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Martin tragó aire.

Aquel tipo no les estaba mintiendo. Debían de haber recorrido casi cuatrocientos kilómetros hasta llegar a ese lugar. Desde su nueva posición, los picos nevados del vecino Ararat destellaban bajo las últimas luces de la tarde. Calculó que debían de encontrarse cerca de su cara sur, en algún punto equidistante entre las fronteras de Armenia, Turquía e Irán.

– ¿Y qué hacemos aquí?-volvió a abrir la boca Allen mientras pateaba con desgana el suelo, como si tratase de recuperar el tono muscular-. ¡No pueden retener a dos súbditos americanos!

El tipo de los grandes bigotes y sus hombres sonrieron de medio lado.

– Vaya. ¿No reconoce el lugar, coronel?

– Yo sí -los atajó Martin señalando al horizonte-. Aquello es Agri Daghi, «la montaña del dolor», en turco. O Urartu, «la puerta hacia arriba», en armenio.

– Muy bien, señor Faber. Hoy va a saber por qué los turcos la llaman así.

– ¿Ése es su plan? -musitó-. ¿Van a abandonarnos ahí? ¿En la montaña? ¿Va a despeñarnos por alguno de esos barrancos?

– No, no. Nada de eso. -Dujok retomó aquella extraña sonrisa que nunca terminaba de caérsele del rostro-. Eso les daría una inmerecida oportunidad de escapar a su destino, señor Faber. Y queremos que les duela. Los yezidís, créame, hacemos las cosas a conciencia.

– ¿Yezidís?

Por alguna razón, Martin se estremeció al oír aquel término. El joven enviado de la NSA se quedó mirándolo con gesto de sorpresa, mientras éste se adelantaba al borde del agujero y lo examinaba con inquietante satisfacción. Pese a estar en pleno mes de agosto, la caída del Sol empezaba a dejar paso a un viento frío del norte que no consoló a los prisioneros.

– ¿Sabes quiénes son…? -le susurró Allen cuando Dujok se hubo apartado.

Martin, solícito, respondió enseguida:

– Desde luego -bisbiseó-. Mi padre me ha hablado mucho de ellos. Exploró estas regiones hace años y contaba cosas asombrosas de esta gente. Aquí los tienen por adoradores del diablo pero en realidad mantienen el único culto exclusivo a los ángeles que existe en el mundo. Los santones yezidís no se afeitan nunca los bigotes. Míralos. Creen en la reencarnación. No comen lechuga. Ni visten de azul. Se consideran los supervivientes legítimos de varios diluvios, y por tanto los únicos leales protectores de reliquias como la de Santa Echmiadzin.

– Fanáticos… -chistó Allen con fastidio.

– Pero no asesinos.

– ¡Pues casi me matan en la catedral!

Martin Faber no supo qué replicar. De poco hubiera servido explicarle a un herido por cuchillo yezidí la fascinación que ejercía aquella gente en su familia. Los padres de Martin habían pasado años interesándose por su extraña teología y los consideraban pacíficos. Aunque quizá les cegaron los sutiles lazos que los unían con John Dee. Ambos -yezidíes y seguidores del mago inglés- aseguraban haber establecido comunicación con inteligencias superiores e incluso haber visto «libros» y «tablas celestiales» que les habrían permitido el acceso directo al Creador.

Y eso era justo lo que Martin, inspirado por su padre pero impulsado por el proyecto en el que militaba, había ido a buscar a Armenia.

– ¿Sabe? -Artemi Dujok giró entonces sobre sus talones, interrumpiendo los cuchicheos de sus prisioneros. Su mirada estaba puesta en el joven Martin-. No debería extrañarme que haya heredado la ambición de su padre.

– ¿Mi padre? -saltó-. ¿Lo conoce?

– Señor Faber, por favor. Su ingenuidad me conmueve. Conozco a todos y cada uno de los implicados en el Proyecto Elías. Hubo un tiempo en el que incluso yo trabajé para él. Antes incluso de que usted tuviera uso de razón. Sin embargo, lo dejé en cuanto conocí las verdaderas intenciones de su país.

– ¿Trabajó para Elías?

Los ojos del armenio relampaguearon. Los de Martín también.

– Sí. Y, por lo que veo, todavía siguen dispuestos a conseguir el monopolio de las piedras a toda costa.

Nicholas Allen estaba aturdido. No lograba entender de qué estaban hablando aquellos tipos. ¿Conocían los yezidís a los padres de su compañero? ¿Qué diantres era ese Proyecto Elías? ¿Y por qué, de repente, tenía la impresión de que su agencia lo había metido en un avispero sin haber tenido la consideración de informarle siquiera de su existencia?

– Lo que no entiendo muy bien -terció Martin ajeno a los razonamientos de su mermado colega- es por qué nos ha traído aquí. A una de sus famosas torres…

Dujok se acercó a sus prisioneros con las manos a la espalda:

– Celebro que reconozca el lugar, Martin Faber. No esperaba menos de usted.

– He leído sobre ellas en los libros de William Seabrook. Y también en los de Gurdjieff.

«¿Torres? -La consternación de Allen iba en aumento-. ¿Gurdjieff? ¿Seabrook?»

– ¿Y ha leído por casualidad lo que dicen de nosotros Pushkin o Lovecraft? -sonrió malévolo el armenio-. Quizá ya lo sepa, pero mi obligación es decirle que todos mienten. Gurdjieff, el místico más famoso de mi país, ni siquiera llegó a ver estas torres. Sin embargo, en Europa disfrutó de una popularidad inmerecida sólo porque publicaba sus panfletos en francés.

– Aunque William Seabrook sí descubrió su secreto, ¿no es cierto?

– Seabrook, sí -masculló.

– Fue un ocultista y reportero que trabajó para The New York Times a principios del siglo XX…

– Sé quién fue Seabrook, señor Faber. El primero que publicó detalles sobre estas construcciones -lo atajó señalando la inmensa aguja de piedra oculta por estrechos tabiques de adobe y plástico-. El muy estúpido las llamó las «torres del mal» porque creía que irradiaban vibraciones con las que Satán dominaba el mundo. Pero cuando escribió sobre ellas, no pudo demostrar siquiera su existencia. La mayoría habían sido destruidas o en el mejor de los casos sepultadas bajo otras estructuras.

– Leí su Adventures in Arabia -asintió Martin, satisfecho de estar distrayendo a su verdugo-. Y eché en falta que diera sus ubicaciones exactas…

– Nunca las supo. Por eso no las dio. Ninguno de los sheikhs yezidís con los que habló en los años veinte se las hubiera revelado. Tuvo que contentarse con suponer que alguien muy preparado, en la noche de los tiempos, las distribuyó por todo el continente y que nosotros, de tarde en tarde, las visitamos para saber si aún funcionan.

– ¿Y ésta es una de ellas?

– Así es -asintió el armenio-. Mi familia se vio obligada a ocultarla en tiempos de Seabrook por culpa de sus escritos. Su libro consiguió estigmatizar a nuestro pueblo al vincularnos al diablo y afirmar que esas torres estaban controladas por el mal.

– ¿Y no lo están? ¿No son ustedes satanistas? -intervino Nick dubitativo, con voz cansada. Sus piernas empezaban a flaquearle y la respiración se le hacía cada vez más penosa. Empezaba a desear que aquello, fuera lo que fuese lo que les esperaba, terminara rápido.

– ¡Claro que no!

– Y entonces, ¿por qué va a sacrificarnos? -Tosió. El coronel empeoraba. La fiebre había empapado por completo su frente herida. Aquel sudor frío que no presagiaba nada bueno-. ¿No hacen eso los adoradores del mal? ¿Sacrificar humanos?

Dujok dejó de dar vueltas alrededor de sus prisioneros para inclinarse sobre el texano.

– Lo interesante del caso, coronel -susurró-, es que no voy a ser yo quien los ejecute. No quiero mancharme las manos con su sangre. Por suerte, al robar una reliquia sagrada, ustedes dos se han hecho merecedores de una ordalía. ¿Sabe qué es eso?

Nick Allen no tenía ni la más remota idea. Jamás había oído esa palabra. Y Dujok, que lo imaginaba, no tardó en aclarárselo: