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– Y eso es lo que usted espera que suceda ahora, ¿no?

– No lo espero -dijo señalándome su ordenador-. Está sucediendo. ¡Mire aquí!

Capítulo 56

Bip. Bip. Biiip.

Tres nuevos mensajes emergieron seguidos en la Blackberry de Ellen Watson. La asistente del presidente los abrió cuando el avión en el que viajaba descendió hacia el aeropuerto de Lavacolla, a dieciséis kilómetros al este de Santiago de Compostela, y su antena se puso al alcance de los repetidores más cercanos. Los tres llevaban la marca de urgente.

El primero lo firmaba aquel memo de Richard Hale que tan mala impresión le había causado en Madrid. Contenía un documento de texto, una fotografía reciente de Julia Álvarez -«Éste es su objetivo. Cinco años casada con Martin Faber, ex NSA»- y un breve resumen de la conversación que había mantenido Nick Allen con ella antes de su desaparición en Santiago. «El inspector Antonio Figueiras les ayudará en todo lo que necesiten. Lleva el caso para la policía local», y añadía un número de teléfono móvil.

Ellen memorizó la información, echó un vistazo a la foto y cerró el documento con un solo golpe de pulgar. «Y tendré que hablar también con el coronel Allen», anotó.

El segundo, más críptico, procedía de su oficina en Washington. Le extrañó. Lo último que sabía de ella era que uno de sus colegas la había telefoneado poco antes dándole órdenes de que tomara el primer avión disponible hacia Galicia. «La piedra que buscamos ha sido detectada allí -afirmó-. Otra ha reaccionado a 5594 kilómetros al este, en territorio turco.» Pero ahora, por escrito, otro mensaje la apremiaba para que consultase las últimas imágenes obtenidas por el satélite HMBB sobre la ría de Noia y se centrase en la piedra que tenía más cerca. Tras un tecleo rápido, Ellen entró en la web de acceso restringido de la NRO y con su contraseña y código de funcionaría pudo husmear en su base de datos. Al examinarla comprendió la urgencia de la Casa Blanca. «Ten cuidado. Elías se ha puesto ya tras ella -leyó-. Estas imágenes han sido enviadas esta madrugada al USS Texas. No bajes la guardia.»

«¿El USS Texas? -saltó-. ¿Y cómo diablos han enviado un submarino tan rápido?»

En cuanto al tercer mensaje, resultó el más específico de todos. Procedía de un asesor científico del presidente e incluía una comparativa entre la información recogida por el HMBB y la de un satélite privado de siete años de antigüedad -un venerable anciano en términos de exploración espacial- llamado GRACE (Gravity Recovery and Climate Experiment). De su lectura se deducía una extraña conclusión: la intensidad del campo gravitatorio en la zona a la que se dirigían se había reducido un dos por ciento sin otra causa aparente que la emisión electromagnética detectada por el HMBB.

– ¿Has visto esto, Tom?

Thomas Jenkins se distraía hojeando la prensa. El hombre de la corbata Saks a rayas levantó la vista de la página de deportes y echó un vistazo a la tabla que le mostraba Ellen. Sus datos no parecieron hacerle precisamente feliz.

– Me temo que tendremos que dividirnos -dijo-. En cuanto aterricemos, alquilarás un vehículo y te acercarás a Noia. Allí está la adamanta de Julia Álvarez. Hazte con ella.

– ¿Y tú?

– Yo me reuniré con el coronel Allen y me lo llevaré a Turquía. Buscaré a Martin Faber y recuperaré su piedra. Nos veremos en Washington en tres días. Cuatro, si las cosas se ponen duras.

– ¿Estás seguro?

– Completamente.

Mientras Jenkins se ponía su americana y se preparaba para el descenso, lanzó a su colaboradora otra de sus inoportunas preguntas. Volvía a ponerla a prueba.

– ¿Sabías que Martin Faber es climatólogo? -dijo, mirándola de reojo.

– Sí -asintió-. Estudié su ficha cuando el presidente pidió que lo investigáramos.

– Un climatólogo, Ellen, tiene un perfil muy diferente al de un meteorólogo. Desde la óptica de la defensa nacional, es lógico que la NSA tenga en nómina a meteorólogos que evalúen si un día es bueno para lanzar un misil balístico o para hacer una prueba aérea en la alta atmósfera. Pero un climatólogo no predice nada a corto plazo. Estudia el clima en su conjunto y sus previsiones, si las hace, son imprecisas y a décadas vista. -Jenkins aguardó un instante a que su explicación calara en Ellen antes de espetarle la siguiente interrogante-: ¿Para qué crees que querrían a alguien así en sus filas?

Tom Jenkins nunca hablaba por hablar. Viajar con él era como moverse sobre un tablero de ajedrez. Te obligaba a estar atento hasta a sus menores movimientos y a mantener una actitud cuidadosa con todo lo que decías o hacías si no querías ser derribado. Ellen tuvo todo eso muy presente antes de responder.

– ¿Y si el Proyecto Elías tuviera que ver, en el fondo, con el clima? -dijo-. No sería la primera vez que la NSA estudia cómo modificar el ecosistema de una región para desestabilizarla políticamente. Acuérdate del High Frequency Active Auroral Research Program, HAARP, que estudia la ionosfera. Se concibió para determinar cómo le influye el magnetismo terrestre o el solar y poder provocar cambios atmosféricos a voluntad. En algunos manuales de inteligencia esos proyectos aparecen reseñados como las semillas de las armas del futuro. Más allá incluso de las termonucleares…

– Tiene sentido. Bien, Ellen -murmuró Jenkins apurando su taza de café, que entregó vacía a la azafata-. Si la NSA necesitara sólo información del tiempo le bastaría con acudir a la Estación Meteorológica Nacional y servirse los datos que precisara. Pero es evidente que el Proyecto Elías está por encima de eso. Y dime, entonces, ¿cómo encajas unas piedras viejas en esa preocupación? ¿Por qué crees que les interesan tanto? ¿Crees que pueden servir para modificar la climatología?

– De momento sabemos que emiten ondas EM capaces de salir al espacio, Tom -precisó-. Y ahora parece que pueden modificar la intensidad de la gravedad terrestre en las zonas del planeta en las que actúan. Esas piedras, desde luego, no son normales.

– ¿Eso crees?

– Tal vez no sean piedras en el sentido estricto del término. Quizá sean un compuesto artificial creado en el pasado. Un cristal de la Atlántida. Un trozo de kriptonita… Qué sé yo.

El asesor del presidente rio la ocurrencia.

– ¿Y qué tendrían que ver con el clima?

A Ellen no le gustaba que la cosiera a preguntas de aquel modo. Tom, sin embargo, era experto en exprimir cerebros ajenos. Su reputación en Washington era terrible. En la oficina de Castle decían que «el rubio de hielo» era capaz de poner a pensar a equipos enteros en la dirección y con la finura que necesitaba, para después disolverlos sin piedad, enfrentando a unos agentes con otros. Lo llamaban «la cizaña».

– Piedras y clima…

A su pesar, Ellen se concentró en el problema.

– Tal vez… Tal vez las ondas que emiten esos minerales sirvan para deshacer tormentas, o provocarlas, o quizá para alterar el grosor de la capa de ozono -dijo al fin-. En zonas sísmicas un cambio gravitatorio podría desencadenar un…

– ¡Aguarda un momento!

La interrupción de Jenkins la sobresaltó.

– El presidente cree que Elías es un programa para prever catástrofes globales con una increíble precisión. -Su rostro se iluminó de repente, como si hubiera caído en la cuenta de algo que se les hubiera pasado por alto-. ¡No tiene sentido que todo se fundamente en una piedra que modifique el clima, Ellen! Sin embargo…

– ¿Sin embargo?

– Si el proyecto fue diseñado para adelantarse a una catástrofe planetaria, un climatólogo sería una pieza fundamental, y el esfuerzo por hacerse con ella se justificaría a cualquier coste.