– Entonces, con todos mis respetos, no entiendo por qué un hombre como Martin Faber abandonaría un proyecto preferencial como ése.
Jenkins iba a responder cuando sintió el golpe seco que el avión dio al tomar tierra.
– Según la NSA -añadió en cuanto el ruido exterior se lo permitió-, Faber dejó su puesto al poco de ser enviado a Armenia, a finales de 1999.
– ¿Y se sabe por qué?
– Existe una carta de dimisión algo oscura, en la que afirmó haber encontrado en ese país la fe verdadera. Al principio no le di importancia. La mayoría de las dimisiones en los servicios secretos están motivadas por asuntos de faldas o por conversiones religiosas. En ambos casos, los remordimientos no dejan vivir al agente y termina sucumbiendo. Pero ahora que he revisado el expediente de Martin Faber, he visto que en su caso había algo diferente. No encontré dudas morales. Más bien todo lo contrario: alegó que los practicantes de la religión más antigua del mundo le habían ofrecido respuestas a todas sus preguntas. Y por eso dejó la NSA.
– ¿La religión… más antigua?
– En la Agencia aún recuerdan esa carta. Fue muy original. Para que te hagas una idea, la fechó en el año 6748 del calendario de su nueva religión. Que era exactamente, dijo, el tiempo que nos separaba del último Diluvio Universal.
– ¿Cómo? -Los ojos de la mujer no parpadearon. Instintivamente echó mano a la estrella de David que colgaba de su cuello-. ¿Su calendario es más antiguo aún que el hebreo?
– Así es. ¿Has oído alguna vez hablar de los yezidís, Ellen?
Capítulo 57
A esa hora, en la pantalla del pequeño ordenador portátil de Dujok relampagueaba un mapamundi de colores intensos. La parte derecha del monitor estaba llena de cifras en tres colores que iban moviéndose a gran velocidad, mientras que en los extremos superior e inferior un cursor iba desplazándose marcando coordenadas geográficas y siglas que no era capaz de entender.
– Esta aplicación coordina toda una red de satélites de órbita baja, con instrumental para medir variaciones en el campo magnético terrestre -dijo el armenio, sin despegar la vista del gráfico-. Si se produce una alteración superior a los 0,7 gauss de intensidad, salta una alarma y la zona se marca en esta gráfica en color rojo. ¿Lo ve?
Me acerqué a la computadora para hacerme una idea, pero no comprendí gran cosa.
– Si ampliamos el área de la península Ibérica -dijo, tecleando unas órdenes rápidas-, verá que la desembocadura de la ría de Noia se ha teñido de rojo. Aquí la tiene.
– ¿Eso lo ha hecho la piedra?
– No. Eso lo está haciendo la piedra -enfatizó-. Todavía está emitiendo la señal.
– ¿Y ya ha encontrado la de Martin?
– El programa está procesando la información en este momento, señora Faber. Una señal gemela ha saltado a pocos kilómetros de la frontera entre Turquía e Irán, en el área de influencia del monte Ararat.
– ¿Es ahí donde está ahora mi marido? -Tragué saliva.
– Probablemente.
– ¿Y esta información -dudé si preguntar aquello o no- está al alcance de alguien más? ¿Del coronel Allen, por ejemplo?
– El coronel Allen, señora, es probable que esté muerto.
– ¿Muerto?
– Cuando la rescatamos en Santiago liberamos una descarga de geoplasma de un tesla, casi diez mil gauss de intensidad, que fue lo que la dejó inconsciente. No es la primera vez que él la recibe. Y, créame, pocos organismos vivos pueden soportar varias de esas salvas sin colapsarse.
Capítulo 58
El paciente de la habitación 616 seguía sin reaccionar, aunque sus constantes vitales -temperatura corporal, pulso, frecuencia respiratoria y presión arterial- indicaban que se encontraba ya fuera de peligro. Las inyecciones de adrenalina todavía no habían conseguido despertarlo. Sus ojos indicaban que Nicholas Allen seguía sumergido en la fase REM de un sueño inusualmente prolongado. Quizá por ello, los médicos del hospital de Nuestra Señora de la Esperanza no parecían muy seguros sobre cómo evolucionaría en las próximas horas.
– Es posible que despierte en breve… -comentó el jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos en la primera reunión de equipo, a eso de las seis de la mañana-, pero también que el coma colapse definitivamente su sistema nervioso y no se recupere.
– ¿Podemos hacer algo por él? -preguntó otro.
– No mucho. En mi opinión, no deberíamos aplicarle ningún tratamiento hasta saber qué le ha pasado exactamente.
– Pero lleva varias horas inconsciente, doctor -replicó una de las enfermeras.
– Mi opinión es firme. Mientras siga estable, no intervendremos. Es mejor esperar a que despierte y averiguar qué lo ha llevado a ese estado.
Ninguno de aquellos facultativos podía imaginar, ni por lo más remoto, que el cerebro de aquel gigante trabajaba en ese momento en la resolución del problema. De hecho, sus circuitos neuronales pasaban revista a la última vez que una fuerza sobrehumana como la que acababa de postrarlo impactó contra su cuerpo.
La memoria celular de Allen lo recordaba bien.
Entre Armenia y Turquía.
11 de agosto de 1999
Todo ocurrió en las horas siguientes al robo frustrado en la catedral de Santa Echmiadzin.
Herido en la frente, desarmado y puesto fuera de circulación por los gorilas de Artemi Dujok, Nick Allen fue sacado de la ciudad en un camión frigorífico y conducido clandestinamente al otro lado de la frontera con Turquía. Junto a él habían maniatado al torpe de Martin Faber. Nadie podía quitarle de la cabeza que si no lo hubieran sorprendido en su improvisado centro de control a las afueras del recinto santo, las cosas hubieran sido muy diferentes. Pero ¿de qué iba a servir lamentarse? Lo único cierto era que, tendido a su lado, el joven burócrata presentaba un aspecto mucho mejor que el suyo. Allen no le adivinó hematomas ni heridas significativas, y aunque lo habían amordazado sólo con cinta adhesiva, parecía asustado e incapaz de actuar. Su propio caso, por desgracia, era bien distinto. Había perdido mucha sangre, se sentía demasiado débil para huir, tenía los músculos de brazos y piernas agarrotados y era consciente de que su supervivencia dependía de la energía que ahorrase hasta que lo llevaran a un hospital. Si es que lo hacían.
Durante siete interminables horas, sin agua ni aire limpio, ninguno de los dos hizo ademán de comunicarse.
Aquel éxodo duró más de lo esperado. Si lo que buscaba el santón de Echmiadzin era ponérselo difícil a un eventual equipo de rescate de la NSA, lo estaba haciendo muy bien. De entrada, los habían alejado de la catedral conduciéndolos a una suerte de planicie inhóspita, en medio de la nada, que los estremeció nada más verla. Ya no estaban en la montañosa Armenia, sino en una plataforma infinita en la que el perfil de las cumbres de aquel país apenas era una sombra tras la que el Sol amenazaba con ponerse en cuestión de minutos.
Faber y él repararon en seguida en el edificio que se levantaba a apenas un centenar de metros de ellos. Situado al otro lado de una depresión enorme y oscura, pocos pasos más allá destacaba una especie de minarete de base circular, más ancho en su parte inferior que en su extremo superior, de factura antigua, que parecía un dedo apuntando al cielo. Había sido cubierto parcialmente por una torre de ladrillos de adobe, como si por alguna razón hubieran querido ocultar la estructura a miradas indiscretas.
– ¿Dón… Dónde estamos?-balbució Nick. Su herida había dejado de sangrar.
– Esto es el Kurdistán libre, coronel -anunció solemne Artemi Dujok abriendo sus brazos hacia el abismo que los separaba de los edificios-. La tierra sagrada de los herederos de Noé.