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– Maestro -dijo Haci en inglés-. Hemos sido localizados por un haz de radar.

– ¿Puedes deshacerte de él?

– Lo intentaré.

El Sikorsky X4 descendió otra vez hasta rozar las copas de los eucaliptos. La máquina zumbó como un abejorro sobre caminos y pequeñas construcciones, pero el panel se mantuvo en rojo.

– ¿A cuánto estamos de la costa? -preguntó Dujok.

– A unos tres kilómetros, maestro.

– Bien… -Dujok cruzó sus manos pensativo-. Señorita Watson, ahora sabremos si ha merecido la pena aceptarla en este viaje. Si su jefe da la orden a tiempo, podremos salir de ésta. Si no, es más que probable que nos disparen en los próximos segundos. Lo sabe, ¿verdad?

– Confío en mi presidente, señor Dujok -dijo Ellen, sosteniéndole la mirada-. Nos ayudará.

– Eso espero.

Capítulo 81

– ¿Hablo con el capitán Jack Foyle?

La voz que crepitaba al otro lado del auricular le resultó familiar al oficial de mayor rango del USS Texas. Le habían transferido aquella llamada a un pequeño receptor de la sala de mando. Ni por un segundo le pasó desapercibido el halo de superioridad que desprendía el hombre que preguntaba por él.

– Capitán Foyle al habla, señor. ¿Con quién tengo el…?

– Soy el presidente Castle, oficial.

El marino se quedó mudo.

– Sé quién le ha enviado a la costa española -dijo sin rodeos el presidente, sin sombra alguna de reproche-. Aunque la Agencia Nacional de Seguridad haya tenido sus razones para hacerlo, le ordeno que revoque sus instrucciones de inmediato.

– Señor, yo…

– Usted es un soldado, capitán Foyle. Cumple órdenes y lo entiendo. No se le amonestará por ello.

– No es eso, señor. -El tono del militar había virado a neutro-. Hemos hecho una incursión en tierra y hemos perdido cuatro hombres.

– ¿Una incursión en suelo español?

– Así es, señor.

Durante unos segundos Castle no dijo nada. Luego prosiguió:

– ¿Y dónde están sus cuerpos? ¿Los lleva a bordo?

– No, señor. Supongo que a estas horas nuestra embajada trabaja en su repatriación. Están en manos de las autoridades locales. Los cuatro fueron repelidos por fuego enemigo durante una escaramuza urbana.

– ¿Fuego enemigo? -El tono de incredulidad del presidente había dado paso al de preocupación-. ¿Dónde?

– En Noia, señor. Una pequeña población de la costa oeste.

Castle guardó silencio de nuevo. Había sido muy cerca de allí, a bordo de un helicóptero, desde donde le había telefoneado Ellen Watson.

– ¿Y ha habido muertes de civiles, capitán?

– No que yo sepa, señor. Pero hemos causado cuantiosos daños a un edificio histórico.

– Está bien, capitán -resopló-. Debe saber que las circunstancias que han propiciado su misión han cambiado por completo. Necesito que haga tres cosas por su país.

– ¿Tres, señor?

– La primera, que abandone desde este mismo momento cualquier acción de combate o interceptación, sea del tipo que sea. No está autorizado a causar ni una sola baja más. ¿Comprende? Sé -añadió- que una aeronave ha despegado de Noia hace sólo unos minutos. Seguramente ya la habrán detectado. En ella viaja personal de mi oficina en misión especial. Ellos me han informado de su presencia en aguas jurisdiccionales españolas. Déjelos marchar.

– Señor… No quiero contradecirlo, pero fueron ocupantes de ese helicóptero quienes abrieron fuego contra nuestros soldados.

– Limítese a obedecer órdenes, capitán -lo atajó Castle, severo-. La segunda cosa que le pido es que se ponga en contacto con el almirante de la Sexta Flota para recibir su nuevo destino y redactar el informe de lo ocurrido. Dé cuenta a los familiares de las víctimas y asegúrese de su pronta repatriación. Después, abandone el área en la que se encuentra.

– ¿Y la tercera, señor?

– Quiero que responda a la pregunta que voy a hacerle, capitán. Y le ruego que sea totalmente sincero conmigo.

– Claro, señor.

– ¿Qué se supone que debía hacer usted exactamente en Noia?

Jack Foyle dudó un segundo. El director de la NSA le había ordenado no revelar, bajo ninguna circunstancia, el contenido del mensaje cifrado en el que se especificaba su misión. Pero ¿no responder a su comandante en jefe era una «circunstancia»?

– Señor -Foyle tomó su decisión con rapidez-, nuestras órdenes eran hacernos con una fuente de energía electromagnética móvil muy poderosa y llevarla de regreso a Estados Unidos para su estudio.

– ¿Sólo eso?

– No. Debíamos capturar con vida a una civil, Julia Álvarez, y neutralizar a sus acompañantes.

– ¿Le dijeron por qué?

– Sí, señor. Parece que esos tipos planean un atentado a escala global. Uno de una potencia inconcebible utilizando armas electromagnéticas.

Capítulo 82

Tres minutos más tarde, la señal roja del panel de mandos del Sirkovsky se había apagado por completo. Haci y yo fuimos los primeros en darnos cuenta.

– Los hemos perdido, maestro -informó el piloto.

Artemi Dujok enarcó una ceja, incrédulo.

– ¿Está seguro?

– Totalmente. El haz de radar ya no nos sigue.

El sheikh se giró ufano hacia Ellen Watson.

– Gracias, señorita Watson. Nos ha brindado un servicio excelente.

– Y ahora que le he demostrado mi voluntad de cooperación -aprovechó ella, disimulando su alivio-, ¿me contará todo lo que quiero saber sobre el Proyecto Elías?

Me fijé en la expresión de Dujok. El armenio le debía una explicación a su huésped y confiaba en que se la diera sin darme de lado.

– ¿No prefiere relajarse y dormir unas horas antes de llegar a nuestro destino?

– Habrá tiempo para eso. Ahora me gustaría conocer qué sabe usted de ese programa secreto.

– Muy bien -asintió-. Se lo ha ganado. Tenemos varias horas de vuelo por delante. No veo por qué razón no habría de compartir con usted todo lo que sé.

Ellen sintió que había llegado su momento.

– Verá, señorita: hasta donde conozco, el Proyecto Elías es una vieja iniciativa de los servicios secretos de su país. Quizás una de las más antiguas, porque implica la seguridad colectiva de su nación. Naturalmente, en las últimas décadas ha pasado por fases más activas que otras. Nosotros, los yezidís, supimos de su existencia hace mucho tiempo. Fue, como les he dicho, gracias a su suegro, a las advertencias de los rusos y también por culpa de unas viejas fotos del monte Ararat. Fueron tomadas poco después de estallar la Revolución bolchevique en Moscú, durante una expedición en la que participaron porteadores de nuestra religión. Desde entonces, nadie que las haya visto ha vivido lo suficiente para contarlo. Pero en ellas descansa la verdad última de lo que persigue ese proyecto…

Capítulo 83

La primera era una foto vieja. Casi una antigüedad.

Michael Owen la sacó del sobre y la acarició con veneración. Sabía que había sido obtenida por las tropas del zar Nicolás II en el verano de 1917 en algún lugar indeterminado de la frontera turco-rusa. Mostraba a un grupo de hombres de aspecto sucio. Parecían cansados, muertos de frío, estaban vestidos con sus uniformes de paño y lucían barba de varios días. Tres de ellos posaban en posición de firmes ante lo que parecía una casa en ruinas recién sepultada por una avalancha. Un terremoto, tal vez. La impresión, sin embargo, no podía ser más equívoca.