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Capítulo 68

– ¿Qué es esa tabla exactamente?

Waasfi sonrió dejando que la serpiente que llevaba tatuada en la mejilla se encogiera como asustada. No creo que entendiese ni una palabra de lo que dije, pero por mi actitud supo que le estaba hablando de la reliquia que protegía en su bolsa de nylon. La explosión casi no le había afectado. Sus ropas no estaban desgarradas ni quemadas y su aspecto general era bastante aceptable.

– ¿La tabla?-repitió fijándose en mi aspecto desaliñado, y señalando luego a su tesoro-. ¿Amrak?

Asentí.

– Es una reliquia de la época de John Dee, señora Faber -terció Dujok a mi espalda-. En realidad, él la llamó mesa de invocación.

Mientras el sheikh Dujok abandonaba el subsuelo y se sacudía el polvo de ropa y botas, el muchacho del tatuaje dejó que le echara un vistazo.

Al principio creí que la bolsa estaba vacía. Su fondo era de color oscuro, rugoso, y no pensé ni por un momento que «eso» fuera la dichosa reliquia de Dee. Pero al fijarme mejor, y gracias a que la luz del día cada vez clareaba más, me di cuenta del error. Claro que había algo ahí dentro. Era un cuadrado color carbón que presentaba delicadas inscripciones en la superficie. Estaba muy deteriorado por el paso del tiempo. Hendiduras y protuberancias se repartían por doquier distorsionando unos dibujos -tal vez algún tipo de escritura-, a cuál más extraño.

– Tras la desaparición del Arca de la Alianza, casi mil años antes del nacimiento de Cristo, Dios no volvió a dar instrucciones sobre cómo construir ningún otro artefacto sagrado hasta que diseñó el que ahora tiene ante sus ojos.

Dujok se había acercado a nosotros tranquilo, como si nada hubiera pasado y tuviera la situación bajo control.

– ¿Y usted cree que fue Dios quien…?

– Fue el arcángel Uriel -sonrió-. O eso explicó John Dee en su libro De Heptarchia Mystica. Uriel se le manifestó como una criatura de cabeza tan brillante como el Sol, larga cabellera, con una cuerda atada a lo largo del cuerpo y una luz deslumbrante en la mano izquierda. Le entregó unas piedras con las que poder hacer conjuros y después le fue dando las indicaciones para dar forma a esa tabla o mesa de invocación.

– Y esto fue lo que rescató en Biddlestone, ¿me equivoco?

– En absoluto. Este es el objeto que Martin descubrió y que quiso activar el día de su boda. Desde entonces no ha dejado nunca de dar señales de vida.

– ¿Qué clase de señales?

– Por ejemplo, mantiene una temperatura constante de dieciocho grados centígrados. Ninguna piedra hace eso.

– No parece un detalle importante.

– Todos los detalles lo son.

– Entonces, ¿tiene una idea de por qué los ángeles le dieron algo así a Dee?

El armenio se acercó a mí con ademán paternalista.

– Es una buena pregunta. Martin y yo nos la formulábamos a menudo, y al final llegamos a una conclusión un tanto estremecedora. Verá: Dee pasó sus últimos años de vida obsesionado con lo que él llamaba el Libro de la Naturaleza. Creía que el Universo entero podía leerse como si fueran las páginas de un grimorio. Creía incluso que podía manipularse a voluntad si se conocía qué palabras intercalar aquí y allá; si se dominaba la lengua con la que fue escrita la Creación. El caso es que los ángeles que lo visitaron parecían muy nerviosos cuando le confiaron esta tabla. Por alguna razón, les urgía que Dee consiguiera comprender de una vez por todas ese lenguaje secreto, esa «cábala» que le permitiera modificar la obra de Dios. Debió de ser como intentar enseñar genética a un niño de once años. Fracasaron. Entonces le amenazaron con la llegada de cambios terribles en el clima, desastres sin par, si no lograba aprender el manejo de la tabla y del idioma que la activaba… pero murió sin conseguirlo.

– ¿Y los desastres?

– Se produjeron, señora -suspiró-. Se produjeron.

– ¿En serio?

– Pocos años después de su muerte, hacia 1650, Europa vivió uno de los peores momentos medioambientales de los últimos nueve mil años. Las temperaturas descendieron tanto que se perdieron cosechas enteras. Miles de familias perecieron de hambre, enfermedad y frío. Y hoy sabemos por qué. Todo fue culpa del Sol -prosiguió-. La actividad magnética del Astro Rey alcanzó mínimos históricos. En los libros de astronomía se conoce a esos años como los del «mínimo de Maunder», y sus terribles efectos se alargaron hasta principios del sigloXVIII. Creo que eso fue lo que los ángeles quisieron advertir a Dee y él no supo interpretar.

– ¿Y usted? ¿Cree que sabrá hacerlo mejor que él?

– Bueno… -sonrió-. Si esas criaturas volvieran a establecer comunicación a través de las piedras, estoy seguro de que lo haríamos mucho mejor. A diferencia de lo que ocurría en la época de Dee, o en la de Moisés, nuestra civilización ya dispone de un lenguaje científico y podríamos interpretar con más rigor sus avisos. Por eso estas piedras deben estar en nuestro poder, y no en manos de quienes sólo especularían con ellas y aprovecharían las comunicaciones angélicas para Dios sabe qué oscuros propósitos.

– Entonces, ¿no hacen esto por fe ni por deseo de poder?

– Nosotros no, señora. Lo hacemos por pura supervivencia. Hemos aprendido que los ángeles sólo hablan a través de la tabla y las adamantas si tienen algo muy serio de lo que advertirnos. Y este momento no es una excepción. De eso estoy seguro.

Capítulo 69

Cuando el Cadillac blindado del presidente de los Estados Unidos accedió al aparcamiento de la Casa Blanca, una luna llena gris y magnífica plateaba los principales monumentos del Malí. La sombra del obelisco levantado en memoria de George Washington empezaba a alargarse hacia los jardines de su residencia oficial como una lanza afilada. Castle lo consideró un mal presagio. Y con ese ánimo holló las alfombras del Despacho Oval calculando qué haría si los hombres de Owen se adelantaban a sus observadores en España y conseguían hacerse con la piedra que había creado las alteraciones detectadas por la NRO. ¿Podría fiarse de lo que le dijera el director de la Agencia Nacional de Seguridad? ¿Y con quién podría consultar sus dudas después de jurar que no haría uso de la información del Proyecto Elías?

Nunca se había sentido tan solo.

Sobre todo ahora.

Estaba seguro de que ni el vicepresidente ni ningún otro miembro de su equipo entenderían que gastara ni un minuto de su tiempo en satisfacer lo que, desde fuera, podría malinterpretarse como una curiosidad personal. Pero no lo era.

«Al menos Elías existe», se concedió.

Y con infinita nostalgia, a aquella idea enseguida le siguió otra: «Papá estaba en lo cierto.»

Casi había olvidado la cena que siguió a la lejana recepción de los hopi en el Capitolio de Santa Fe. Era curioso cómo funcionaba la memoria. Una nota musical, una fragancia o un sabor podían trasportarlo a tiempos en los que no reparaba desde hacía lustros. Esta vez el estímulo fue una palabra. Un nombre propio, para ser exactos. Chester Arthur. La última vez que oyó hablar de él fue precisamente a los indios hopi. Y pese a que no tenía frescos los pequeños detalles de la conversación, recordaba muy bien sus líneas maestras. Oso Blanco, un tipo grueso, de mirada felina y rostro surcado por las profundas arrugas que da una vida llena de decisiones difíciles, repetía una y otra vez que en 1882 Arthur firmó la orden ejecutiva por la que sus antepasados recibieron los dos millones y medio de acres de tierra en el corazón de Arizona que hoy forman su impresionante reserva. «Pero fue un regalo envenenado -rezongó-. Hasta ese momento, todo el mundo perseguía a mi tribu: los colonos nos odiaban y los misioneros católicos no cesaban de presionarnos para convertirnos a su fe. La promesa de una tierra propia, independiente, llegó como llovida del cielo.» «¿Y dónde está el veneno?» Castle le hizo la pregunta clave encogiéndose de hombros. Sabía que el presidente Arthur fue un hombre sensible con las minorías étnicas que quiso sacar a los nativos americanos de Nuevo México y Nevada para agruparlos en una zona neutral a salvo de los pillajes. Pero Oso Blanco se resistió a aceptar ese punto.