Pero las penurias económicas de Hitler y su partido iban a resultar ridículas en comparación con las de Alemania. El año 1923 se abrió para el Gobierno de Berlín con el problema de los cien mil postes de teléfonos que deberían haberse entregado a Francia el año anterior, entrega no efectuada por falta de existencias. Francia, que suspiraba por la ocasión, denunció el caso ante la Comisión de Reparaciones el 9 de enero de 1923. El día 11 seis divisiones franco-belgas penetraron en la cuenca del Ruhr. Allí estaba el músculo que movía Alemania; dominando aquella región podía desunirse o, al menos, neutralizarse el imperio urdido por Bismarck en el siglo anterior. Alemania reaccionó unánimemente con indignación y con impotencia. El canciller Cuno ordenó a las autoridades y a todos los habitantes del Ruhr que se opusieran a la ocupación francesa con su resistencia pasiva: nada debía hacerse allí que pudiera beneficiar a Francia, la gran región industrial debía paralizarse por completo.
Y así ocurrió, pero si bien Francia no sacó nada en limpio de aquella catástrofe económica, condenó a los habitantes del Ruhr al paro, la miseria y el hambre, hasta el punto de que la mortalidad infantil se multiplicó por diez en esa zona. Sostener esa resistencia pasiva significó para Alemania una de las inflaciones más brutales que recuerda la historia: en febrero, un dólar se cotizaba a 16.000 marcos, en septiembre a 160 millones, en noviembre a 130.000 millones. Una jarra de cerveza costaba diez mil millones de marcos y un almuerzo suponía acudir al restaurante con un gran saco de dinero, salvo que se poseyeran marcos oro o divisas extranjeras. El papel no valía nada, los billetes eran cada vez de menor tamaño, peor impresión y cifras más elevadas. Las actividades económicas resultaban casi imposibles en aquellas circunstancias.
La reacción de Hitler ante la ocupación francesa del Ruhr fue ambigua. Clamó contra el atropello, pero se negó a unirse a las manifestaciones patrióticas que proliferaron por aquellos días, ya que le pareció más rentable culpar al Gobierno de Berlín y resaltar la inutilidad de la resistencia pasiva. Su actitud suscitó sospechas en algunos sectores e, incluso, se le acusó abiertamente de estar a sueldo de los franceses. Pero nunca se pudo probar nada; más aún, interpuso una docena de denuncias por calumnias y ganó todos los casos. Esta tibia postura hizo pensar a sus críticos que, finalmente, Hitler había dado un grave paso en falso: craso error, porque en el verano de 1923 el NSDAP alcanzaba los 26.000 afiliados y las SA disponían de 1.800 hombres uniformados e instruidos.
En esos meses los nazis pusieron de moda los Deutsche Tage, los días de Alemania que, a imitación de lo ocurrido en Coburgo, consistía en trasladar a una ciudad bávara un importante número de miembros de las SA, que desfilaban el sábado por la tarde con banderas desplegadas al son de músicas militares, suscitando el entusiasmo o el temor entre los ciudadanos y respondiendo con suma violencia a cualquier tipo de insulto o desaprobación explícita; por la noche había desfile de antorchas y cánticos nacionalistas; el domingo, nuevos desfiles militares antes de los oficios religiosos y, a mediodía, discursos políticos de los jefes locales o del propio Hitler. El más famoso de estos «días de Alemania» fue el de Nuremberg, el 2 de septiembre de 1923, en el que Hitler reunió en seis concentraciones a más de cien mil simpatizantes.
Este éxito y el caos económico y político en el que se debatía Alemania convencieron a Hitler de que había llegado el momento de llevar a cabo su marcha sobre Berlín. En el otoño de 1923 comenzó a conseguir ayudas importantes de grandes magnates, que empezaban a verle como la posible solución al caos imperante en el país. El barón Fritz Thyssen, considerado el hombre más rico de Alemania, escuchó a Hitler en un mitin y quedó «impresionado por sus dotes oratorias, su capacidad para conmover a las masas y por el orden militar que reinaba entre sus afiliados». No fue una impresión baladí, pues el barón entregó al mariscal Ludendorff 100.000 marcos oro para que se los hiciera llegar al líder nazi; la cifra equivalía a unos 12.000 dólares, una auténtica fortuna en aquella Alemania. Por esos meses Hitler viajó a Suiza, donde la próspera comunidad alemana recaudó para él 33.000 francos suizos. En Checoslovaquia, las minorías germanas también se sintieron conmovidas y le enviaron una importante suma de coronas. La baronesa Seidlitz puso a disposición del NSDAP la mitad de su considerable hacienda.
Esas cifras terminaban en las SA, un pozo sin fondo que Hitler alimentaba e incrementaba porque era la punta de lanza del partido, la expresión de su propia fuerza, la masa organizada y disciplinada que expresaba mejor que las palabras la consigna de «¡Alemania, en pie!» y el ejército con el que pensaba conquistar Berlín. Otra de las simas del partido era su periódico, el Völkischer Beobachter (El Observador del Pueblo). Hitler, escasamente inspirado por la pluma, no le hacía especial caso. Sin embargo, comprendía que era imprescindible disponer de un medio de expresión escrito, aunque sólo fuera para insultar y calumniar a sus enemigos y para denunciar los porcentajes de sangre judía de algunos personajes, lo que les hacía inmediatamente sospechosos de estar vendiendo Alemania a los bolcheviques o al capitalismo francés y anglosajón.
En el verano de 1923 la vida era casi imposible en Alemania. Inflación, paro, hambre, caos político e intentos secesionistas estaban destruyendo a la clase media, a la burguesía, el comercio y la industria del país y llevaban la República al colapso. El 10 de agosto dimitió el canciller Cuno y fue sustituido por Gustav Stressemann, que formó una gran coalición con los populistas, el Centro (Zentrum, mayoritariamente católico) y los socialdemócratas. El regreso de éstos al Gobierno irritó a los conservadores gobernantes en Munich y entregó a Hitler nueva munición dialéctica, sobre todo cuando una de las primeras medidas de Stressemann fue terminar con la resistencia pasiva, cuyo precio había sido la locura inflacionista: Hitler podía presumir de haber tenido razón al no apoyar aquella política que había arruinado al país y regocijarse de que el empobrecimiento de las clases medias alemanas estuviera nutriendo sus filas de gentes desengañadas de la República democrática y con ansias de revancha económica y política.
Sin embargo, no todo iba a ser ventajoso para el NSDAP. Previendo disturbios al cambiar la política de la resistencia pasiva, en Baviera se llamó nuevamente al poder al duro conservador Von Kahr, cuyas veleidades monárquicas, unidas a su energía, le convertían en un difícil obstáculo para los intereses de Hitler, que escribió poco después: «[…] Fue un duro golpe […] La situación, que tan favorable nos era veinticuatro horas antes, cambió radicalmente.»
La formación del Gobierno bávaro de Von Kahr supuso, también, un grave revés para Berlín: los problemas serían inevitables. Efectivamente, el primer conflicto estalló inmediatamente después y con Hitler de por medio. Por cuarta vez después del final de la guerra fueron suspendidas las garantías constitucionales para afrontar la grave situación; los poderes gubernamentales fueron concedidos al ministro de Defensa, Otto Gesler, cuyo brazo derecho era el general Hans von Seeckt. Se daba la circunstancia de que Hitler había sido desairado por Von Seeckt pocos meses antes y halló en esta ocasión la forma de pasarle factura: en un artículo de su periódico, el Völkischer Beobachter, denunciaba al general como dictador judaizante -estaba casado con una mujer de origen hebreo- por lo que, naturalmente, se rendía a Francia, en vez de combatir por la integridad de la patria alemana.