No fue todo tan feliz. Por un lado, Estados Unidos, provocado por la guerra submarina y la política exterior alemana, declaró la guerra a Alemania y comenzó a mandar hombres y armas a Francia; por otro, la situación interior de Alemania comenzaba a ser insostenible: el hambre era general; la escasez inaudita, hasta el extremo de que los niños eran envueltos en pañales de celulosa, la misma sustancia con que se alimentaba a los caballos del ejército; los cadáveres se enterraban sin ataúd; las calefacciones se encontraban apagadas; los transportes jamás llegaban ya a su hora… y todo por una guerra que no tenía visos de terminar y, menos aún, de ganarse. Los alemanes miraban los mapas y veían a sus ejércitos empantanados en las mismas líneas que en 1914 y, sin embargo, estar allí había costado tantos muertos que era difícil hallar alguna familia que no hubiera perdido algún miembro, mientras ya se estaba llamando a filas a los chicos de dieciocho años.
La situación era propicia para la protesta y en el Reichstag la iniciaron los socialdemócratas, cuyo grupo se escindió al negarse treinta diputados a votar los nuevos créditos de guerra. El partido espartaquista, formado por gentes de izquierda no comprometidas con la guerra y encabezado por intelectuales marxistas, era la formación más activa en la lucha por una paz sin anexiones ni indemnizaciones, esto es, un retorno a las fronteras del 31 de julio de 1914. Suyas eran muchas de las consignas y octavillas clandestinas que habían circulado en los últimos tiempos, de modo que eran conocidos por la multitud de los damnificados de la contienda. Para el 28 de enero de 1918 convocaron una huelga general que fue secundada por más de 300.000 obreros en Berlín y por no menos de un millón en Alemania. La huelga fue, sin embargo, un fracaso; a los tres días había concluido, sin conseguir sus objetivos de paralizar los suministros al frente, pero esta huelga -responsabilidad de marxistas y judíos, según Hitler- proporcionó a Adolf un nuevo arsenal dialéctico: comenzaba a fraguarse la famosa «puñalada por la espalda».
En la primavera de 1918 aún no se pensaba en eso. Por entonces, en las líneas alemanas se olfateaba la victoria. Ludendorff lanzaba su ofensiva del 27 de mayo, que perforó como un estilete las líneas francesas. Dos semanas después los alemanes estaban nuevamente ante el Marne, un río que entre 1914 y 1918 llevó más sangre que agua. Aquellos días volvieron a encoger los corazones de los parisinos, pues el eco del fragor de la batalla llegaba hasta sus calles y llenaba de pánico sus noches. Pero, nuevamente, el cruce del Marne resultó un efímero sueño para los alemanes: el 19 de junio, tras haberse sostenido apenas una semana sobre su margen izquierda, las tropas de Ludendorff comenzaron a retroceder. En aquellos días, el cabo Hitler estuvo a cuarenta kilómetros de París, aunque se quedó con las ganas de desfilar triunfalmente por los Campos Elíseos. Veintidós años después vería cumplido ese sueño.
Tras el fracaso de su ofensiva, los ejércitos alemanes se repliegan lentamente, contraatacando cada vez que se les presenta la ocasión. El 31 de julio algunas compañías del regimiento List ocupan un claro en el despliegue británico y sorprenden a sus enemigos en un contraataque de flanco; infortunadamente para los alemanes, su artillería, ignorante de esa operación, comienza a bombardear sus posiciones. El «fuego amigo» ha ocasionado ya varios muertos e interrumpido el contraataque cuando el teniente Hugo Gutmann, que, ironías del destino, es judío y manda desde hace algunas semanas la compañía, ordena a Hitler que atraviese un campo batido por las ametralladoras británicas y pida la suspensión del fuego artillero, prometiéndole que solicitará para él la Cruz de Hierro de primera clase si sale airoso de la empresa. La suicida misión se cumple satisfactoriamente y en el parte del regimiento de ese día figura la siguiente citación:
«En su labor de correo ha demostrado mucha sangre fría y un valor ejemplar, tanto en la guerra de posición como en la de movimiento, y siempre se ha ofrecido voluntario para llevar mensajes en las situaciones más difíciles y con riesgo de su vida. En condiciones de gran peligro, cuando estaban rotas todas las líneas de comunicación, la incansable y valiente actividad de Hitler hizo posible que los mensajes llegaran a su destino.»
Firmaba la citación el barón Von Godin, comandante del regimiento, a recomendación del primer teniente Hugo Gutmann. Esta historia es muy poco conocida porque Hitler nunca quiso airear que debía una de las máximas condecoraciones del ejército alemán, escasísima entre la clase de tropa, a un judío.
Aunque Hitler nunca lo confiesa en sus escritos, a esas alturas hasta un soldado fanático como él debía estar hastiado de la guerra: la Cruz de Hierro de primera clase le fue impuesta el 4 de agosto y aceptó el permiso que llevaba anexo, regresando nuevamente junto a sus parientes de Spital. Este retorno era lógico, pues significaba no sólo calor familiar, alimentos sanos, lejanía del frente, sino que suponía, sobre todo, notoriedad: Adolf Hitler, estudiante calavera, artista fracasado y vagabundo perdido en los suburbios de Viena, regresaba a su tierra convertido en un héroe.
En septiembre de 1918 Hitler había retornado al frente, justo en los mismos lugares donde recibió su bautismo de fuego cuatro años antes. Lo que en 1914 él estimó como gran destrucción, era apenas un remedo de la guerra. En el otoño de 1918 se produjeron lluvias torrenciales. Los proyectiles habían dejado el campo como un enjambre de embudos llenos de agua. Las trincheras ya no podían cavarse en el suelo, sino que habían sido sustituidas por líneas de sacos terreros. El campo debía franquearse cruzando sobre pasarelas, siendo sumamente peligroso pisar un charco en el que podía ahogarse el imprudente. Los pueblos eran informes montones de escombros sobre los que crecía la hierba y nadie osaba guarecerse bajo los restos tambaleantes de un edificio pues atraería rápidamente el fuego de los cañones enemigos. En ese dantesco escenario, sembrado de hombres y bestias a medio enterrar y donde el hedor de la muerte se pegaba a la ropa, se produjo la última ofensiva de la guerra: británicos y franceses trataron de empujar a los alemanes hacia el Rin.
Allí se encontraba el regimiento List el 28 de septiembre cuando Bulgaria capituló. La noticia, que debió pasar desapercibida en el frente, conmocionó al Gobierno alemán, enterado ya de que Turquía estaba negociando su rendición e informado por Viena de que, agotados sus recursos económicos, industriales y humanos, se aprestaba a pedir el alto el fuego. No era mejor la situación alemana: el 29 de septiembre, dada la carencia de reservas, la escasez de municiones y víveres y la superioridad del enemigo, Ludendorff y Hindenburg recomendaban a su Gobierno que solicitase el armisticio según los 14 puntos formulados por el presidente de Estados Unidos, Wilson. La noticia cayó como una bomba, incluso entre el Gobierno que debía conocer la precaria situación; muchos alemanes conscientes recibieron la noticia como una liberación, pero la mayoría quedó aterrada ante la noticia: sus tropas peleaban aún sobre suelo extranjero y apenas tres meses antes amenazaban Paris; ¿qué había ocurrido para que se produjera semejante cataclismo?
Los militaristas hallaron una justificación inmediata: la «puñalada por la espalda.» El cuchillo -era evidente- lo habían empuñado la socialdemocracia, los comunistas y los judíos. La frase y la idea hicieron fortuna, con el apoyo del Ejército, que de esa forma salvaba sus responsabilidades en la derrota, y con la aquiescencia inconsciente de los vencedores, que aceptaron en el acto del armisticio de Rethondes, el 8 de noviembre de 1918, a una delegación civil acompañada de dos militares de segundo rango: el ejército salvaba la cara. Raymond Cartier lamenta ese final de la guerra y la durísima paz de Versalles, que prepararon el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundiaclass="underline"