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– ¿Y su satélite no llegó a fotografiar a quien la secuestró? -preguntó al director Owen.

– No, señor. Pero es seguro que esta distorsión se produjo a la vez que el secuestro. ¿Le dice eso algo?

Castle negó con la cabeza.

– A mí sí -añadió sombrío-. Usted es un estratega, señor presidente. Sume los factores de esta ecuación: alguien no identificado ha capturado a un ex agente que trabajó para Elías; persigue a una familiar directa y sabe cómo utilizar las «piedras radio» poniendo en marcha una tecnología que nadie usa desde los tiempos bíblicos… ¿Qué pueden perseguir si no lo mismo que nosotros?

– ¿Hablar con Dios…? -murmuró incrédulo.

– Señor, con su autorización, la Operación Elías todavía está a tiempo de ser la primera en descolgar ese teléfono. Déjelo en nuestras manos.

Capítulo 51

– ¿Y cómo diablos activo la adamanta?

Dujok me miró como si fuera estúpida.

– Como la ha activado siempre, señora -respondió-. ¿No le enseñaron que las piedras se ponen en marcha gracias a ciertos tonos vibratorios? ¿No le dijo su marido que algunos sonidos modulados por la garganta humana son capaces de alterar la estructura de la materia?

El armenio, una vez más, tenía razón. Yo sabía aquello. Al menos en teoría, pero estaba tan nerviosa con todo lo que se había desencadenado en las últimas horas que mi cerebro había relegado las bondades de mi memoria a un segundo plano. Ansiosa por recuperar el dichoso talismán y salir corriendo con él en busca de Martin, seguramente había olvidado lo más importante: sin la invocación adecuada, sin vocalizar correctamente los ensalmos de John Dee que daban vida a sus joyas, las adamantas no pasarían de ser un vulgar mineral.

– En cuanto esa piedra funcione -auguró el armenio-, la que tiene Martin resonará por imitación. Es lo que filósofos naturales como Dee o Roger Bacon llamaban speculum unitatis, la unidad de los espejos, o los modernos físicos definen como entrelazamiento cuántico. Imagíneselo: dos partículas atómicas surgidas de una misma «madre» actúan siempre del mismo modo, no importa la distancia que las separe.

– ¿Y así sabremos dónde se encuentra Martin? -pregunté incrédula.

– Exacto. Tenemos la tecnología necesaria para detectar cualquier emisión electromagnética del tipo que emitirá su piedra, se produzca donde se produzca. Si la adamanta de Martin reacciona como la suya, obtendremos sus coordenadas casi en tiempo real. Usted haga su trabajo. Yo me ocuparé de eso…

– ¿Y si no se activa?-dije inquieta, ignorante de hasta dónde eran capaces de llegar los tentáculos de mi anfitrión-. ¿Y si nada funciona?

– Usted tiene el don, señora. Concéntrese en su adamanta y rece lo que sepa. Eso es todo.

No me dejó alternativa.

Temblorosa, tomé la adamanta entre ambas manos y la extraje de la anilla de plata que la convertía en un colgante. Artemi Dujok, mientras tanto, tomaba su teléfono móvil y tecleaba una dirección en su navegador de Internet. Dijo que necesitaba consultar la situación magnética del Sol de las últimas horas en la página de la Administración Nacional de los Océanos y la Atmósfera de los Estados Unidos, la NOAA. Yo sabía -por el trabajo de Martin como climatólogo- que su web difundía a tiempo real imágenes del Sol, midiendo sus emisiones de rayos X, trazando un mapa de auroras boreales previstas e informando de tormentas magnéticas y hasta de posibles apagones de radio provocados por sus explosiones de energía. Hasta hacía poco, los científicos habían desestimado sus efectos sobre el clima e incluso sobre la actividad sísmica de la Tierra, pero cada vez eran más los que empezaban a tenerla muy en cuenta. Dujok, en apariencia, se había sumado a esa lista.

Al ver la imagen del Sol en color verde moteada de manchas oscuras, el armenio se mostró satisfecho.

– Es un momento perfecto -dijo-. Nuestra atmósfera está empapada de viento solar, señora Faber. Tiene todo a favor para su ceremonia.

No quise pensar demasiado en lo que estaba a punto de hacer. Esa extraña combinación de alta tecnología y magia medieval me producía escalofríos. Prefería no saber qué estaba pasando ahí fuera y concentrarme sólo en la piedra que tenía delante. Acaricié la adamanta con las yemas de mis dedos y, con los ojos cerrados, la elevé al cielo. A continuación, borrando de mi mente toda inquietud o apremio, comencé a declamar las primeras palabras del libro de invocaciones del doctor Dee:

– Ol sonf vors g, gohó Iad Balt, lansh calz vonpho…

Nunca lo había hecho. Jamás se me permitió recitar esas palabras sin la presencia de mis instructores. Y aunque Sheila me había obligado a memorizarlas diciéndome que las guardara para una ocasión importante, el temor que me infundían fue siempre superior a la curiosidad. Al menos, hasta ese día.

Lo que no podía imaginar es que a la vez que esas palabras arcanas brotaban de mi garganta, el mundo, la iglesia de Santa María, su suelo de lápidas y hasta la presencia permanente de Artemi Dujok iban a desaparecer de mi vista.

Y lo hicieron. ¡Vaya si lo hicieron!

De repente, todo viró a negro.

Como si alguien ajeno a mí hubiera tomado el control.

Capítulo 52

«Algo no va bien.»

Nicholas Allen había intentado abrir varias veces sus ojos sin conseguirlo. No sabía dónde estaba. Sus oídos parecían congestionados, había perdido el sentido del equilibrio y la enorme cicatriz de su frente le palpitaba con violencia. Si hubiera tenido que decir en qué posición se encontraba, hubiera dicho que colgado boca abajo, pero la sola idea de que así fuera se le antojó peregrina. Los ojos, sin embargo, no eran la única parte del cuerpo que no le respondía. Sus brazos y piernas estaban rígidos como estacas, y sentía una fuerte opresión en el pecho que lo forzaba a respirar en secuencias breves y extenuantes. Lo último que su cerebro recordaba con claridad era la conversación telefónica que había sostenido con Michael Owen desde una de las cuatro plazas que rodean la catedral de Santiago de Compostela. Le estaba informando de la desaparición de Julia Álvarez cuando la comunicación se interrumpió de repente.

Después, dedujo, debió de desplomarse… ¡por segunda vez!

Si no se equivocaba, todos ésos eran efectos secundarios comunes de algo que, por desgracia, el coronel Allen conocía muy de cerca.

Náuseas, hormigueos, sueño, pérdidas de consciencia… Todo encajaba.

– ¡Señor Allen! ¡Señor Allen! -Una voz que al militar le sonó remota lo sacó de sus cábalas. Le hablaba en un inglés deficiente que sonaba como si estuviera al otro extremo de un tubo larguísimo-. Sé que me escucha… Ha sido usted ingresado en un área de cuidados intensivos del hospital Nuestra Señora de la Esperanza. Hoy es, emm, uno de noviembre. Su cuerpo no presenta heridas recientes visibles, pero ha sufrido varios ataques epilépticos. Está atado a una cama. Le ruego que no intente moverse. Ya hemos avisado a su embajada de dónde se encuentra.

«Al menos una buena noticia», pensó.

– El equipo médico cree que está fuera de peligro. Procure descansar, mientras tratamos de averiguar qué ha podido causarle estos trastornos.

«¡Yo lo sé! -quiso gritar-. ¡Son los efectos de una exposición a campos electromagnéticos de alta frecuencia!»

Pero sus cuerdas vocales tampoco le hicieron caso.

Era imposible que aquellos médicos supieran que su paciente había sido voluntario en un programa secreto del ejército norteamericano destinado a experimentar con campos electromagnéticos (más conocidos por las siglas EMF), y que conocía mejor que nadie sus consecuencias. Sabía que cualquier ser vivo que entrara en contacto con uno de cierta potencia vería sus órganos vitales afectados como ahora estaban los suyos. Las consecuencias de una exposición continuada habían sido documentadas en programas con un nivel de secretismo similar al del Proyecto Manhattan. Bajo el equívoco epígrafe de «interrelación biológica», en esos documentos del gobierno quedaba claro que las «heridas electromagnéticas» se cebaban sobre todo en oído y vista. La NSA y la Agencia de Proyectos Avanzados para la Defensa (DARPA) habían descubierto cómo dirigir esos campos contra sujetos seleccionados en medio de una multitud. También habían inventado «balas acústicas» que vibraban a ciento cuarenta y cinco decibelios y que podían disparar con cañones sónicos de alta precisión. Con ellas eran capaces de desvanecer -o de matar- a un sujeto elegido en medio de una manifestación sin que sus acompañantes notasen nada raro a su alrededor. Y lo que era más terrible: sin dejar rastro alguno de la causa de su muerte. Si la víctima no conseguía apartarse a tiempo de un disparo sónico, los huesos empezarían a temblarle y el cráneo se agitaría tanto que la presión sanguínea podría provocarle un derrame en cuestión de segundos. Y si tenías tu día de suerte y la dosis acústica no era letal, sólo recordarías un runrún parecido al que cualquiera podría escuchar debajo de un poste de alta tensión.