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Todos se felicitaron.

Yo, en cambio, todavía hacía esfuerzos por sobreponerme.

No acertaba a comprender muy bien cómo había salido del glaciar ni tampoco qué había sido de los ángeles. Allá afuera, con nosotros, no había ninguno. Creo que era la única que no tenía prisa por abandonar el Ararat. Estaba más interesada en atravesar aquella niebla con la mirada tratando de imaginar dónde estaría el glaciar colapsado en el que había visto a Martin por última vez.

No logré encontrarlo.

Mis sentidos seguían embotados. Retazos de imágenes y sensaciones acudían a mi memoria como piezas de un rompecabezas mal ordenado. Vi a William Faber dentro de una especie de capullo radiante. A Artemi Dujok con cara de éxtasis y los bigotes en punta. Ya Martin flotando hacia una especie de remolino de colores suaves, con el cuerpo envuelto en una luz serena y reconfortante. Sus ojos reían felices y agradecidos. Y cuando los posó sobre mí, justo antes de ser engullido por aquella cosa, noté que mi pecho se henchía de una gratitud sobrehumana. En ningún momento sentí miedo o angustia por verlo disolverse. Era -así se me repetía una y otra vez-justo lo que tenía que ser. «Tu don ha hecho hablar a las piedras», creí escuchar.

– Su marido era un tipo muy especial, Julia…

Fue Nicholas Allen quien me sacó de mi ensimismamiento. Era la primera vez que se dirigía a mí por el nombre de pila, y su forma de pronunciarlo me electrizó.

Había dicho aquella frase para consolarme. Como si Martin hubiera muerto en el glaciar y sintiera la obligación de darme el pésame. Yo no compartía esa idea. Al contrario. Miré al coronel con una complacencia absoluta, haciéndole ver que en mi corazón no había lugar para el dolor por la ausencia de mi marido. Sin embargo, fui incapaz de explicarle en qué medida aquellos minutos que había pasado sumergida en la energía de las adamantas habían operado un cambio profundo en mí. Que lo que hasta ese momento había sido desconcierto y repulsa por cómo me habían utilizado él y sus compañeros ahora se había transformado en aceptación y felicidad. Incluso en gratitud. De algún modo comprendía que la llamada del ángel a casa había sido atendida. Que la energía de destrucción que se abatía sobre nosotros había sido canalizada justo a tiempo por su ruego. Que la vieja «escala de Jacob» se había desplegado por primera vez en cuatro mil años para recoger a Martin y a los suyos. Y que esos descendientes de los ángeles traidores, esa estirpe de exiliados cargados de nostalgia, habían redimido con ese acto su vieja deuda para con nuestra especie.

Tal vez fuera una idea sin sentido. Lo admito. Mi estado mental aún estaba trastornado por lo vivido. Pero en ese momento me daba paz.

– Julia! -me zarandeó Ellen como si hubiera olvidado decir algo-. Debería estar agradecida al coronel. ¡Le ha salvado la vida!

– No fue nada… -terció él, desconcertado por mi reacción.

Ellen Watson encogió la nariz mirándole a él y a mí alternativamente.

– ¿De veras? Debe saber que el coronel logró sacarla del glaciar colocando unos esquís de fibra de vidrio debajo de las ruedas de la camilla.

– Pensé que si introducía un elemento aislante entre usted y el suelo de la cueva, quedaría libre de la prisión eléctrica en la que estaba.

Ellen, ufana, apostilló:

– Por suerte funcionó y está usted viva.

– Siento no haber podido hacer nada por Martin. -El coronel bajó la vista-. Lo siento de veras. Como usted, también yo tenía muchas cosas que preguntarle.

– ¿Hacer por Martin?-sonreí de oreja a oreja, para su desconcierto-. ¿Y qué pensaba hacer usted por él?

Allen me miró desconcertado.

– ¿No le aflige su muerte?

– No es eso, coronel. ¿Conoce la historia de Enoc y Elías? -lo interpelé.

– Claro. -El veterano militar captó al vuelo lo que estaba pensando-. Ambos fueron ascendidos a los cielos sin necesidad de pasar por la muerte.

– ¿No creerá usted que él y esa gente…?

– Eso es exactamente lo que creo, Nick. Justo eso

Capítulo 102

Santiago de Compostela, España.

Tres días más tarde

– Eres un ingenuo, Antonio. Un completo y jodido ingenuo.

El rostro de Marcelo Muñiz había enrojecido de manera notable después de la tercera cerveza y el segundo plato de pulpoa feira que compartía con su amigo inspector. El joyero era quizás el único amigo fuera del «caso Faber» con el que Antonio Figueiras podía desahogarse.

– Pero ¿es que no lo ves? -le insistió-. Me cuentas que Julia Álvarez ha regresado ya de su cautiverio en Turquía, y te mosqueas porque a la primera persona con la que concierta una entrevista es el padre Fornés y no tú.

– ¿Y dónde carallo está mi ingenuidad?

– Que esa mujer trabaja para el cabildo, Antonio.

– Pero ¡yo soy la autoridad!

– Que es restauradora en su catedral -le picó Muñiz-. Su fidelidad está con ellos y no con la policía, ¿no lo entiendes? Y aunque sepa Dios lo que habrá visto durante su secuestro, a ti no te lo va a contar si antes no le dan permiso sus jefes. Y no la culpo -rió-. Con ese aspecto desaliñado que te gastas, tampoco yo me fiaría.

– ¿Qué quieres decir?

– Mírate bien, hombre. Llevas una semana sin afeitarte, las ojeras te llegan a los tobillos y hasta se te ha descolgado la mandíbula. Este caso va a matarte.

– Ya no tengo caso, Marcelo… -dijo, como si le arrancaran una muela.

– ¿Cómo que no? Esa mujer tiene mucho que contarte. Deja pasar unos días y vuelve a llamarla…

– Lo he hecho esta mañana. Es la cuarta vez que hablo con ella desde que llegó. Y me ha dicho que tiene una cita con el deán… -Figueiras echó un vistazo a su reloj-justo ahora.

– Pues tendrás que obligarla -dijo Muñiz llevándose otro pedazo de tentáculo a la boca-. La muchacha fue testigo del asesinato de cuatro hombres en Noia. Cuatro soldados norteamericanos. Marines. ¿No? Cúrsale una orden de detención y ya está.

– Ojalá fuera tan fácil. La investigación la lleva ahora la OTAN. Nos han dejado fuera.

– ¿En serio? ¿Y tú te quedas ahí, tan tranquilo?

– Me han pedido que mantenga mis narices lejos de allí. La orden viene del Ministerio de Asuntos Exteriores. No puedo hacer nada, Marcelo.

– ¡Joder!

– Los Estados Unidos van a pagar la restauración de la iglesia de Santa María y harán una generosa donación al pueblo. También han ofrecido un dinero a las viudas de los dos policías asesinados en Santiago. A cambio, dicen que no van a facilitarnos pistas del caso hasta que no lo resuelvan. Secreto de sumario. Cabrones.

– ¿Y eso no te parece raro?

– Es lo que hay, Marcelo. Me he quedado sin caso. Aunque te diré algo: eso no es lo más extraño de este asunto.

– ¿Ah, no?

Figueiras apuró el resto de su cerveza de un sorbo, como si con ese gesto pudiera olvidar los agravios que se acumulaban en su mesa.

– No. -Reprimió un eructo-. ¿Y sabes qué? Lo primero que hizo Julia al regresar a España fue acercarse al retén de policía del aeropuerto y retirar la denuncia de desaparición de su marido que nosotros practicamos de oficio.

Los dedos del joyero bailotearon nerviosos sobre la mesa.

– ¿Y dijo por qué?

– En su formulario explicaba que lo había encontrado en Turquía y que allí decidieron separarse de mutuo acuerdo.

Muñiz se atusó la pajarita, con cara de no terminar de comprender.

– ¿La crees?

– Y yo qué sé -gruñó-. No entiendo a las mujeres. Son más raras que tus historias de talismanes y símbolos.