– ¿Noia?
– Se encuentra a unos cuarenta kilómetros al oeste de la señal anterior, señor.
– ¿Y la segunda?
– Ha empezado veinte segundos más tarde. Otro de nuestros «ojos», el KH-19, acaba de situarla en las inmediaciones del monte Ararat. Acabamos de fijar sus coordenadas y se corresponden con un área cercana a la frontera entre Irán y Turquía.
– ¿No es ahí donde fue secuestrado…?
– Muy cerca, señor presidente -lo atajó Owen, tratando de controlar una información que no deseaba dejar correr fuera de los cauces que él controlaba. Castle captó el gesto.
– ¿Y usted sabe quién puede estar emitiendo esas señales?
La nueva pregunta del presidente hizo que Jack Mills se encogiera de hombros y esbozara media sonrisa de disculpa. Quería asignar nombre y rostro al enemigo de la Operación Elías, pero nadie se lo ponía fáciclass="underline"
– No tenemos ni la menor idea, señor.
– ¿Rusos? ¿Iraníes?…
– No lo sabemos, señor -insistió.
Roger Castle se giró entonces hacia el director de la Agencia Nacional de Seguridad y lo interrogó con severidad:
– Respóndame usted, señor Owen: ¿qué probabilidad existe de que esas anomalías las estén provocando alguna de esas piedras que busca su proyecto?
– Muy alta, señor.
– ¿Y tenemos algún plan para recuperarlas?
– Por supuesto. El NRO se encuentra conectado a nuestro centro de datos y a la unidad de intervención rápida de la Marina. En este momento, si todo funciona de acuerdo con el protocolo, ya se habrá dado orden de rastrear la zona al comando que esté más cerca de ambas áreas geográficas.
Roger Castle se apartó con gesto preocupado del monitor y dirigiéndose hacia la puerta de entrada pidió a Michael Owen que se aproximara. Necesitaba preguntarle algo más; algo que le rondaba desde la última vez que habló por teléfono con su asesora Ellen Watson, que ahora estaba en Madrid, no demasiado lejos de la zona en la que acababa de detectarse aquel haz electromagnético.
– Michael, por culpa de esas piedras han desaparecido dos personas, y una es ciudadano estadounidense. Espero que consiga algo más que mover satélites en sus órbitas y no me traiga sólo fotos al Despacho Oval.
– Entendido, señor.
– Manténgame informado. En cuanto a ustedes -dijo elevando la voz y dirigiéndose a los dos científicos-, confío en que sabrán guardar en secreto esta visita. Debo hacer algunas llamadas.
Capítulo 55
– Ha hecho usted un buen trabajo, señora Faber -murmuró Artemi Dujok mientras se quitaba la mochila que cargaba a la espalda y abría su portátil en busca de una red a la que conectarse. Parecía más animado de lo que lo había visto hasta entonces. Había dejado su arma apoyada en el sarcófago de Juan de Estivadas y la adamanta justo sobre la tapa.
Brillaba.
– ¿Sabe? Es admirable que su marido haya recurrido a una frase con tanto sentido como «se te da visionada» para hacernos llegar su mensaje. De algún modo -añadió- esa capacidad suya de visión es lo que ha hecho siempre tan especiales los contactos con estas piedras. Le ocurrió algo similar a su último propietario…
– ¿John Dee?
El armenio estaba introduciendo unos comandos en su ordenador con frenesí, pero levantó la vista del monitor un segundo, para mirarme.
– ¿John Dee? No. ¡Claro que no!
Esta vez fui yo la sorprendida.
– ¿Ah, no?
– La última vez que la historia se fijó en sus piedras fue en 1827 -dijo regresando a su teclado-. Un joven norteamericano de Vermont, en Virginia, dijo haberse hecho con ellas. Con las dos. Aunque su historia presenta muchas similitudes con la de Dee. En el colmo de coincidencias con el sabio de la reina de Inglaterra, ese muchacho afirmó que fue una criatura angélica quien se las entregó. Y lo hizo junto a un libro de láminas de oro, escrito en un lenguaje extraño que consiguió traducir gracias a ellas.
– Nunca he oído hablar de nada parecido…
– Pues es extraño, señora Faber. Es un episodio muy famoso. Sobre todo en los Estados Unidos, la patria de su marido.
– ¿Ah, sí?
– Tal vez si le digo el nombre del muchacho que recibió las piedras, caiga en la cuenta -añadió misterioso-: Joseph Smith.
– ¿Joseph Smith?
– El fundador de los mormones -sonrió sin levantar la vista del ordenador-. O, para ser más preciso, de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
– ¿En serio?
– Smith fue su fundador y profeta. Y antes de que aquel libro de páginas de oro desapareciese, hubo muchos testigos que lo vieron e incluso dieron fe de su existencia ante notario.
– ¿Los mormones tienen que ver con las adamantas?
Lo cierto es que yo no sabía casi nada de los mormones. Había nacido en un país católico, así que todos los movimientos cristianos de nuevo cuño me quedaban un poco lejos. No obstante, al haber trabajado en restauración de arte sacro en muchas iglesias de Galicia, sabía que los mormones llevaban años microfilmando sus viejos libros de bautismo y defunción para atesorarlos en Utah antes del «fin de los días». Ellos creen -o eso me contaron los párrocos, tan asombrados como yo de esa obsesión suya por sus registros- que sólo aquellos cuyo árbol genealógico esté archivado en un búnker especial que han construido en Salt Lake City tendrán verdadera opción a la vida eterna.
– Smith no sólo se hizo con las adamantas, señora -precisó Dujok sacándome de mis cavilaciones-, sino que les devolvió el nombre por el que fueron conocidas en la Antigüedad. Cuando lo conozca, tal vez aprecie mejor su infinito valor.
– ¿Más aún?
– Más -dijo-. Verá: entre las revelaciones que recibió Joseph Smith junto a las piedras estuvo la de que el patriarca Abraham fue uno de sus más insignes propietarios. Debió de heredarlas de los descendientes de Noé. Y las llamó Urim y Tumim.
– Urim y ¿qué…?
– Significa «luces» y «recipientes» en la antigua lengua hebrea, señora Faber. Por supuesto, el patriarca las usó con propósitos adivinatorios y de comunicación en Ur, cerca de la moderna ciudad de Nasiriya, en Irak, donde se han hallado también tablillas de arcilla del sigloXVII antes de Cristo con fragmentos de la Epopeya de Gilgamesh.
– Entonces Abraham tuvo esas piedras…
– Así es. La lista de personajes notables que han accedido a ellas hasta 1827 es impactante. Desde Moisés a Salomón, que las guardó junto a los tesoros del Templo, pasando por emperadores romanos, papas, reyes, financieros, políticos…
– ¿Y qué fue de Smith?
– Enloqueció -respondió Dujok con gesto grave, concentrado ahora en las gráficas que surgían en la pantalla-. Asumió tanto su condición de último profeta enviado por Jesucristo para redimirnos que fundó su Iglesia y años más tarde murió linchado por sus enemigos en Illinois. En cuanto a Urim y Tumim, debieron de desaparecer en aquel tumulto. Jamás volvió a oírse hablar de ellas… Al menos, públicamente.
Dujok enarcó una ceja, como si tratara de subrayar el suspense de sus palabras.
– ¿Públicamente? ¿Qué quiere decir?
– Tras cuatro décadas en paradero desconocido, bajo la administración de Chester Arthur se localizaron en el suroeste de los Estados Unidos. Estaban custodiadas por indios hopi, con los que Arthur negoció para quedárselas. Fue entonces, en los primeros laboratorios de la Marina, cuando se descubrió que tenían comportamientos que se escapaban a la materia conocida. Cambiaban de peso, de color o temperatura a la vez, como si se comunicasen o reaccionasen a señales externas.