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– ¿Y qué haremos si los secuestradores de Martin están esperándonos ahí dentro? -le susurré, apretando el paso a su lado.

– Déjelos de nuestra cuenta, señora Faber. No serán un problema -dijo Dujok.

– ¿Ah, no?

– No -me calló con aplomo.

El armenio, sus dos hombres armados, Ellen Watson y yo no tardamos en alcanzar su fachada. En realidad no se trataba de un único recinto. La casona principal estaba integrada en un grupo de edificios menores también con aspecto de abandonados. Sus tres estructuras más destacadas daban al conjunto cierto aspecto de granja. Pero no lo era. La mayor, una casa de dos plantas y tejado a dos aguas, disponía incluso de un pequeño minarete. A sus pies se extendía un patio que ejercía las veces de aparcamiento, y enfrentado a él otro edificio anexo -el mismo que en las tomas satelitales aparecía censurado con una mancha blanca- se alzaba orgulloso mostrando un aspecto ciertamente inusual.

Grandes planchas de acero cubrían de mala forma una especie de torre hecha de una sola pieza. No pude fijarme bien en ella pero presentaba el aspecto de un colmillo gigante que se hubiera clavado al suelo, dejando subterránea la mayor parte de su estructura. Carecía de ventanas, adornos o cualquier otro tipo de elemento superfluo. Y pese a que irradiaba una inequívoca sensación de antigüedad, tenía a la vez un extraño toque vanguardista.

– ¡Vamos! -me apremió Dujok al verme tan absorta.

– ¿Qué es eso? -lo increpé.

– Una antena.

– ¿De veras?

– Una antena de señales de alta frecuencia, señora. ¡No se detenga, por favor!

– Pero parece muy antigua… -protesté.

– ¡Y lo es!

Caminamos entonces hasta la puerta principal de la casa de mayor tamaño. Los cinco nos apostamos a ambos lados de sus jambas esperando una señal de nuestro líder. El portón, una enorme plancha de madera reforzada con clavos y forja, estaba abierta de par en par, aunque seguíamos sin oír ni ver nada sospechoso. Ellen Watson, que estaba desarmada como yo, protestó.

– ¿Vamos a entrar ahí, sin más?

Dujok asintió.

– Sí. Y ustedes lo harán primero -dijo, mirándonos a las dos.

– ¿Nosotras?

– No me parece una buena idea…

– No es una idea -gruñó entonces Dujok-. Es una orden.

Y diciendo aquello, levantó el cañón de su uzi apuntándome al estómago.

Capítulo 86

Ni Dante hubiera podido imaginar un infierno peor que aquél.

Una llamarada de cien mil kilómetros de longitud cargada de plasma hirviendo a cinco mil ochocientos grados centígrados se elevó solemne sobre la superficie de la corteza solar. Las dos sondas STEREO que la NASA había puesto en órbita heliocéntrica para vigilar cualquier alteración en el Astro Rey, llamadasAhead y Behind por su posición relativa respecto a su objetivo, fueron las primeras en detectar la anomalía. Ambas funcionaban como un par de ojos gigantes y proporcionaban imágenes tridimensionales de cualquier cosa que sucediera en su superficie. Aun así, al no estar orientadas para interceptar señales dirigidas al Sol -¿quién iba a hacer semejante cosa?-, no captaron el tremendo haz magnético que había impactado poco antes, en las cercanías de la mancha 13057.

Hasta treinta segundos antes, la zona de sombra de 13057 apenas tenía el tamaño de la Tierra. Su intenso campo magnético se vio entonces alterado por ese tren de señales y pronto comenzó a mutar, absorbiendo las manchas 12966 y 13102. De forma automática, y sin que ningún operador en el Goddard Space Flight Center de Maryland interviniera, las STEREO comenzaron a grabar movimientos en el magma solar y a transmitir las primeras informaciones a sus bases. A su procesador de dos millones de dólares le bastaron unos segundos para señalar a 13057 como la responsable de la explosión. Su perfil ovoide había desaparecido de sus lecturas ultravioletas, dejando en su lugar aquel monstruo abrasador que se desplazaba sobre la rugosa superficie del Sol a casi trescientos kilómetros por segundo.

Lo que vino a continuación terminó de romper todas las escalas de actividad solar conocidas.

La ola de plasma se dejó caer contra la fotosfera de forma parecida a como lo haría un tronco sobre un lago de aguas calmas. Salvo que, en esta ocasión, el perímetro de las ondas concéntricas que provocó superaba el millón de kilómetros. Un tsunami magnético y de gas a una temperatura inconcebible que arrastraba todo lo que encontraba a su paso. Entonces, un rugido sordo recorrió el astro antes de que, como en un dominó de proporciones hercúleas, la siguiente pieza entrara en acción. Quintillones de partículas de alta energía, sobre todo protones, recibieron la bofetada del gas, se aceleraron y salieron despedidas más allá de la heliosfera. Las seguía el más brutal carrusel radiactivo que jamás hubieran visto las STEREO.

Con aquella detección, el programaSolar Terrestrial Relations Observatory iba a pasar definitivamente a la historia.

Pero entonces las cámaras ultravioletas de Ahead captaron algo más.

Como si fueran los dedos largos y retorcidos de un Nosferatu cósmico, una corriente magnética de al menos cuarenta mil kilómetros de extensión se disparó en pos de la marea de protones. Se movían como el rabo de una lagartija, sacudiéndose a derecha e izquierda según la corriente generada por sus polos. Al tiempo, sobre la superficie de nuestra estrella se abrían y cerraban colosales agujeros de un tamaño que quintuplicaba el diámetro terrestre. Parecían bocas hambrientas. Fauces diabólicas dispuestas a devorarlo todo.

En ocho minutos toda aquella radiación llegaría a la Tierra como una súbita bofetada de calor. Sería sólo un aviso de lo que vendría después.

Entre dieciocho y treinta y seis horas más tarde -si se cumplían los cálculos- sería el turno de la lluvia de plasma. Las mediciones de STEREO iban a determinar en un segundo qué zona del planeta recibiría su impacto. Estaban ante la mayor Eyección de Masa Coronal del Sol detectada jamás. Una erupción de clase X23. Y sus consecuencias eran imposibles de prever.

Justo cuando la STEREOBehind envió su pronóstico sobre el lugar en el que se precipitaría el tsunami magnético, llegó la pregunta del director del gran radiotelescopio de Socorro: «Urgente. ¿Han detectado alguna EMC en las últimas horas?»

Pero en el Goddard Space Flight Center se les había cruzado otra emergencia. Ya tenían las coordenadas del choque del plasma.

Había que avisar a las autoridades turcas de inmediato.

Capítulo 87

Los primeros pasos dentro de la casa fueron vacilantes.

No era para menos. No había luz eléctrica, el suelo estaba sembrado de escombros y mis piernas temblaban de miedo. No acertaba a entender por qué Artemi Dujok -el amigo de Martin, el hombre que se había jugado la vida por protegerme y llevarme hasta allí- me amenazaba ahora con su arma y me miraba como si fuese su peor enemiga. Ellen Watson, a mi lado, también estaba desconcertada. Tenía a Haci pegado a su espalda, con el cañón de su ametralladora clavado en los riñones y conminándola a obedecer a su líder sin rechistar. Pero todo aquello, por absurdo que pareciera, debía de tener un sentido para el armenio. Dujok no era un fanático. Nunca me lo pareció. Sentía el impulso de disculparlo de algún modo. Por eso me agarré a la observación de que su cara no mostraba tensión sino euforia. Me costaba creer que fuera a hacernos algo malo.

En silencio, el armenio nos guió por aquel laberinto de pasillos, escaleras y habitaciones que se abrían frente a nosotras, conduciéndonos hasta una habitación del piso inferior que -esta vez sí- disponía de corriente eléctrica. Al principio, la luz dañó mis ojos. Alcé las manos para protegerlos de la única bombilla que colgaba del techo y las mantuve allí unos segundos. Fue Haci quien, firme, me dio un toque con su arma en la espalda.