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El viejo jefe indio tenía ochenta y cinco años el día de su visita a Santa Fe y una historia que contar a un hombre blanco influyente antes de morir. Castle fue el elegido.

– ¿Sabe una cosa, gobernador? -dijo-. Me enternecen los esfuerzos que hacen los políticos por proteger a sus votantes.

– ¿Por qué lo dice? ¿No le ha gustado la recepción?

– Oh, sí -sonrió-. No es por eso. Pensaba en que si supiera lo que dicen nuestros ancestros sobre el destino que espera a la Humanidad, tal vez usted no se tomaría tantas molestias y pasaría más tiempo con su familia.

– ¿Quiere que me jubile ya? -bromeó.

– No. Quiero que se prepare. Las profecías lo dicen muy claro.

– ¿Las profecías? ¿Las de su pueblo? -Castle se dejó servir el café-. ¿Y qué dicen?

– Que estamos en la recta final del cuarto mundo, gobernador. Nosotros, tal vez nuestros hijos, veremos la desaparición de esta civilización.

– ¿El cuarto mundo? Yo sólo conozco éste…

El anciano sonrió con benevolencia.

– De los dos primeros sabemos bien poca cosa, señor. Entonces el hombre aún no existía y no vio las erupciones y corrimientos de tierra que cerraron el primer ciclo del planeta. Y por suerte tampoco sufrió los hielos del segundo. Pero del tercero aprendimos mucho… Ése sí lo padecimos.

– ¿De veras?

– El tercero fue destruido por una gigantesca inundación.

– ¡Ah! ¡El Diluvio Universal!

El anciano asintió.

– Ustedes los cristianos lo llaman así. Aunque siempre se olvidan de lo que ocurrió antes de la catástrofe. Los hopi no. Nuestros ancianos todavía pronuncian el nombre de la capital del mundo antiguo. El Washington del tiempo se llamó Kasskara, gobernador. Se levantó sobre una tierra en medio del océano que se hundió tras la crecida de las aguas.

– También conozco el mito.

– Todos lo conocen -lo atajó el anciano-. La cuestión es: ¿se lo creen?

Oso Blanco prosiguió:

– Los ciudadanos de Kasskara fueron los últimos que tuvieron el privilegio de ver, tocar y conversar con los antiguos dioses. Ellos los llamaban katchinas, los «altos y respetados sabios», y de ellos recibieron inmensos conocimientos. Durante milenios, fueron los verdaderos dueños de la Tierra. Disponían de máquinas voladoras; eran capaces de comunicarse a distancia, de provocar la lluvia o la sequía, y hasta de destruir un país en una sola noche. Cuando el presidente Arthur supo de su existencia y vio que Kasskara se parecía tanto a la Atlántida, reconoció a los hopi como los depositarios de un conocimiento que le interesaba y nos propuso cambiárselo por la propiedad de nuestras tierras. Por eso dije que su cesión estaba envenenada, gobernador.

Oso Blanco hizo caso omiso a la mirada incrédula de Castle y de su esposa. Si entonces hubiera sabido de la fascinación que Chester Arthur sintió por la Atlántida y por el «gran secreto», le hubiera prestado más atención.

– Con todos sus avances, su ciencia y su maravillosa tecnología -continuó hablando el hopi-, los katchinas fueron incapaces de detener aquel diluvio. Por eso, cuando comprendieron que la catástrofe era inevitable, decidieron salvar a algunos humanos. A esos supervivientes los adiestraron para recibir un regalo que, si se usaba con prudencia, podría sernos de una gran utilidad en el futuro, cuando llegara el final del siguiente mundo y ellos no estuvieran cerca para ayudarnos.

– ¿Una canoa salvavidas…?

– Una piedra sagrada, gobernador -lo atajó, muy serio-. O, para serle más preciso, una pequeña serie de ellas que se repartieron por los cuatro confines de la Tierra, ocultándose en lugares sacratísimos.

– Una piedra no parece un gran regalo.

– No juzgue a la ligera. Aquí, a Nuevo México y Arizona, se trajo una muy poderosa. Fue tallada por los katchinas y depositada en un lugar secreto al que sólo el jefe de cada clan accede cada cierto tiempo. Se la visita para comprobar si tiene algo que decirnos. Algo malo. El presidente Arthur supo de su existencia gracias a un antepasado mío y la consultó en varias ocasiones. Yo la vi por última vez en 1990. Y debo decirle que sigue escondida en su estado, gobernador.

– ¿Y a usted le ha hablado alguna vez? -sonrió, perplejo ante las supersticiones indias.

– Se lo diré: hasta esta misma semana creí que moriría sin oírla. En el fondo, que eso ocurriera era un alivio. Prefería que fuera mi sucesor quien tuviera esa responsabilidad… Pero algo, señor, acaba de suceder.

Castle dejó su café sobre la mesa.

– Cuénteme.

– Gobernador, la falta de lluvias de los últimos años y el desecado de fuentes y ríos en nuestra reserva me obligaron a regresar hace un par de días a su escondite. Y esta vez, tras tres mil años de silencio, la piedra ha hablado.

– ¿En serio?

– No estoy loco. -El rostro del indio se había ensombrecido-. Tómelo o déjelo, pero su parlamento anuncia que el fin del cuarto mundo llegará en breve. Tal vez dentro de pocos años. Mis antepasados juraron lealtad al gobierno de los Estados Unidos cuando firmaron los acuerdos con el presidente Arthur, y recurro a usted en virtud de ellos. Sé que el gobernador puede informar a la Casa Blanca antes de que todo se desencadene. Y debe hacerlo cuanto antes. Es más, antes de actuar, ¡debería usted hablar con la piedra! Eso le daría argumentos ante los incrédulos.

Capítulo 70

Al sargento mayor Jerome Odenwald le tembló el pulso de rabia cuando la mirilla telescópica de su lanzacohetes M72 se posó sobre su objetivo. Los hijos de puta que habían matado a cuatro de sus compañeros y contusionado a un quinto merecían un escarmiento. Por culpa suya pronto se enfrentaría a un tribunal militar, tendría que dar explicaciones sobre por qué un «fuego no especializado» había reducido su unidad al mínimo, y a santo de qué habían convertido el centro de un pequeño pueblo de la costa norte española, en pleno territorio OTAN, en un campo de batalla con riesgo para la población civil. Tendría suerte si no terminaba ante un consejo de guerra.

Odenwald estaba furioso. Su euforia al saltarle la tapa de los sesos al tipo que se había encontrado malherido a la entrada de la iglesia ya se había evaporado. Ahora comprendía que matarlo había sido un error. Debió dispararle en el estómago y dejarlo que se desangrara como un cerdo hasta que los calambres terminaran con él. Aunque eso tampoco hubiera resuelto las preguntas que ahora lo atormentaban. ¿De dónde habría sacado aquel desgraciado el armamento de precisión que llevaba encima? ¿Y en qué campo de criminales se habría entrenado?

Odenwald sólo estaba seguro de una cosa: los tipos que tenía en línea de fuego en ese instante no eran unos terroristas cualesquiera. O, al menos, no la clase de hombres «de bajo perfil agresivo» que les habían ordenado neutralizar en el Cuartel General.

El soldado apagó la radio para que nada lo distrajera y se concentró en lo que aparecía en su visor.

– Os tengo -susurró.

Tres varones y una mujer -Dujok, Waasfi, Haci y Julia Álvarez- acababan de emerger por la boca de una alcantarilla, muy cerca de los soportales del teatro Noela. El SEAL los reconoció enseguida. Huían del caos que se había formado calle abajo, donde una nube de vehículos policiales y medicalizados aún trataban de hacerse una idea de lo ocurrido.