– ¿Qué hace esa gente? -preguntó el astrofísico, intrigado.
Oso Blanco hizo una señal para que se acercaran. Y al hacerlo, algo los desconcertó aún más. No eran los muchachos quienes cantaban. ¡Era la roca! Su melodía, explicó el anciano, actuaba como una onda portadora modulada a intervalos regulares por algún mecanismo invisible.
– Son jóvenes con dones especiales, señor Bollinger -aclaró Oso Blanco-. Sólo están escuchando a la piedra. Si su canto experimentara la más leve variación, me avisarían.
Andrew se quedó impactado. «La naturaleza no hace eso», pensó.
– ¿Qué? ¿Me cree ahora, gobernador? -Oso Blanco estaba pletórico-. La piedra lleva hablándonos así más de una semana.
«¿Hablándoles?»
El astrofísico se acercó curioso a aquella especie de lasca. Sorteó a los escuchas y acercó poco a poco su índice hasta tocarla. Luego, con la aquiescencia del jefe indio, se la acercó a los labios. Todos lo dejaron hacer. También aquella cosa, que siguió «cantando» ajena a su presencia. Los hopi no se opusieron a que sus huéspedes la tomaran entre las manos, la sopesaran, la midieran e incluso la golpearan con los nudillos o se la acercaran al rostro. Su examen -en no pocos momentos, rudo- se prolongó durante casi media hora. Y en todo ese tiempo, el zumbido no dejó de escucharse ni un segundo. Por más que la escrutaron y agitaron, ningún detalle los hizo cambiar de idea sobre su naturaleza inerte y compacta. No era una máquina. Carecía de fuente de alimentación o de altavoces. No era tampoco un hongo, un fragmento de metal ni nada que pudiese emitir una señal. Y sin embargo lo hacía.
Sentados junto al venerable Oso Blanco fuera ya de aquel lugar, tuvieron ocasión de parlamentar un buen rato sobre lo que habían visto. Fue una conversación distendida que se extendió durante casi dos horas y que les aportó más dudas que certezas.
– Esa señal es la conversación que la piedra mantiene con la tierra de los dioses -dijo el anciano en un momento dado.
– ¿Y usted la entiende?
El viejo hopi contempló a Bollinger como si se apiadara de su ignorancia.
– Por supuesto. Todos los de mi estirpe la entendemos.
– ¿Y qué dice?
– Habla del día del fin.
– ¿En serio? ¿Da una fecha? -saltó Castle.
– Así es, gobernador. Una y otra vez. Pero no utiliza el tipo de calendario al que ustedes están acostumbrados. En la vastedad del Universo el tiempo no se mide con arreglo a las órbitas que completa la Tierra alrededor de nuestra pequeña estrella. Debe comprenderlo.
– ¿Y qué tiempo da?
– El tiempo del Sol, señor.
– Dios Santo, Roger. ¡Han pasado más de veinte años de aquello!-protestó enérgico Andrew Bollinger al otro lado del teléfono-. ¡Casi prefiero ni acordarme!
– ¿Nunca volviste a ocuparte de aquello? Pero ¿qué clase de científico eres?
Bollinger no rio el sarcasmo de su amigo:
– Todo lo que concluí, Roger, es que aquellos días el Sol decidió bombardearnos con una bonita tormenta electromagnética. Fue una especie de huracán Katrina de plasma. Quizá tú no lo recuerdes, pero yo tengo grabada a fuego esa fecha. El 13 de marzo de 1989 pasaron muchas cosas raras en América. En San Francisco las puertas automáticas de la mayoría de los garajes de los suburbios empezaron a subir y bajar solas, como en una escena de Poltergeist. La mitad de nuestros satélites se desprogramó, y hasta el trasbordador espacial Discovery tuvo que abortar su regreso a la Tierra al volverse locos los indicadores de sus tanques de hidrógeno. ¿Y sabes qué fue lo peor?
Castle había enmudecido.
– Que la red eléctrica de Quebec se colapso por completo. ¡21 500 megavatios se fueron al carajo durante noventa segundos! ¡Y sin venir a cuento! La mitad de Canadá estuvo nueve horas sin electricidad y se tardaron meses en reparar las averías que causó aquello. Cuando me enteré del desastre al regreso de nuestra excursión, hasta me pareció normal que aquella piedra cantara.
– Nunca me hablaste de eso.
– Jamás me preguntaste, Roger. Volviste a tus asuntos enseguida y no nos vimos en mucho tiempo. Estabas muy ocupado.
El presidente pasó por alto el sutil reproche de su amigo.
– El caso es que ahora tengo gente detrás de piedras como las de Oso Blanco -dijo-. Piedras que emiten señales y que podrían sernos útiles en la predicción de catástrofes de ese tipo. Mi equipo sabe que esas señales aumentan su potencia de manera exponencial y pueden llegar a alcanzar el espacio exterior, pero no sabemos qué significa ese comportamiento.
El astrofísico no dijo nada.
– No sé qué pensarás de todo esto, Andy -continuó Castle-, pero te diré lo que me sugiere a mí. ¿Y si aquella maldita piedra fuera… -titubeó- una especie de emisora para alertar a una civilización extraterrestre de algo? Podría haber detectado algún cambio en el magnetismo terrestre y haberse puesto a emitir para avisarlos, como si fuera una baliza de socorro o algo así… ¿Tiene eso algún sentido para ti?
– ¿Bromeas? ¿Sabes qué condiciones extremas debe reunir una señal para escapar de nuestra atmósfera y alcanzar un punto lejano del Universo? Además -gruñó-, si eso ocurriera, si la dichosa piedra de Oso Blanco, o cualquier otra, enviara señales al espacio profundo, nuestra red de antenas y satélites la habría detectado.
– Nuestros satélites espía lo han hecho.
– ¿Qué?
– Algo está saliendo de nuestro planeta, y no lo estamos enviando nosotros, Andy. Lo que necesito saber es adonde se dirige esa señal. ¿Podrías ayudarme con eso?
– Claro. -El tono de Bollinger no sonó muy convencido-. Pero no parece fácil, Roger.
– No te he dicho que lo sea.
– Aunque consiguiera determinar el rumbo de esa señal y averiguar su destino, ahí fuera hay al menos un millar de planetas extrasolares a los que podría dirigirse. Hemos inventariado colosos del tamaño de Júpiter, de estructura gaseosa, demasiado cercanos a sus estrellas para albergar vida y tener una civilización capaz de escuchar una señal procedente de la Tierra. Pero también…
Andrew Bollinger titubeó.
– Bueno… También manejamos un cálculo conservador que cifra en unos cuarenta mil los sistemas planetarios «tipo Sol» a menos de cien años luz de nosotros. Ya sabes, planetas que orbitan alrededor de una estrella del tipo M, ni muy grande ni muy débil. Y aunque estadísticamente sólo cinco de cada cien reúnen condiciones de habitabilidad similares a la Tierra, eso significa que en este barrio cósmico hay al menos dos mil lugares con posibilidades reales de acoger a alguien que podría escuchar tu señal.
– ¿Tantos?
– Quizá haya más -admitió Bollinger-. Por eso tu pregunta tiene una respuesta tan compleja.
– ¿Lo crees posible o no?
– ¿Que haya gente ahí fuera escuchando la señal que emiten unas piedras?
– Voy a enviarte los datos de esas señales, Andy. Tú averigua lo que puedas. ¿Vale?
– Claro, presidente.
Capítulo 76
Cuando los tres rotores del insecto de acero de Artemi Dujok comenzaron a silbar de nuevo sobre nuestras cabezas, sentí un profundo alivio. Habíamos desandado nuestros pasos hasta la playa y encontrado nuestro helicóptero justo donde lo dejamos. Era una buena señal. Pero, sobre todo, no habíamos vuelto a tropezamos con ninguno de los soldados que casi acaban con nosotros en la iglesia de las lápidas. Ahora, aferrada a mi adamanta, empezaba a ver la luz al final del túnel por primera vez en mucho tiempo. Dujok, seguro de sí, me prometió que era cuestión de horas -un día tal vez- que volviera a estar junto a Martin. Y que antes de que me diera cuenta, aquella pesadilla habría terminado.