Ocurrió de forma casual. Al agente Hitler le ordenaron en su regimiento que el 12 de septiembre asistiera a la reunión de un pequeño partido: Deutsche Arbeiter Partei (Partido Alemán del Trabajo), que respondía a las siglas DAP, para que redactase un informe sobre sus actividades y tendencias políticas. Al final de la reunión, que se celebraba en una cervecería con la asistencia de cuarenta y una personas, Hitler se enzarzó en una tremenda discusión con un profesor que promovía la idea de desgajar Baviera de Alemania para unirla a Austria. La cólera de Hitler y el fuego de su oratoria no tuvieron límites en la defensa de la sagrada Alemania, grande e indivisible. Su empuje como orador arrolló a la mejor técnica y mayores conocimientos de su oponente y cosechó una gran ovación entre los asistentes. Al final de la sesión le felicitó Anton Drexler, fundador del DAP, un obrero metalúrgico alto, desgarbado y miope que le entregó un folleto con la historia y la ideología del partido. Hitler no le hizo mucho caso pues, según sus propias palabras, regresó a su residencia sobrecogido por la emoción: «¡Sabía hablar! ¡Era un orador! ¡No cabía en mí de gozo!»
Pocos días después recibía una tarjeta en la que se le comunicaba que había sido inscrito provisionalmente como miembro del DAP y se le invitaba a una reunión, en la que estaba la directiva del partido, cuatro hombres, cuya junta aquella tarde tenía como misión leer la correspondencia -tres cartas- y aprobar el estado de la tesorería -7 marcos y 50 pfennigs-. Aquello parecía más una tertulia política que un partido y Hitler decidió cambiarlo pese a la resistencia pasiva de sus miembros, que por entonces eran cincuenta y cinco, incluyendo al propio Adolf. Comenzó escribiendo a mano invitaciones para los actos, poniéndose siempre como estrella del mitin. La primera vez reunió a ocho asistentes, «luego el número fue elevándose a 11, a 13, a 17, a 23, a 34…». Hablaba a su auditorio de la derrota, de la «puñalada por la espalda», de la cuestión judía, del problema comunista. Una vez se atrevieron a convocar un mitin por medio de un anuncio en la prensa y consiguieron llenar una sala de «unas ciento treinta personas» que, encantadas por el discurso de Hitler, entregaron a la humilde caja del partido 300 marcos. En adelante, las reuniones se celebraron dos veces por mes y las invitaciones se hicieron ciclostiladas, suscitando algunos centenares de asistentes que pagaban su entrada, constituyendo los únicos ingresos del minúsculo partido.
Por entonces comenzó Hitler a reunir a su alrededor a su primer círculo de amigos y colaboradores: el capitán Ernst Röhm (que se acababa de convertir en su jefe militar inmediato y en su admirador), los suboficiales Beggel y Schüssler, el teniente Rudolf Hess, el periodista Esser, el dramaturgo Eckart, el espía de origen ruso Scheubner, el estudiante estonio de Arquitectura Alfred Rosenberg… Todos tuvieron profunda influencia en Hitler y contribuyeron a dar importancia al minúsculo DAP, pero fue el escritor cosmopolita Eckart quien le convirtió en un hombre de mundo, puliendo su estilo literario y oratorio, y enseñándole modales: desde cómo besar la mano a las señoras a cómo manejar los cubiertos en la mesa. Asimismo, en esta época -principios de 1920- Hitler comenzó a recibir algunas invitaciones importantes y uno de los placeres que descubrió en los manteles de los poderosos fue el caviar, que tanto le gustaría hasta el final de su vida. Sin embargo, su mayor placer estaba en la mesa de la política, donde consiguió imponer sus modos de actuación, sus candidatos y sus ideas: el 24 de febrero de 1920 el DAP propuso su famoso programa de «veinticinco puntos», cuya aprobación se logró gracias a la oratoria de Hitler ante unas dos mil personas.
Proponía la unión de todos los alemanes, la derogación del Tratado de Versalles, tierras donde expandirse, pureza de sangre para ser considerado alemán, expulsión de los no alemanes, trabajo para todos, igualdad de derechos y deberes, abolición de los intereses del capital, condena de la guerra, nacionalización de los trusts, reparto de los beneficios industriales, mejoras en las pensiones de vejez, fortalecimiento de la clase media, reforma agraria, reorganización de la enseñanza, mejora de la sanidad, ejército nacional, reformas en la prensa, libertad de cultos religiosos, centralización del poder estatal… En suma, sus obsesiones de siempre: suprimir las consecuencias de la derrota, terminar con los judíos en Alemania, expansión hacia el este, unión de todas las tierras donde hubiera alemanes, remilitarización, un Estado fuerte y un paquete de medidas heredadas del socialismo que paulatinamente irían desapareciendo de su ideario.
Hitler, exultante, escribe en Mein Kampf:
«Cuando hube explicado los veinticinco puntos que me propuse exponer, una sala rebosante de pueblo coincidió en una nueva convicción, una nueva fe, una nueva voluntad. Hablase encendido una lumbre de cuyo resplandor surgiría la espada destinada a restaurar la libertad del alemán Sigfrido y la vida de la germanidad.»
Mientras Adolf volaba en alas del destino, Alemania se sumergía en los días más sombríos de la derrota. En 1919, la depreciación del marco había llegado a ser del 1.100 por ciento y los vencedores en la guerra comenzaban a exigir el cumplimiento de las cláusulas más comprometidas como, por ejemplo, la entrega de 895 «criminales de guerra», entre los que se hallaban todos los generales y almirantes, todos los comandantes de submarino, once príncipes y los políticos y diplomáticos más representativos del káiser Guillermo II. El Gobierno alemán aseguró a la comisión encargada de velar por el cumplimiento de las cláusulas que algunas -como ésta- eran imposibles de cumplir, pero se apresuró a satisfacer las demandas de los vencedores en otros terrenos: el 10 de abril se licenciarían sesenta mil soldados y, antes de que terminara el año, habrían retornado al estado civil unos trescientos mil más, pero esos planes habrían de cumplirse en medio de graves turbulencias políticas internas e internacionales.
El 13 de marzo de 1920 el descontento militar desembocó en el golpe de Kapp. Los hechos ocurrieron así: el Gobierno ordenó la disolución de una brigada constituida en la posguerra por un oficial de marina llamado Hermann Ehrhardt, pero el jefe de la región militar de Berlín se negó a dar la orden y en la madrugada del 13 de marzo los soldados de Ehrhardt -que, por cierto, llevaban una esvástica en sus uniformes- entraron en la capital y, ante la puerta de Brandenburgo, les pasó revista el general Ludendorff, uno de los generales alemanes más capaces y, a la vez, más nacionalistas y racistas. El Gobierno huyó de Berlín y los golpistas llamaron al poder a un ministro prusiano, Wolfgang Kapp, cuyas medidas inmediatas fueron la denuncia del Tratado de Versalles y la supresión de la Constitución de Weimar.
Aquella insensata aventura duró apenas cuatro días: el ejército no se sumó a los sublevados, la banca no les concedió crédito alguno y los obreros declararon la huelga general, haciéndose con la situación en zonas tan importantes como la cuenca industrial del Ruhr. Las consecuencias serían graves: una mayor división en Alemania, nuevos agravios entre militares y fuertes disturbios en las zonas controladas por los comunistas que habían capitalizado la huelga general. Este último asunto originó una nueva crisis internacionaclass="underline" recuperada su soberanía, el Gobierno trató de controlar la cuenca del Ruhr y solicitó a la comisión encargada de supervisar el cumplimiento de la Paz de Versalles permiso para enviar al ejército a esa zona desmilitarizada. Como la respuesta tardaba en llegar y la situación era muy grave, los soldados restablecieron el orden sin esperar la autorización, pero Francia se aprovechó de aquella violación del Tratado de Versalles para ocupar dos ciudades clave de la región: Francfort y Darmstadt.