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– ¿Y no comprendes aún a lo que me refería con lo de los símbolos? -sonrió-. Lo que yo defino como trasmutación, elevación a la casa del Padre, tú lo describes como un proceso científico.

– ¿Y qué importa? El caso es que se ha producido. Martin ha conseguido lo que soñaba. Sé que estará bien.

– Ay, Julia -suspiró don Benigno, tomándome las manos y golpeándolas cariñosamente con las suyas-. ¿Sabes por qué me has hecho llorar antes?

Miré al anciano con afecto, sin atreverme a interrumpirle.

– Porque yo recibí hace cincuenta años la explicación de lo que era este lugar de manos de mi predecesor y no la comprendí. La suya fue, naturalmente, una descripción en símbolos. Y como tal, susceptible de diferentes interpretaciones. El antiguo deán de Santiago me habló de este Gilgamesh de aquí, de lo que significó el Diluvio, de las torres perdidas y de esa técnica con la que se lo invocaba o se lograba alcanzarlo como hizo el héroe sumerio, el profeta Enoc o Jesús de Nazaret. Fue él quien me explicó que en

Santiago, bajo nuestros pies, guardamos una de esas antenas antediluvianas. Yo pensé que todo eso era simple poesía mística. Pero al ver lo que ha pasado contigo, hija, he descubierto su pleno sentido. He entendido la metáfora.

– ¿Ya qué conclusión ha llegado, padre?

– A una muy sencilla, querida Julia. Que sólo los ángeles pueden llamar a Dios.

– ¿Los ángeles?

Amagué una mueca de decepción. No era precisamente la clase de revelación que esperaba oír. Enseguida, don Benigno matizó:

– Bueno, hija. No te decepciones. Al fin y al cabo, tú y yo también lo somos. ¿O acaso no te han enseñado que todos nosotros somos fruto del cruce entre los hijos de Dios y las hijas de los hombres?

– Usted y yo, ¿ángeles? -reí.

– Y qué gran secreto es ése, ¿no te parece?

Fin

Ultílogo

He de reconocer que no soy un escritor con un método de trabajo demasiado ortodoxo. Desde hace años trato de ambientar mis obras sobre escenarios y trasfondos históricos reales, cimentarlos en hechos comprobables y compartir con mis lectores la fascinación que me provocan los descubrimientos que hago durante ese proceso. En el caso deEl ángel perdido, mi obsesión por el dato exacto y la descripción pura ha estado en varias ocasiones a punto de costarme la vida. Ahora creo que ha merecido la pena.

Por ejemplo, me fue imposible ponerle el punto final a esta novela hasta octubre de 2010, cuando por fin obtuve los permisos necesarios de las autoridades turcas para escalar por mi cuenta el monte Ararat. Esa cumbre, que se eleva a 5 165 metros sobre el nivel del mar, se me resistió durante tres frías e intensas jornadas. Como si el «gigante del dolor» quisiera desafiarme, cada mañana temprano me dejaba ver su pico helado invitándome a conquistarlo. Su provocación duraba poco. Lo preciso para que me enamorase de su perfil justo antes de que las nubes la cubrieran de nuevo. Pero aquello, como es natural, me atrajo sin remedio y aun a costa de arriesgar mi integridad física para documentar estas páginas, decidí subirla.

Cerca de la cima, en la mágica fecha del 10/10/10, a casi cinco mil metros de altitud, comprendí al fin el porqué de la milenaria fascinación que ese antiguo volcán ejerce sobre la Humanidad. Sobre todo en tiempos de crisis. Su solidez, su porte noble y sus mil y un recovecos han servido para iluminar partes esenciales de mi trama, poniendo a prueba, de paso, los límites de mi propia búsqueda personal y literaria. Si algún lugar del planeta merece esconder el Arca de Noé, o al menos el sueño de nuestra salvación frente a la adversidad, ése es el Ararat.

Pero no es la montaña sagrada de turcos, armenios y kurdos lo único real de esta trama. Las fotos de la CIA y de los satélites Keyhole existen y comenzaron a desclasificarse hace ya tres lustros gracias a los esfuerzos de George Carver y Porcher L. Taylor III, de la Universidad de Richmond, Virginia. El cráter de Hallaҫ es una rareza que se esconde en zona militar, rodeada de alambres de espino, a pocos pasos de un destacamento fronterizo del ejército turco. Visitarlo con una cámara de vídeo al hombro a punto estuvo de costarme un serio incidente con los militares. En cuanto a las catedrales de Santa Echmiadzin y Santiago de Compostela, o a la vieja iglesia de las lápidas de Noia, se yerguen justo en los lugares que describo y pueden ser visitadas sin restricciones. La última, sin ir más lejos, se encuentra al final del Camino de Santiago, en el extremo noroeste de España, escondida en el corazón del pueblo. Mi fascinación por el profundo vínculo de ese lugar con Noé nació cuando supe que, en efecto, la antiquísima leyenda de la fundación de Noia sitúa en el cercano monte Aro, en la Sierra de Barbanza, la llegada del barco de Noé. Naturalmente, a ningún lector se le habrá escapado el parentesco entre Noia y Noé, Aro y Ararat, así como los caprichosos topónimos que utilizo en esta obra y que -debo subrayarlo- tampoco son fruto de mi imaginación, sino de quienes dieron nombre a tantos lugares del sur de Europa, vinculándolos por razones que se me escapan al «mito» del Diluvio Universal.

Baste añadir, por si todavía no hubiera quedado claro, que incluso las referencias bibliográficas citadas en el texto -desde las obras de John Dee a las de Ignatius Donnelly, pasando por el Libro de Enoc o laEpopeya de Gilgamesh- son exactas. Como también lo son las alusiones a personajes como Joseph Smith, fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, al místico George Ivanovich Gurdjieff, al pintor Nicolás Roerich o a los mismísimos yezidís o los indios hopi.

Mi intención al fundirlos en una misma trama no ha sido otra que la de empujar al lector a explorar los lazos sutiles que unen a todos los pueblos y muchas de sus creencias desde que nuestra especie fue condenada por Dios… o los dioses. Y que como a aquéllos, a nosotros también se nos ha concedido la oportunidad -el don, tal vez- de sobrevivir más allá de la extinción y la muerte, tanto colectiva como individual. Para lograrlo basta con creer.

Y yo, naturalmente, creo hasta en los ángeles.

Agradecimientos

Durante el proceso de gestación de esta obra han sido incontables las personas que me han brindado su ayuda desinteresada. Todas han sido importantes en un momento u otro, y me veo obligado a dejar aquí constancia escrita de su papel. Además del apoyo más cercano, el de mi familia -siempre sin condiciones, a prueba de bombas, de una generosidad sin límite-, a menudo he sentido tras de mí la fuerza angélica de mis editoras en España y Estados Unidos, Ana d'Atri, Diana Collado y Johanna Castillo. También la de mis agentes Antonia Kerrigan, Tom y Elaine Colchie. La de Judith Curr y Carolyn Reidy de Simón & Schuster en Nueva York, y Carlos Revés, Marcela Serras y el formidable equipo de Editorial Planeta en Madrid y Barcelona. Desde Marc Rocamora y Paco Barrera a Laura Franch, Lola Sanz o Laura Verdura. Todos ellos -y muchos más que sería imposible enumerar- dieron pruebas de su entusiasmo y profesionalidad cuando más los necesité, ayudándome a mantener la fe en esta novela.

También ha sido impagable la ayuda de amigos escritores e investigadores como Juan Martorell, Alan Alford, David Zurdo, Enrique de Vicente, Julio Peradejordi, Iker Jiménez o Carmen Porter. La de miwebmaster David Gombau. Y la de expertos como José Luis Ramos, un sabio del electromagnetismo de la Universidad de Alcalá de Henares; Luis Miguel Doménech, geólogo de la Universidad Autónoma de Barcelona, o Pablo Torijano, del Departamento de Estudios Hebreos de la Universidad Complutense de Madrid. Sólo espero no haber traicionado sus informaciones al ajustarías a la tensión de esta trama.