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Aquellos tipos estaban de suerte. Cuando el sargento mayor iba a abrir fuego contra ellos, se dio cuenta de algo: a pesar de los evidentes signos de fatiga que mostraba el grupo, conversaban absortos alrededor de un objeto que emergía de una bolsa oscura que descansaba sobre el asfalto.

«¡La caja!»

Las pupilas del tirador se dilataron. Eso era exactamente lo que su unidad había recibido la orden de recuperar.

Jerome Odenwald apartó el dedo del gatillo y tanteó el tronco de su arma en busca de otro de sus sofisticados juguetes: el whisper detector, una especie de oreja electrónica direccional incorporada al visor de su arma y conectada vía bluetooth a los auriculares que llevaba ocultos bajo su gorro de lana. Bien dirigido, el sensor podía amplificar cualquier conversación que se desarrollara dentro de un radio de ciento cincuenta metros. Su objetivo estaba dentro de ese área. Lo activó y, sin que ninguno lo sospechara, se puso a la escucha.

– … Señora Faber… -La voz grave de Artemi Dujok, que a Odenwald le pareció de porte militar, sonó en sus cascos con total nitidez-: Está ante el emisor de radio más antiguo del mundo. Tiene cuatro mil años y funciona casi como el primer día.

«Cuatro mil años.» Odenwald ajustó el volumen.

– Martin y yo invertimos mucho tiempo en encontrarla -continuó Dujok-. Finalmente, su marido descubrió su paradero al descifrar una de las tablas con nombres angélicos que Dee dejó escritas antes de morir.

– ¿Y dice que con esto puede hablarse con Dios? -titubeó la muchacha sin perder de vista el contenido de la bolsa.

– Una leyenda dice que san Jeremías la usó para atender la Palabra de Dios y escribir el libro de profecías que se incorporó a la Biblia. A través de esta piedra supo de los tiempos nefastos que caerían sobre Jerusalén, la llegada de Nabucodonosor y el exilio en Babilonia. Por eso, y para evitar que algo tan preciado cayese en manos paganas, Jeremías se lo llevó tan lejos como pudo, escondiéndolo en las islas Británicas.

Julia arqueó las cejas.

– Hasta que terminó en Biddlestone…

– Así es. Ahora sabemos que este objeto sólo actúa cuando detecta el campo de energía de una adamanta en ciertos días «especiales» y haya alguien como Jeremías que actúe de catalizador. Usted, sin saberlo, ya la ha hecho funcionar dos veces, señora. Es más de lo que habíamos logrado con ninguna otra persona.

Odenwald había escuchado bastante. Estaba seguro de que la reliquia que le habían ordenado recuperar estaba a sus pies. Era más de lo que necesitaba. Si no erraba el tiro -y no había una sola razón para hacerlo-, a aquellos cuatro indeseables les quedaban tres segundos de vida antes de que Amrak pasara, al fin, a sus manos.

Su expediente no estaba definitivamente arruinado, después de todo.

Capítulo 71

Pese a los puños y asientos calefactables de su moto BMW K1200 de alquiler, Ellen Watson no logró quitarse de encima el frío horrible que le presionaba las articulaciones. Su instinto le había hecho optar por un vehículo ligero y veloz como aquél. Sabía que no tenía tiempo que perder si quería alcanzar a Julia Álvarez y a sus secuestradores antes de que abandonaran Noia. Y el dichoso pueblo de pescadores estaba a casi cuarenta kilómetros de Santiago. Situado al final de un valle brumoso y húmedo, a Noia se tardaba casi una hora. La maldita autopista que debía unir ambos puntos llevaba años esperando a que la terminasen y salvo que se dispusiese de una montura rápida, el viaje podía ser interminable.

Ellen acertó de pleno.

Apenas faltaban veinte minutos para las nueve cuando sus ciento diez caballos ronronearon al encarar la calle Juan de Estivadas. Si la ascendía llegaría enseguida al centro histórico del pueblo. Su corazón empezó a latirle con fuerza. El GPS conectado por bluetooth a los auriculares de su casco de fibra de vidrio rosa indicaban los metros que le quedaban para llegar. Sólo le extrañó que, pese a la hora, los comercios y las aceras estuvieran completamente vacíos.

«¿Qué pasa? ¿Nadie sale?»

Al volver una esquina y encarar la última cuesta que la separaba de las coordenadas fijadas, adivinó la primera silueta humana. No percibió nada raro en ella. Se trataba de un varón joven, vestido con prendas negras ajustadas -quizás otro motorista-, que estaba ligeramente reclinado sobre el capó de una furgoneta de reparto. Descansando tal vez. Pero fue al segundo siguiente cuando se alarmó. Aquel hombre llevaba puestas unas Eagle-1, unas gafas de cristales de policarbonato especiales para tiradores de élite del ejército norteamericano que ella conocía muy bien. Aquello era todo un OOPART. Un Out-of-Place-Artifact. Un objeto fuera de lugar. En una fracción de segundo distinguió que su gorro de lana le tapaba buena parte de sus facciones y que un cable negro se le metía en la camisa hacia algún tipo de intercomunicador.

«¡Por todos los diablos!»

Ellen frenó en seco su máquina, la calzó y se lanzó como una loca hacia uno de sus maleteros laterales. Su corazón había escalado hasta la garganta.

«¡Va a disparar! -se alarmó-. ¡Debo detenerlo!»

En efecto. Aquel pajarraco tranquilo acababa de levantar el tubo verde de su lanzacohetes y apuntaba directamente hacia un punto del fondo de la calle. Un punto -calculó Watson- que debía de coincidir casi exactamente con el que marcaba la información de su satélite.

«¡Debo detenerlo!», se repitió.

Antes de que aquel tipo terminara de ajustar su mirilla al objetivo, Ellen lo encañonó:

– ¡Alto! ¡Levante las manos! -gritó.

El hombre no se inmutó siquiera. Sin moverse de su posición, agitó levemente el tubo de su arma y palpó el gatillo para accionarla. Ni se lo pensó. En la fracción de segundo siguiente, dos disparos de la Beretta de aleación que había sacado de su portaequipajes rompieron el silencio del pueblo. Tump. Tump. Sólo entonces, nerviosa perdida, se quitó el casco, respiró hondo aquella mezcla de pólvora y brisa marina que había quedado flotando a su alrededor, y descubrió a quién acababa de abatir: un hombre de complexión musculosa, vestido con el uniforme oscuro de ataque nocturno de los SEAL, cuya sangre empapaba ahora unos adoquines de sabía Dios cuántos siglos de antigüedad.

«¡Mierda! ¡Es un marine!»

Sus dos tiros lo habían alcanzado de pleno. Uno, el más aparatoso, a la altura del cuello, atravesándolo de lado a lado. Otro, junto al riñón y los pulmones, letal.

Calle abajo, justo donde moría la calzada en la que se encontraba, otras cuatro siluetas -las únicas que logró distinguir en toda la zona- se afanaban en poner a salvo una bolsa de viaje negra mientras tomaban claramente posiciones para defenderse. Tres eran varones e iban armados. La cuarta era una mujer con el pelo color zanahoria. Creyó reconocerla por las fotos que había visto en Madrid. ¡Era Julia Álvarez! Y sus dos tiros, como se temía, no les habían pasado desapercibidos.

Ellen Watson, adiestrada para tomar decisiones vitales en tiempo récord, calculaba ahora cómo se enfrentaría a unos hombres que -según las estimaciones que había escuchado horas antes en la embajada- poseían un sofisticado armamento electromagnético y habían secuestrado primero a Martin Faber y luego a su esposa.

Capítulo 72

Me puse a temblar como una mocosa.

No bien habíamos acabado con la pesadilla de la explosión en Santa María a Nova, dos disparos sonaron a unos metros de nosotros. Los reconocí enseguida: detonaciones secas, fuertes, que precedieron al desplome de un tipo vestido con ropas oscuras, oculto tras un furgón.