– Bien, señores, ha llegado la hora -anunció William Faber, rompiendo la quietud general-. La lluvia de plasma está atravesando la ionosfera en estos momentos. Ahora sabremos si esas partículas de alta carga energética harán o no su trabajo. Será cuestión de segundos que hagan su irrupción y…
Un crepitar intenso lo interrumpió. Sonó en algún lugar cerca del generador de gasoil, como si se estuviese quemando algo.
Artemi Dujok se giró hacia ese punto pero no distinguió nada fuera de lugar. Sus hombres, armados con sus fieles uzi, apuntaron hacia allá buscando en vano algún intruso. Era absurdo pensar que nadie los hubiera seguido hasta allí. Sin embargo, antes de que pudieran volverse otra vez hacia Julia, un arco de luz azul eléctrica cayó del cielo a pocos pasos de ellos. Y otro. Y otro más. En segundos, un pequeño aluvión de ellos se precipitó contra el suelo como si fueran chispas de soldador.
– ¿Qué es eso? -se asustó Ellen.
Ninguno de los ángeles reaccionó.
Lo curioso de aquellas chispas es que no se fundieron al tocar el hielo. Varias de ellas empezaron a reptar por el suelo, atraídas por la camilla de la médium. Eran como fideos planos agrupados en racimos. Blancos. Muy brillantes. Pero, sobre todo, parecían moverse de acuerdo a una intención. A alguna clase de inteligencia.
Martin dio un paso atrás al verlas. Haci y Waasfi lo secundaron.
Las «arañas» -pues, a la postre, eso era lo que parecían- alcanzaron el casco de Julia y se dividieron en tres grupos. Cada uno se desdobló a su vez en un nuevo ovillo de chispas y pronto cubrían ya el cuerpo entero de la mujer. Su mayor densidad se concentró en los puños. Las adamantas atraían aquella corriente como si fueran un imán. Julia, inconsciente, se sacudió una, dos, tres… y hasta seis veces antes de volverse a empotrar contra la camilla. Tiró de las correas, incrustándoselas en el pecho, y se desplomó después contra la colchoneta, tiesa como un cadáver.
– ¿Qué es eso? -volvió a chillar Ellen, histérica-. ¿Qué es?
Pero esta vez, su voz apenas se oyó.
Los altavoces que estaban justo frente al grupo comenzaron a emitir algo. Era como un silbido agudo, casi imperceptible, que quizá llevara un buen rato flotando en el ambiente sin que nadie lo hubiese percibido. Después, mientras las arañas eléctricas se multiplicaban extendiéndose por todas partes y los equipos electrónicos parpadeaban dando las primeras señales de sobrecarga, aquel silbido se transformó en un zumbido constante. Todo ocurrió al tiempo que la mesa de invocación que tenían frente al grupo, y que Sheila y Daniel vigilaban sin descanso, comenzara a exhalar una columna de humo verdoso que se disparó hacia el techo. Un instante después, como si todo obedeciera a una meticulosa coreografía, unos soplidos secuenciados, rítmicos, surgieron de los bailes dejando a los armenios hechizados y a Martin, su padre y sus dos colegas, como en éxtasis.
Iossssummmm… Oemaaaa…
– ¡Funciona! -exclamó Ellen, entre risas nerviosas, mirando a los ángeles.
Hasdaaaaeeee… Oemaaa…
– ¡Funciona!
Seis metros por encima de sus cabezas, Tom Jenkins y Nick Allen no necesitaron decirse nada para saber que ése era el momento que habían estado esperando.
Con tiento, vigilando de reojo la escena y evitando interferir el ascenso de la nube verde, se descolgaron por una torrentera cercana a la entrada del glaciar. Nadie detectó su presencia. Jenkins fue el primero en tocar suelo y lo hizo con el pulso desbocado. Si tenían suerte, pensó, sería cuestión de un minuto que llegaran al armario que atesoraba la artillería. Allen, un tipo que lo doblaba en envergadura y que, pese a su edad, estaba mucho más preparado para situaciones de combate que él, se arrastró por el borde más occidental de la pared de hielo y encontró refugio tras varios contenedores metálicos. Estaba a sólo cinco pasos de Haci y a unos siete u ocho de las armas. Si aquellos insectos luminosos continuaban hipnotizándolos no le sería demasiado difícil alcanzar su objetivo.
Pero cuando iba a recorrer el último tramo, un destello lo retrasó.
Fue un brillo. Apenas un golpe de luz en la pared que le recordó algo que hubiera preferido olvidar hacía años. El aire se estaba enrareciendo igual que aquella vez, en 1999, junto al cráter de Hallaҫ.
El coronel no pudo evitar un escalofrío.
Cuatro pequeñas formas sinuosas relampaguearon entonces en la pared misma del Arca.
«¡Los símbolos!»
Y el viejo pánico que había experimentado años atrás, tan cerca de allí, en compañía de Martin Faber y de Artemi Dujok, comenzó a nublarle la vista. No quería pensar en la Gloria de Dios.
«Otra vez no.»
Pero Allen era un soldado. Así que, haciendo acopio de toda su disciplina militar, se concentró en completar su misión.
Con todo el ímpetu que fue capaz de reunir, el coronel atravesó la zona descubierta que lo separaba de la armería y, antes de que tuviese tiempo de calcular su siguiente movimiento, la abrió examinando su contenido. Varios fusiles de asalto M16 mejorados, como los que emplean las tropas de asalto de los Estados Unidos, descansaban alineados sobre sus culatas. Sin titubear, armó los dos primeros, les acopió sus respectivos cargadores, se echó uno al hombro como reserva y se preparó para lanzarse contra los hombres de Dujok.
«Esta vez esa cosa no me encontrará desarmado», se dijo para ganar fuerza.
En esa fracción insignificante de tiempo, los decibelios que bombeaban los altavoces conectados al casco de Julia aumentaron de forma exponencial. El tono de las notas largas -Iossssummmm… Oemaaaa… Hasdaaaaeeee… Oemaaa…- se tornó más agudo. Y con una sincronización perfecta, uno tras otro, en una secuencia pavorosa, como de temporizador, los glifos comenzaron a iluminarse y oscurecerse alternativamente.
Allen no vio aquello. O no quiso. Con todo, al pivotar sobre sí mismo con sus armas cargadas, sus ojos se encontraron con otro espectáculo difícil de digerir.
Las siete personas que formaban el grupo a neutralizar habían mutado de repente.
Las arañas eléctricas se habían abalanzado sobre ellos, cubriendo sus cuerpos con una red de pequeñas descargas que los hacían refulgir como el cobre.
El más anciano tenía los brazos elevados hacia el Arca, mientras que los que estaban armados habían dejado caer sus ametralladoras. Waasfi, el lugarteniente de Dujok, pareció mirarlo a través de su prisión chisporroteante, sin mostrar emoción alguna por su presencia.
No espero más. Antes de que empezaran a estallar los focos que tenían aquellos tipos a sus espaldas, el coronel se abalanzó sobre Ellen Watson. Una lengua de centellas lamió en el acto el lugar que había dejado libre. Jenkins tuvo el acierto de recogerla al vuelo y empujarla hasta más allá del laboratorio, a un área fuera del alcance de aquellas cosas. La mujer trastabilló y cayó al suelo, rodando junto a su compañero. No todo fue malo. El agudo pinchazo que notó en su tobillo izquierdo la ayudó a salir de su ensimismamiento.
– ¡Tom! -chilló-. ¡Eres tú…!
Sus ojos azules parecieron enfocarlo al fin.
– ¡Dios, Ellen! -La zarandeó-. ¡Pensé que te habían hecho algo!
– ¿Dónde está Julia? -balbució-. ¡Tiene las piedras! ¡Quitádselas!
Jenkins se dio cuenta de que su compañera estaba aún en estado de shock. Su ansiedad tal vez fuera el efecto secundario de su exposición al fuerte campo magnético circundante. Estaban a cinco mil metros de altura y la lluvia solar debía de haberla impactado de pleno.
– ¿Y Martin Faber?-insistió Ellen, con la mirada aún algo perdida-. Esto… ¡Esto es una trampa suya!