perderme en la ola de sensaciones y recuerdos que me traía aquel objeto cuando la voz áspera de Artemi Dujok tronó a mis espaldas:
– ¿A qué espera? ¡Debemos activarla enseguida!
Capítulo 50
Roger Castle recordaba a la perfección cuándo le habían permitido hablar por primera vez en público sobre la National Reconnaissance Office. Fue en septiembre de 1992. Acababa de ser elegido senador por Nuevo México y esa oficina militar todavía era uno de los secretos mejor guardados del país. Aquel año, la deriva de la guerra del Golfo y la necesidad de dar una imagen de fortaleza al mundo obligaron al presidente Bush a reconocer su existencia abriendo una caja de Pandora cuyos rayos y truenos golpearon las tertulias de la mitad de las televisiones del planeta. Antes de su histórica decisión, los patriotas como Castle se limitaban a hacer bromas con lo único que sabían de ella: sus siglas. La llamaban NRO, Not Referred to Openly, «no citada expresamente», a sabiendas de que jamás tendrían acceso a su presupuesto, que entonces rondaba los seis mil millones de dólares anuales, ni mucho menos a sus objetivos.
Desde el final de la Era Bush, Castle soñaba con visitar sus instalaciones de alta tecnología y ponerlas a trabajar para los contribuyentes. «Los ojos y oídos de la nación en el espacio» estarían, en un futuro inmediato, al servicio de todos -entre ellos, de su equipo de asesores- y no sólo de los militares. El último POTUS sabía, pues, que estaba a punto de entrar en un dominio en el que no era popular.