Entre las secuencias desclasificadas no sólo se entregaron tomas del KH-11, sino imágenes obtenidas por aviones espía U2 e incluso por los heroicos satélites Corona. Todas estaban fechadas entre 1959 y 1960 y demostraban que aquella maldita cosa con el aspecto de un gran cajón de madera existía. Y que se dejaba ver sólo cuando sus caprichosos hielos querían.
Pero no había sido únicamente eso lo que Martin Faber solicitó a los archivos de Langley.
Lo que él pidió formaba parte de un dossier más reducido, no desclasificado, del que unos pocos miembros de Elías conocían su existencia. Y justo ése era el archivo que estaba ahora en su mesa.
Michael Owen lo acarició nostálgico.
Ya tenía una idea de lo que Faber buscaba; de lo que lo había llevado a huir al Ararat antes de su secuestro, e incluso de lo que Dujok quería. Todo era lo mismo. Sólo esperaba que aquello que estaban detectando sus satélites no tuviera que ver con ello.
Capítulo 78
– ¿Ya?
La conversación telefónica de Ellen Watson fue tan breve, tan aséptica, que pensé que no había logrado comunicarse con su interlocutor. Supongo que se me hacía extraño que una jovencita como aquélla pudiera marcar un número y hablar con el hombre más poderoso del planeta.
– ¿Y bien? -la abordó Dujok impaciente-. ¿Qué ha dicho?
Los ojos aguamarina de Ellen se oscurecieron.
– El presidente se ocupará personalmente de que el USS Texas no nos moleste.
– ¿Eso es todo?
– Me preguntó hacia dónde nos dirigíamos y si pensábamos hacerlo en helicóptero.
– ¿Y qué le ha respondido? -insistió.
– Que nuestro objetivo está cerca de Turquía, en el lugar donde se ha detectado la señal de la última adamanta, y que no tenía ni la más remota idea de cómo llegaríamos a la zona. ¿Lo sabe usted?
La sombra de la soberbia iluminó el rostro del armenio.
– Este aparato tiene una autonomía de vuelo de once horas -nos anunció-. Puede alcanzar una velocidad de seiscientos kilómetros por hora, así que nos bastarán siete u ocho para llegar a destino sin tener que hacer ninguna escala. ¿Podría ocuparse usted de que nos autoricen un plan de vuelo?
– Desde luego. ¿Necesita las coordenadas de la «emisión X» que hemos triangulado en Washington?
– No será necesario -sonrió algo más tranquilo, palmeando el ordenador en el que habíamos visto el «eco» de mi adamanta-. La señal que nos han dado las nuestras procede de uno de sus satélites. Nos fiamos de ustedes.
Capítulo 79
En el puente de mando del submarino más moderno de la flota de los Estados Unidos cundía la desesperación. Dos de los tres grandes monitores que servían de panel de comunicaciones entre el «vientre de la ballena» y el exterior habían recibido las imágenes satélite en las que se veía a su unidad de asalto caer bajo el fuego enemigo. Todos a bordo estaban consternados. El HMBB había captado el preciso momento en el que un vehículo no identificado entró en la zona de combate y decidió la suerte del sargento Odenwald, certificando el fracaso de la misión. Y para empeorar todavía más las cosas, el capitán de la nave había interrumpido de malas maneras su conferencia con el director de la NSA cuando le ordenó que se quedara de brazos cruzados.
Ahora se le abría un nuevo frente.
– Capitán, aquí sonar.
La imagen del oficial responsable de los equipos de detección apareció en el tercer monitor junto a una gráfica que reproducía la costa de la ría de Muros y las embarcaciones que a esa hora la transitaban. El capitán Jack Foyle acercó la nariz al plasma para verlo mejor.
– ¿Qué ocurre, sonar?
– Una detección sospechosa, señor. Un helicóptero sin número de serie y con el transpondedor desconectado ha abandonado Noia hace unos minutos. Vuela rumbo noroeste.
– ¿Y bien?
– Acabamos de cruzar su posición con las coordenadas que da el satélite a la anomalía. Señor -el tono del oficial se volvió sombrío-: la «caja» va a bordo. La lectura electromagnética no deja lugar a dudas.
– ¿A cuánta distancia se encuentran de nosotros?
– A menos de diez millas.
La enorme torre de acero, su sofisticada antena de captación de señales y parte del lomo del USS Texas despuntaban sobre las aguas del Adán tico. Por muy rápida que fuera su navegación, les iba a resultar imposible interceptar aquel pájaro.
– ¿Quiere que lo derribemos, señor?
La pregunta de uno de los oficiales que acompañaban a Jack Foyle se adelantó a sus pensamientos. Era un joven contramaestre recién salido de la Academia que seguía sin pestañear las evoluciones del caso en el puente de mando.
– Nuestras órdenes son recuperar esa caja intacta, soldado. Si abrimos fuego contra ellos la perderíamos. Además, ¿ha pensado qué implicaciones tendría que nos cobrásemos más víctimas en un país aliado? Las del pesquero de esta mañana ya han sido suficientes…
El contramaestre no replicó.
– Sonar, ¿sabemos si el helicóptero mantiene su rumbo?
La nueva pregunta del capitán los devolvió a los monitores.
– De momento van costeando en dirección a La Coruña, señor.
– ¿La Coruña?
– Es una ciudad de tamaño medio al norte de nuestra posición.
– ¿Dispone de aeropuerto?
El oficial titubeó. Se dirigió hacia su monitor y tecleó varias instrucciones en la computadora antes de responder.
– Así es, señor.
– Comunicaciones -dijo el capitán Foley, virando sobre sí mismo y clavando sus ojos en una mujer morena que sostenía un teléfono inalámbrico en las manos-. Llame a la NSA y pídales que bloqueen ese aeropuerto y que den la alerta a las autoridades locales para que controlen estaciones de tren y autobuses. Enviaremos enseguida un equipo al lugar.
En vez de regresar a su puesto de control y acatar la orden, la militar dio un paso al frente tendiéndole el auricular:
– Señor, tiene una llamada.
– ¡Que espere! -gruñó.
– Lo siento, señor. -La mujer estaba rígida, pálida-. Ésta no puede hacerlo.
Capítulo 80
Haci era un magnífico piloto. Para sacarnos de allí había maniobrado su helicóptero lejos de las líneas de alta tensión y por debajo del alcance de los radares militares. Sabía que su vuelo no estaba registrado ni contaba con la autorización del espacio aéreo español y que la mejor opción para pasar desapercibidos a las autoridades militares locales era intentar moverse sin ser detectado. Por eso, antes de que nos diéramos cuenta, dejamos de costear y encaramos nuestro pájaro de metal hacia el noreste, sobrevolando pazos y aldeas del interior de Galicia mientras saboreábamos las primeras bocanadas de libertad. No dejaba de sorprenderme que un sentimiento así pudiera brotar con tanta espontaneidad. Visto desde fuera, mi panorama no era precisamente halagüeño. No había pegado ojo en toda la noche. Me habían disparado dos veces. Tenía aún contusiones en el cuello y en los músculos de las piernas y había estado sólo a un paso de la muerte, tal vez incluso dentro de ella. Y todo -o casi todo- por culpa del individuo que ahora dirigía nuestra expedición.
Aun así, saberme rumbo a Martin, al fin, me hacía enterrar cualquier reproche y sentir un creciente agradecimiento hacia Artemi Dujok y sus hombres.
«Un síndrome de Estocolmo de libro -me dije-. Pero ¡qué más da!»
Estábamos relajados, contemplando el paisaje que se extendía bajo nuestros pies, cuando uno de los paneles de la cabina de mando se encendió, soltando una cadena intermitente de silbidos.