– ¿Qué ha pasado? -grité a Dujok mientras me ponía en pie de nuevo y me sacudía la ropa, buscando en vano la bota que había perdido. Los efectos de mi «viaje» aún no habían desaparecido del todo. Tenía una desagradable sensación de mareo gravitando en el estómago y la impresión de que podría desplomarme en cualquier momento.
– Nos han encontrado -dijo muy serio.
– ¿El coronel Allen?
– O los suyos, ¿qué importa? -gruñó tirando de mí-. El caso es que vienen a por usted… y a por esto.
El armenio sostenía mi piedra en su mano izquierda. Aún destellaban luces en su interior. Rescoldos de una energía que se resistía a consumirse.
– Sólo dígame una cosa… -Tragué saliva, embargada por aquella visión-. Lo encontraremos, ¿verdad?
– ¿A Martin? ¡Desde luego! Ahora ya sabemos dónde está. A un paso del Ararat. Siento no tener tiempo para explicárselo mejor, pero debemos alejarnos de aquí cuanto antes.
– ¡No… No puede dejarme así, señor Dujok! ¡Ni siquiera sé si ha hecho usted o no esa maldita llamada con la piedra! -Me sorprendí gritando aquella locura, siguiéndolo medio descalza por un pavimento pringoso y resbaladizo.
– Cállese y camine, señora Faber.
Qué torpe fui. En lugar de bajar la cabeza y reunir fuerzas para seguir sus pasos, una ola incontrolada de pánico se apoderó de mí. Di tres zancadas, cuatro a lo sumo, antes de que el corazón terminara por desbocárseme. Estaba histérica. Taquicárdica, más bien. Incapaz de pensar con serenidad y casi a punto de vomitar de la angustia.
– ¿Callarme? -Mi tono de voz se elevó muy por encima del suyo, rebotando por la cloaca que se abría ante nosotros-. ¿Cómo quiere que me calle? ¡Casi nos matan por su culpa! ¿No lo ha visto? ¡Casi nos matan!
– Cierre la boca.
– ¡No quiero! -repliqué al punto.
Dujok apretó mi mano hasta hacerme daño, sin detenerse.
– ¿Es que no ve que nos siguen?
– ¡Quiero irme de aquí! -Me revolví, agitando el brazo que aún tenía libre-. ¡Déjeme salir!
– ¡No se detenga! -me urgió.
– Ni lo sue…
Entonces, casi a tientas, sin saber lo que hacía, me zafé de él justo al borde de una pequeña rampa descendente, haciéndole perder el equilibrio. Aferrado aún a la piedra, el armenio hizo un extraño quiebro para no caer de bruces al canal de agua que discurría a nuestros pies. Aun así no pudo evitar desplomarse de rodillas contra el pavimento.
El golpe fue seco. Su arma chocó con estruendo contra el suelo y se escurrió pendiente abajo.
Por un instante, los ojos de aquel hombre chispearon de ira.
Una furia incandescente, súbita, que me dejó helada.
Y durante unos segundos, Artemi Dujok me miró con una expresión feroz, como si fuera a arrancarme la cabeza. Sin embargo, contra toda lógica, mientras se incorporaba y se frotaba los meniscos, aquel gesto se deshizo. Temblé. Mi guía había alzado su rostro enmarcado por aquellos grandes bigotes dejando en suspenso cualquier movimiento, igual que lo haría un perro de caza al olisquear la cercanía de una presa.
– ¿Se ha dado cuenta? -susurró.
Su prudencia sobrevenida me desconcertó. No supe qué decir.
– ¿No lo nota?-insistió con la mirada perdida en el tramo de galería que acabábamos de dejar atrás-. ¡No se oye nada!
– Nada… -repetí.
– Han dejado de seguirnos.
El armenio tenía razón. Mudos, aguardamos a que algún ruido delatara la presencia de nuestros atacantes en la cloaca. Sólo alcanzamos a distinguir el suave murmullo de las aguas lamiendo el suelo que pisábamos, pero aquellos ochenta o noventa segundos de quietud tuvieron un efecto balsámico en ambos. La calma y el frescor del lugar consiguieron apaciguar nuestros ánimos. Aunque me dolía la mano y el pulso todavía golpeaba con fuerza mis sienes, la respiración había comenzado a acompasárseme y los músculos empezaban a tonificarse de nuevo. De repente, la amenaza latía lejana.
– Debemos salir de aquí… -rompió el silencio Dujok, ya en pie.
Resoplé.
– No tiene de qué preocuparse, señora Faber. Todo saldrá bien.
Muy a lo lejos, por encima de las bóvedas de piedra que nos cubrían, seguramente más allá de la iglesia de Santa María a Nova, el ulular de varias sirenas me convenció para ponerme en marcha.
– ¿Sabe? -dijo Dujok conciliador, mientras retomaba el paso, bastante más tranquilo-. Ha hecho usted el trabajo de Jacob.
– ¿De Jacob? ¿Qué Jacob?
El armenio sonrió.
– El patriarca bíblico, señora. Jacob fue un hombre de vida sorprendente. Compró la primogenitura de su familia a su hermano Esaú. Se peleó con un ángel de carne y hueso al que incluso llegó a herir en una pierna. Pero, sobre todo, pasó a la Historia porque gracias a una adamanta como la suya tuvo una visión extraordinaria camino de la Tierra Prometida.
– ¿Con una adamanta? -Mientras trataba de no perder el ritmo de sus zancadas, en realidad me preguntaba cómo podía aquel hombre pensar en la Biblia en un momento como aquél.
– Un día se quedó dormido sobre ella y lo que soñó lo dejó estupefacto -prosiguió-: de repente, los cielos se abrieron y el sorprendido Jacob contempló cómo una escalera ígnea se desplegó a unos pasos de él. Al poco, una turba de criaturas comenzó a descender y ascender por sus peldaños, ajenos a su presencia. Sin saber muy bien cómo, Jacob había atraído a los Mensajeros de Dios y, con su piedra, les había abierto una vía de descenso a la Tierra.
– ¿Qué intenta decirme con eso, señor Dujok? -Aspiré aire-. ¿Eso es lo que ha hecho usted con mi adamanta? ¿Abrir una escalera al cielo?
Artemi Dujok sonrió por primera vez en mucho tiempo:
– Usted lo ha dicho. No yo.
Un ruido lejano, súbito, como si un muro se hubiera venido abajo en la iglesia que habíamos dejado atrás, nos hizo apretar el paso.
– ¿Y quién espera que descienda ahora por ella?
– Ángeles. Seres de luz. Los mensajeros de los que hablan todas las religiones, señora Faber. Cuando lleguen, nos ayudarán a vencer el apocalipsis al que estamos abocados.
– ¿De veras cree eso?
– No sólo lo creo yo, señora. -Tiró de mi brazo dirigiéndome a un claro que se abría unos metros a nuestra izquierda, al final de una encrucijada de galerías-. También Martin.
Aguardé un segundo antes de decir nada. Dudé si hacerlo, pero me animé:
– Ahora que lo menciona, todavía no le he preguntado si usted sabe por qué lo han secuestrado…
Dujok no titubeó.
– Por la misma razón por la que nos persiguen a nosotros, señora. Quieren sus piedras para abrir ese portal invisible al que se refieren todas las religiones del planeta, ese que existe entre su mundo y el nuestro, y así ser los primeros en poder hablar con Dios. Y, si es posible, los únicos.
– ¿Y con las piedras les basta?
– No. También necesitan la tabla que las hace funcionar.
El armenio se detuvo entonces junto a una escala corroída por el óxido que ascendía hasta el techo de aquella galería. Terminaba en un boquete redondo, perfecto, por el que se asomaba el inconfundible perfil de Waasfi. Debía de hacer un buen rato que nos esperaba.
– ¿La tabla? ¿Qué tabla?
– Suba. Rápido -ordenó-. Diré a mis hombres que se la muestren. Hoy se ha ganado verla.
Capítulo 67
La puerta de la habitación 616, en la planta de cuidados intensivos del hospital Nuestra Señora de la Esperanza, se abrió sin que nadie se anunciara. Nicholas Allen aguardaba hambriento la llegada del desayuno, así que al oír cómo ésta se deslizaba se incorporó animoso. Lo que vio, sin embargo, le quitó las ganas de comer. «Otra vez ese tipo», torció el gesto al reconocer a Antonio Figueiras caminando con paso distraído hacia su cama acompañado de otro hombre al que no había visto jamás. Ambos parecían resueltos a hablar con él, pero esa urgencia era más evidente si cabe en el desconocido.