Выбрать главу

Un runrún como el que Nicholas Allen sentía.

Ahora la cuestión era determinar quién, además de su gobierno, estaba en posesión de un juguete de esas características. Y el coronel Allen tenía ya una idea.

«Tus viejos amigos han estado aquí», le había dicho al director de su agencia.

Sin embargo, había olvidado recordarle que él también conocía muy bien a esos «amigos». Se había cruzado con ellos hacía mucho tiempo, en una misión que no borraría de su mente mientras viviese.

Ocurrió en las montañas de Armenia. Cerca del maldito culo del mundo.

Y por alguna oscura razón, esas imágenes estaban aflorándole ahora a la memoria.

Oeste de Armenia,

11 de agosto de 1999

De pie frente a la catedral de Echmiadzin, la pomposa sede del «Vaticano armenio», Nick Allen creía haberlo previsto todo. En París eran las doce del mediodía y un impresionante eclipse total de Sol empezaba a oscurecer la mitad de Europa. A dieciséis grados de latitud norte, en cambio, el reloj marcaba las tres de la tarde, el Astro Rey estaba radiante, y no había cadena que no estuviera retransmitiendo en directo el evento astronómico en sus informativos. Todas habían sucumbido a los comentarios más apocalípticos del día. «El modisto Paco Rabanne ha profetizado para hoy que la estación espacial rusa Mir se desplomará sobre la capital francesa y causará al menos un millón de muertos», decía una. «Nostradamus llamó "rey del terror" a este eclipse en una de sus cuartetas proféticas.» En Narek TV, una rubia de bote sentada delante de un croma con la torre Eiffel de fondo preguntaba a su invitado: «¿Y tiene esto algo que ver con el Efecto 2000; ya sabe, el problema de programación que dicen que paralizará nuestros ordenadores en la próxima Nochevieja?» «Desde luego. ¡Todo está conectado! Lo que estamos viendo en París marca el principio de nuestro fin, señorita.»

El nuevo jefe de operaciones de Allen no podía haber elegido mejor momento para su misión. La catedral y sus alrededores estaban vacíos. Hasta los patriarcas más viejos estaban sentados frente a sus televisores.

Sin prisa, vestido de negro riguroso y con su fiel pistola de dieciséis balas al cinto, accedió al templo dejando atrás los iconos del maestro Hovnatanian. Sólo en ese rincón del mundo podían contemplarse sus famosos retratos de los apóstoles de Cristo. Por todas partes titilaban velas pidiendo favores y un fuerte olor a incienso lo impregnaba todo. Nada de eso lo impresionó. A un hombre como él, acostumbrado a operaciones de asalto, sólo le llamaba la atención que las medidas de seguridad de aquel lugar tuvieran un perfil tan bajo. Ni siquiera había cámaras de videovigilancia y, por supuesto, ni rastro de guardias armados o de detectores de metales. Se enfrentaba a gente confiada… Y eso, paradójicamente, lo inquietaba.

– ¿Va todo bien, Nick?

Una suave vibración en su oído derecho le confirmó que Martin Faber, el responsable de la operación, cuidaba de él desde la furgoneta Lada que habían aparcado doscientos metros más allá. Martin había desembarcado en Ereván una semana antes para prepararlo todo. Llegó con un pliego de instrucciones muy preciso bajo el brazo y una impecable reputación como «computadora humana». No es que a Allen esa clase de perfiles le impactaran -él prefería los hombres de acción a los teóricos-, pero al menos sabía que no lo iba a dejar tirado.

– Todo bien. La catedral está vacía -respondió.

– Excelente. El satélite te recibe nítido. Los sensores térmicos te ubican junto al altar mayor. ¿Es correcto?

– Correcto.

– Por el color que desprendes en la termopantalla diría que pareces nervioso.

Su tono sonó jocoso.

– Maldita sea -farfulló Allen-. Estoy acalorado y este lugar es una nevera. No son los nervios… ¡Voy a pillar una jodida pulmonía en pleno mes de agosto!

– Vale, vale. El Ojo del Cielo confirma que el campo está despejado.

– Además -añadió a destiempo-, ¡no me gustan las iglesias!

Allen trató de silenciar sus pasos mientras los dirigía hacia la trasera del altar. A mano derecha, después de superar el retrato del supremo patriarca Grigor Lousavorich, accedió a la estancia que buscaba: el museo episcopal.

– Debes saber -susurró Faber- que esta catedral alberga algunas de las reliquias más antiguas de la cristiandad. Es una pena que no te gusten, Nick. La Iglesia cristiana de Armenia es más antigua incluso que la romana, y custodia piezas realmente valiosas.

– No me digas…

– Ya sé que no te interesa -suspiró Faber en su inter- fono-. Pero si vas a quedarte un tiempo en este país deberías saber que sus gentes fueron las primeras en abrazar el cristianismo en el siglo IV y que su…

– ¿Podrías callarte de una vez?-chistó de repente al micrófono-. ¡Intento concentrarme, joder!

– ¿Ya has llegado?

La pregunta molestó a Allen:

– Sí. ¿No lo ves por el satélite?

Hacía veinte segundos que Martin Faber luchaba con los dos monitores que recibían las señales termográficas del KH-11 dándoles golpecitos. Aunque a esa hora la Agencia Nacional de Seguridad lo había colocado justo sobre sus cabezas y la señal debía ser excelente, ambas pantallas habían virado a blanco.

– Debemos de tener algún problema con la antena -se excusó-. No te veo.

– No importa. Si me escuchas, es más que suficiente. Esto está muy tranquilo.

– De acuerdo. Descríbeme dónde estás.

Allen obedeció.

– He accedido al museo… -comenzó a susurrar-. No parece que esta gente reciba muchas visitas. Todo es gris, viejo, feo…

Dos segundos más tarde, prosiguió:

– Ahora tengo una vitrina de cristal frente a mí. Está en el centro de la habitación. Contiene libros abiertos y monedas. A los lados veo varios… No sé cómo describirlos, como pequeños botiquines colgados de las paredes.

– Son relicarios, Nick -lo interrumpió Martin, divertido-. Dirígete a la pared de la derecha. Lo que buscamos está en el centro del muro.

– ¿Está colgado?

– Enseguida lo verás. Deberías de tenerlo ya delante.

– Delante…, en el centro… -repitió-, tengo dos de esos cofrecitos. Parecen antiguos.

– Acércate.

– Uno parece de oro. Rectangular. Del tamaño de un libro grande. Tiene un cristal engastado en la parte inferior y ángeles a su alrededor.

– Es el relicario de la Espina de Cristo -dijo Martin con una seguridad aplastante-. ¿Y el otro?