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– ¿Y ahora qué? ¿Qué piensas hacer conmigo? ¿Obligarme a participar otra vez en vuestros juegos?

Knight dio otro tiento al té antes de responder.

– Esta vez ya no se trata de un juego, cariño -dijo-. Cada cierto tiempo, la atmósfera y el suelo de este planeta reciben una sobredosis de magnetismo solar, convirtiendo a nuestro mundo en una especie de faro cósmico por unas horas. En el observatorio de Greenwich llevo años compilando información sobre esos momentos. Son muy raros. Apenas uno o dos por siglo. Y breves. Pero mientras la mayoría de mis colegas se limitan a elaborar gráficas a título estadístico, yo me he dedicado a comparar esos datos con ciertas situaciones históricas. Me di cuenta de que si se saben aprovechar esas fuerzas y se canalizan a través de los instrumentos necesarios, es posible enviar mensajes a esferas de la existencia que ni imaginas que existen y recibir ayuda de ellas.

Los ojos de mi interlocutor se entrecerraron, misteriosos.

– John Dee logró su contacto angélico porque sus primeros intentos de comunicación coincidieron con una de las mayores tormentas solares de la Historia. El Sol enloqueció a finales de mayo de 1581. El 25 de aquel mes se produjo su mayor pico de actividad cuando gigantescas auroras boreales se dejaron ver por debajo del trópico de cáncer. Nunca antes el campo magnético de la Tierra había experimentado una deformación de ese calado por culpa de una emisión energética. Ahora sabemos que a la hora en que eso sucedió, John Dee rezaba en su capilla particular de Mortlake. Un ruido lo hizo acercarse a la ventana. Tal vez fue el crepitar de la aurora. Nunca lo sabremos. Pero lo cierto es que, estupefacto, distinguió una especie de niño-ángel de piel refulgente que flotaba ante él, a unos tres metros del suelo. Abrió la ventana, lo tocó con la punta de sus dedos y éste le hizo entrega de unas piedras que, en adelante, el mago usaría para sus invocaciones. Dee tenía cincuenta y cuatro años. Un anciano para su época. Y no estaba para fantasías. De hecho, gracias a un médium que contrató después, y usando esas piedras, se consumó una conexión que hacía al menos cuatro mil años que nadie lograba establecer. Lo importante -carraspeó, tragando saliva y dejando a un lado su taza- es que esas circunstancias cósmicas están a punto de repetirse. Una nueva tormenta solar está en camino… y tú tienes el don de activar las piedras. ¿Qué más podemos pedir?

Quería llorar. Gritarle a la cara que no me interesaban sus experimentos. Que ya había tenido suficiente siendo su conejillo de Indias en Londres, y que todo eso había pasado ya. Pero contuve mis instintos. Si Daniel -a quien hasta ese momento consideraba un intelectual inofensivo- era capaz de urdir todo aquello, quizá fuera mejor no airarlo.

– Lo que no entiendo -dije al fin, ahogando mi rabia- es esa obsesión vuestra por conectaros con los ángeles. Ni tampoco la de esta gente -dije señalando a Artemi Dujok, que seguía nuestra conversación sin pestañear.

– Eso es porque no dispones aún de cierta información sobre nosotros.

– ¿Información? ¿Qué información?

– Querida: los yezidís y mi familia pertenecemos a una vieja dinastía angélica. ¿Aún no te has dado cuenta?

– ¡Oh, vamos!

Hubiera jurado que Daniel paladeó con deleite mi estupor. Se atusó las barbas con ambas manos e, inclinando su enorme cuerpo sobre mí, acercó sus ojos claros a los míos. Nunca había tenido a Daniel tan cerca, aunque eso no bastaba para explicar la profunda turbación que sentí al notar su mirada.

– Descendemos de una estirpe caída en desgracia que sólo busca reconectarse con sus orígenes y salir de este mundo. -Aquellas palabras sonaron solemnes; sin atisbo de engaño o doble intención. Hablaba muy serio-. Mi familia se quedó atrapada en este mundo hace miles de años. Tal y como cuenta el Libro de Enoc, aquí nos mezclamos con los humanos y aquí hemos convivido con vosotros. Sin embargo, pese a las generaciones transcurridas desde aquel tiempo antediluviano, jamás hemos perdido la noción de quiénes somos ni de dónde venimos.

Daniel inspiró profundamente antes de continuar:

– Así pues, eso que tú llamas obsesión para nosotros es un proyecto. Un viejo anhelo vital.

No repliqué. No me atreví.

Y Ellen tampoco.

– Y como habrás supuesto ya -continuó-, Dee fue también uno de nosotros; tal vez el que llevó más lejos nuestro deseo de regresar a casa. Pero desde su muerte en 1608 no hemos avanzado mucho en la dirección que nos marcó.

– Debe de ser una broma… -resopló la norteamericana, tan atónita o más que yo.

– No lo es, señorita. Pregúntele a los yezidís. -Algo en la gestualidad de Daniel me intimidó cuando señaló a Dujok-. Fue hace unos años cuando descubrimos que ellos también eran descendientes de los mismos ángeles que poblaron la Tierra hace diez mil años. Sobrevivieron al Diluvio igual que nuestros antepasados, pero a diferencia de nuestro clan, supieron proteger mejor sus orígenes. Fue un auténtico hallazgo saber que manejaban fuerzas que nosotros habíamos perdido de vista hacía siglos. Y lo hacen gracias a que todavía son fieles a la tierra en la que todo empezó. Aquí, en estas montañas, descansa el último vestigio de ese mundo antediluviano. La última pieza de la tecnología angélica intacta que queda en la Tierra y que podría ayudarnos a retomar contacto con nuestro hogar.

Me quedé con la boca abierta.

– El Arca de Noé, supongo…

– Así es. Dios dio las instrucciones a Noé para hacer su embarcación, pero nuestros antepasados fueron los que supervisaron su entera construcción.

– ¿Y ese cráter de ahí fuera?-volvió a irrumpir Ellen-. ¿También es consecuencia de esa tecnología?

Daniel sonrió. Creo que le divertía el tono inquisitivo y ácido de Ellen.

– El cráter de Hallaς es de donde salieron las piedras que sirvieron de base a esa tecnología -respondió-. Fueron algo así como el sílice de los modernos ordenadores. Por eso los yezidís lo protegen desde hace generaciones, impidiendo que sus rocas sagradas, con propiedades transmisoras, caigan en manos inapropiadas.

Miré a Dujok de reojo.

– ¿Ángeles? ¿Yezidís? ¿Ustedes? Pero ¿qué clase de locura es ésta? ¿No irá a creerles, verdad, Julia?-bufó Ellen Watson, incapaz de contener su frustración-. ¡Es lo más ridículo que he escuchado en mi vida!

– Le aseguro que no miento, agente Watson -respondió Daniel impasible, como si no le importara lo que aquella mujer pensara de él y sólo hablara para que el mensaje fuera calando en mí-. Una parte de la humanidad, créalo o no, desciende de seres que se mezclaron con los humanos en la noche de los tiempos. Somos de carne y hueso. Compartimos ADN con ustedes, pero no somos estrictamente humanos.

– ¡Eso desde luego! -Ellen dijo aquello ofendida-. ¿Cómo han podido engañar así a Julia? ¿Cómo su propio marido se ha atrevido a…?

– Ya dije que esta misión está por encima de su matrimonio. Quizás ustedes no lo comprendan, pero nuestra especie tiene un sentido de la ética algo más pragmático que el suyo. Puede que seamos más fríos, que nuestra razón prevalezca sobre los sentimientos, pero sin duda eso nos hace más eficaces. Y más fuertes.

– ¿Su especie? ¿Qué especie? -La americana tenía los ojos inyectados de rabia. La dejé desahogarse-. ¡Nunca he oído hablar de ustedes!

– Seguro que sí, agente -replicó Daniel sin inmutarse-. Todas las tradiciones sagradas hablan de nosotros y explican cómo fuimos condenados a establecernos en este mundo por culpa de nuestros mestizajes con los humanos. Somos hijos de exiliados. Apestados. Ustedes mismos nos señalaron como la causa de sus males cuando todo lo que hicimos fue impulsar su genética para acercarla a la nuestra, e inventaron mitos como el de Lucifer, Toth, Hermes, Enki o Prometeo para describirnos. Por un lado, os fascinan esos personajes que trajeron el conocimiento al mundo, pero por otro os aterroriza que tarde o temprano quieran cobrarse sus favores de algún modo. Por eso nos habéis demonizado. En el pasado se nos persiguió acusándonos de todo tipo de aberraciones. Hemos sido tachados de herejes, magos, brujas e incluso vampiros. Y si muchos, tradicionalmente, nos hemos refugiado en las ciencias ocultas es porque fue en ellas donde nuestros antepasados consiguieron disfrazar el conocimiento que se trajeron de su lugar de origen. Eso explica por qué nuestra presencia en la Historia es intermitente. Estábamos obligados a proteger esa información hasta que pudiéramos comprenderla de nuevo y utilizarla para llamar a casa y pedir permiso para regresar…