– Es un juicio de Dios, coronel -siseó-.Justicia pura impartida por el Todopoderoso. Una sentencia implacable. Instantánea. Exacta. Él será quien decida su suerte. ¿Le parece bien?
– Está loco…
Otro soplo del viento helado del norte, reflejo quizá de la tormenta que se estaba gestando a la altura del pico menor del Ararat, dio por terminada su conversación.
– No hay tiempo que perder. -El armenio se irguió desoyendo el desprecio de su prisionero.
A un gesto suyo, dos hombres los empujaron más cerca del borde de aquel cráter oscuro. El corte en la roca era feroz: bajo sus botas se abría una sima vertical, un hueco horadado como a cincel que, al sentirlo cerca, los bañó con un inesperado bofetón de aire caliente. ¿Pensaba Dujok arrojarlos allí? ¿En eso consistía la ordalía?
Faber conocía bien aquel término.
Fue acuñado por la Santa Inquisición en la vieja Europa y se refería a aquellos juicios contra brujas y herejes en los que se renunciaba al proceso habitual forzando a los reos a demostrar su inocencia venciendo a las llamas o flotando con manos y pies atados ante un grupo de eclesiásticos. Él no creía que los fueran a lanzar al vacío. La ordalía debía darles una pequeña oportunidad de defenderse. Y un precipicio como aquél no parecía que fuera a concedérsela.
– ¿Qué va a hacer con nosotros, Dujok? -preguntó Martin inquieto al notar que el suelo se terminaba ya bajo sus botas.
– Vamos a poner a prueba su fe, señores.
El armenio había tomado la pequeña reliquia de Echmiadzin entre las manos y la sostenía sobre su cabeza. Aquel riñón de piedra destellaba casi como si fuera un diamante. Su luz debía de ser propia porque la oscuridad ya se había hecho la dueña del lugar y no había nada que pudiera provocar aquellos brillos.
– ¿Sabe ya por qué llaman a estas reliquias piedras del Sol, señor Faber?
Martin no se esperaba aquella pregunta. Sin bajar su pieza de las manos, Dujok siguió hablando:
– Las heliogabalus son minerales especiales que sólo reaccionan a ciertos estímulos del Astro Rey. Hace sólo unas horas un eclipse de Sol total ha ensombrecido una latitud cercana a la nuestra, haciendo visible parte de su corona de plasma. Aunque no lo hayan notado, esa energía ha impactado contra la tierra y ha hecho que las siete torres de los ángeles que quedan en el mundo se hayan activado durante unas horas. Si una de estas piedras se encuentra en sus inmediaciones recibirá esa energía y podrá desencadenar una interesante reacción.
– ¿Qué reacción?
– Nosotros la llamamos la Gloria de Dios, señor Faber -sonrió-. La Biblia hebrea la llama kabod. Es el brillo del Padre Eterno. El mismo fuego que Moisés contempló en el Sinaí. Aquel que quemaba la zarza pero no la consumía y que hizo posible que el Inefable hablara a través de ella… En realidad, es nuestro canal más antiguo para hablar con Dios. Sólo que a ustedes, si no tienen el don necesario para recibir esa luz, los matará.
– John Dee vio ese fuego y no murió -replicó Martin desafiante.
– Fue una excepción. Usó a videntes con el don y le confiaron ensalmos que lo protegieron.
– En ese caso -sonrió Faber, recordando sus años de estudio de las fórmulas mágicas de Dee-, estoy deseando ver esa Gloria.
El rostro del maestro yezidí brilló malévolo tras la piedra.
– Entonces, señores, sea.
Capítulo 59
39° 25' 34" N.
44° 24' 19" E.
Los guarismos relampaguearon en un extremo del monitor, iluminando el rostro del armenio.
– Ya lo tenemos -exclamó, sin importarle el tiempo que llevaba sentado en el suelo de piedra de Santa María a Nova, con el trasero rígido y frío.
Artemi Dujok tenía la cabeza en otras cosas. Tal vez su mayor preocupación fuera que yo no descubriera la impostura hacia la que me estaba abocando. Pero, ingenua, no podía ni imaginar lo que me esperaba.
Concentrado, introdujo de inmediato esas coordenadas en el programa cartográfico de acceso libre de Google, y aguardó a que la bola del mundo dejara de girar sobre su eje para aproximarse a su objetivo.
Los dos contuvimos la respiración. Esperábamos que los datos suministrados por los satélites nos pusieran, al fin, tras la pista de Martin. Las imágenes sobre las que se había programado esa aplicación nos darían, en segundos, una idea aproximada del punto en el que se encontraban él y la segunda adamanta.
El movimiento del mapa enseguida dejó atrás Europa, acelerándose rumbo al este. Cruzó los Balcanes, Grecia, y dos segundos más tarde se centraba sobre un punto de intersección entre las fronteras de Armenia, Irán y Turquía. A 39 grados latitud norte la velocidad del mapa comenzó a disminuir y la superficie a agrandarse en la pantalla.
Cuando se detuvo por completo, la imagen resultante fue más que desoladora:
– ¿Es… eso? -pregunté incrédula. Dujok asintió.
Lo que aparecía ante nuestros ojos era un terreno plano, de color ocre, sin un solo árbol; una superficie monótona, pedregosa e infinita que apenas se interrumpía por un racimo de miserables casuchas desparramadas sobre suaves lomas deforestadas.
– Este programa no da coordenadas exactas al cien por cien -se excusó Dujok, mientras desplazaba la imagen arriba y abajo-. Exploraremos los alrededores para ver si encontramos algo de interés.
El paisaje se deslizó obediente bajo el cursor ofreciéndonos un panorama cada vez más desalentador. El único camino de la imagen aparecía cruzado por rodadas de vehículos de gran cilindrada, quizá camiones pesados, y se extendía a ambos lados del cercanísimo puesto fronterizo de Gurbulak. Era un campo liso. Sin accidentes orográficos destacables ni poblaciones o asentamientos que fueran de interés. Por fin, a apenas un kilómetro de una miserable aldea llamada Hallaҫ, dentro de una zona militar vallada, vimos algo curioso. Quizá lo único anacrónico del lugar: el tejado nuevo, impecable, de una mansión enorme, y una pista de tierra batida que podría servir para el aterrizaje de pequeñas avionetas. A un lado, escrito en caracteres grandes y alargados, alguien había trazado un nombre sólo discernible desde el aire: Turkiye. Turquía. Y en la cabecera de pista, un centenar de metros más al sur, el perfil de un edificio o instalación había sido borrado deliberadamente de la toma satelital.
Yo sabía que esos «borrados» en el software de Google Earth eran habituales. Cuando traté de utilizar el programa para estudiar la orientación de algunas iglesias cristianas en la ciudad vieja de Jerusalén, me encontré que toda ella estaba clasificada por «razones de seguridad» y no había manera ni de consultar su mapa urbano. Y lo mismo ocurría con instalaciones militares sensibles en Gibraltar, Cuba, China y tantos otros lugares. Pero ¿qué podría querer esconder nadie en Halla??
Al mover el cursor hacia el final de la pista, encontramos otra sorpresa. Era aún más extraña que la zona censurada si cabe: un boquete redondo, regular, un pozo enorme -de unos cuarenta metros de diámetro- abierto en aquel suelo miserable.
Dujok detuvo el cursor sobre él y comenzó a ampliarlo.
– ¿Qué es eso? -pregunté.
No me hizo caso. Vi que tomaba nota de los datos periféricos que le ofrecía el programa. Altura: 4 746 pies. 39° 25' 14" norte. 44° 24' 06" este. Y calculó algo más: su distancia a los picos gemelos del Ararat. Estaban muy cerca. A unos treinta kilómetros a vuelo de pájaro.
Después, absorto, comenzó a girar la imagen para verla desde todos los ángulos posibles.
– ¿Qué es? -insistí.
Dujok no lograba despegar la vista de aquella peculiar herida geológica. Parecía que hubiese caído un misil justo en ese punto, dejando un boquete descomunal de un perímetro geométrico muy preciso.