La crisis elevó un peldaño más a Hitler, que desempeñó un papel importante en el cambio del Gobierno bávaro: aprovechando el golpe de Kapp, diversas fuerzas políticas expulsaron por la fuerza al Gobierno socialista y llamaron a un nacionalista conservador, Gustav von Kahr, que se mantuvo en el poder cuando las aguas volvieron a su cauce. En aquellos días Hitler, acompañando a su mentor Eckart, viajó a Berlín. Fue una aventura memorable: subió por vez primera a un avión, conoció al general Ludendorff y fue hospedado por el conde Von Reventlow, accediendo al círculo prusiano más nacionalista y antisemita.
Al regresar a Munich se encontró con la notificación de su desmovilización definitiva. En adelante ya no tendría salario alguno del ejército, ni pitanza y residencia aseguradas. Alquiló una modestísima habitación y se dedicó a vivir por y para la política, dando dos conferencias al mes en las reuniones del DAP, que había ido cayendo bajo su control. Drexler era meramente un presidente honorario, que abría las sesiones para presentar siempre al mismo orador: Hitler.
El fracasado aspirante a pintor aprendía con celeridad los resortes de la oratoria, de la propaganda, de la demagogia, del maniqueísmo y del dominio de las masas. Solía llegar tarde para hacerse esperar; comenzaba a hablar bajo, de modo que sólo le escuchasen las primeras filas para hacerse desear por el resto; luego hacía restallar su fiera voz a fin de que todos terminasen ensordecidos; se mostraba distante, misterioso y rodeado de fuerza, representada por una corte de poderosos guardaespaldas, cuyo emblema era la esvástica. Le encantaba que en sus mítines hubiera muchos enemigos políticos, comunistas sobre todo, para provocarles y terminar su discurso con una pelea monstruosa, en la que su servicio de orden se hartaba de repartir golpes: eso llegaba a los periódicos y atraía a nacionalistas, anticomunistas y antisemitas, hasta el punto de que, desde la primavera de 1920 hasta finales de este año, la policía muniquesa calculaba los auditorios de Hitler en torno a las 1.800 personas por mitin. Repetía por activa y por pasiva las mismas ideas, de modo que calasen profunda e inequívocamente entre quienes le escuchaban. Para emocionar a los asistentes, o para arrancar sus aplausos y vítores, recurría a excitar sus pasiones: la impotencia contra el enemigo exterior que manejaba los destinos de Alemania, la envidia contra los ricos judíos que vivían opulentamente mientras el pueblo pasaba hambre, el odio contra los bolcheviques que arruinaban la economía con sus huelgas o la venganza contra los socialdemócratas responsables de la «puñalada por la espalda».
No había fantasía o falsedad que le pareciera mala, siempre que conviniera a sus fines; cuando hablaba solía relatar con voz conmovida las múltiples penalidades que estaban pasando: el paro, el hambre, la enloquecida depreciación monetaria, las violaciones de mujeres alemanas en los territorios ocupados por Francia, la humillación de gloriosos militares sumidos en la indigencia por la desmovilización. Narraba casos concretos -unos, evidentes para el público, otros inventados- de todas estas miserias, para luego atronar el local con su terrible voz metálica, señalando a los culpables: el Gobierno socialista de Berlín, los judíos, los comunistas… Entonces solían comenzar las peleas, si en la reunión había alguien que se sintiera afectado por las acusaciones. Cuando terminaba la gresca, libre el local de los «enemigos de la patria», Hitler, con su voz más eufórica, llevaba a sus oyentes hacia la gloriosa Alemania del futuro, poderosa y temida entre las naciones, limpia de judíos, de comunistas y de corruptos gobiernos socialdemócratas, con trabajo para todos, con casas luminosas y barrios bien ventilados, rodeados de zonas verdes. Las ideas sociales de su juventud para las remodelaciones de los barrios obreros de Linz y de Viena salían a relucir maduras, originales y utópicas, poniendo la piel de gallina al auditorio trabajador; pero aún iba más allá en ese campo bien conocido: educación para el pueblo, ópera y galerías de arte para todos.
A mediados de 1920 el partido era indiscutiblemente suyo, tanto que incluso le cambió el nombre y lo llamó Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista (NSDAP); en adelante su emblema sería la esvástica, que unía el misterio del emblema del abad Teodorich von Hagen, que viera en su niñez, sus recuerdos de la revista Ostara -racista, anticomunista y esotérica- que tanto le interesó en su época vienesa y la simpatía de los militares menos adictos al Gobierno de Berlín. El liderazgo hitleriano sobre el NSDAP se demostraría inequívocamente el 3 de febrero de 1921. Hitler, en contra de la presidencia del partido, deseaba convocar un mitin de formidables proporciones para protestar por la cifra de las compensaciones económicas que los vencedores en la Gran Guerra estaban a punto de imponer a Alemania. El lugar elegido fue el circo Krone y, con sólo un día de tiempo, Hitler se las arregló para editar carteles y millares de octavillas que se distribuyeron por toda la ciudad. En esos impresos se difundió por vez primera a gran escala el emblema del partido, la cruz gamada. El éxito fue formidable: más de 7.000 personas asistieron al mitin, vitorearon a Hitler y terminaron cantando el Deutschland über Alles, tras una intervención de 150 minutos.
Hitler había demostrado a la comisión directiva del NSDAP que «él era el partido». La batalla estaba abierta. Drexler, aun considerando a Hitler como el motor del NSDAP y su primera fuente financiera, no estaba de acuerdo con la pérdida de peso obrerista que estaba experimentando la formación y que apenas alcanzaba el 25 por ciento a comienzos de 1921; tampoco soportaba que Hitler impusiera siempre su voluntad, ni que operase autónomamente en nombre del partido. Incapaz de enfrentarse a Hitler y tratando de minimizar su importancia, Drexler eligió la alianza con otras formaciones políticas de similar ideología, que tendrían sede en Berlín y trabajarían para alcanzar representación parlamentaria en el Reichstag. Hitler se alejó del NSDAP en la primavera de 1921; en junio se trasladó a Berlín, donde parece que dio algunas conferencias, y no regresó a Munich hasta el 11 de julio, justo para anunciar su retirada del partido.
La dirección del NSDAP se encontró ante un desafío superior a sus fuerzas. Nada más conocerse la decisión de Hitler comenzaron a llegar a la sede del partido las renuncias de numerosos miembros y para todos fue evidente que, sin sus discursos y sin los recursos que el pago de las entradas a los mítines proporcionaban al NSDAP, éste volvería a las catacumbas de donde le sacara el iluminado orador. En «ayuda» de la atribulada dirección del partido acudió el escritor Eckart, ofreciendo sus buenos oficios para convencer a Hitler de que volviera al NSDAP. «Claro que -les dijo Eckart- Hitler pedirá algunas modificaciones en el funcionamiento del partido y yo sólo podría mediar en la crisis si están dispuestos a aceptarlas…» Un día tardó en regresar Eckart con la respuesta de Hitler y en ese tiempo centenares de sus incondicionales se pasaron por las oficinas del NSDAP pidiendo su baja. Cuando el escritor les anunció que Hitler estaba dispuesto a volver, los miembros del comité directivo recobraron el color. ¡Sólo pedía la presidencia del partido con poderes dictatoriales! Atrapados en aquel callejón sin salida, cedieron.
La crisis duró unos días. En algunos periódicos se abrieron polémicas entre los partidarios de Drexler y los de Hitler; éste dio el golpe definitivo el 29 de julio. En esa fecha Drexler había convocado un mitin en la cervecería Sternbecker, al que asistían unas docenas de seguidores. Secretamente, Hitler convocó otra reunión en otra sala del mismo establecimiento, donde se reunieron 544 personas. Sus aclamaciones llegaban lejanas a la reunión de Drexler, desde donde podían seguir la marcha del mitin de Hitler, que pedía la presidencia honorífica para Drexler, la prohibición de las fusiones con otros partidos (quien deseara estar junto al NSDAP sería, sencillamente, absorbido), la fijación irrenunciable de Munich como sede del partido y la presidencia con poderes dictatoriales. Sus demandas fueron aprobadas por aclamación a mano alzada, con un solo voto en contra. Hitler tenía su partido y no era ya una formación minúscula: a finales de 1921 el NSDAP contaba, solamente en Munich, con 4.500 afiliados, que se elevarían hasta unos 6.000 en toda Alemania. Drexler fue reducido a simple figura decorativa, luego marginado y, finalmente, olvidado. En los años de lucha por el poder, Drexler decía a quien quería oírle que Hitler le había robado el partido; cuando el NSDAP subió al poder mantuvo sus críticas en tono discreto; murió en 1942, en pleno cenit hitleriano, soñando, quizá, que él hubiera podido ser el Führer.