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Los aplausos atronaron la sala y todos en pie entonaron el Deutschland über Alles. A las 22.30 h, tras dar su palabra de ser fieles a la «revolución», Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser abandonaron la sala mientras Hitler recibía las felicitaciones de sus amigos y los asistentes se perdían en la helada noche de Munich.

Hitler parecía haber triunfado pero, a partir de ese momento, la situación se le escapó de las manos. Evidentemente, tanto él como sus colaboradores eran unos revolucionarios inexpertos: no habían ocupado la central de teléfonos; no habían notificado sus planes a todas las secciones del partido en otras ciudades para que intentasen sublevar guarniciones y controlar las comunicaciones; no eran dueños de los cruces de carreteras, ni de los puentes, ni de los ferrocarriles; no habían logrado tomar los cuarteles del ejército, ni las comisarías de policía… En suma, tenían en la ciudad centenares de patrullas, con unos tres mil hombres en total y sólo disponían de la sede del Ministerio de Defensa, donde Röhm se había atrincherado. En su ingenuidad esperaron a la mañana siguiente para saber dónde estaban Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser, a los que permitieron maniobrar libremente durante diez horas.

Lo primero que las autoridades bávaras hicieron al abandonar la cervecería fue acudir a sus despachos para enterarse de cómo estaba la situación y, al comprobar que el control de Hitler sobre policía y ejército era mínimo, los tres se reunieron en los cuarteles de un regimiento de infantería. Desde allí pidieron refuerzos a las guarniciones de las ciudades vecinas, coordinaron la actuación de policías y soldados y, a las 2.55 h de la madrugada del 9 de noviembre emitieron una proclama por Radio Munich en la que repudiaban el putsch, aclarando que su inicial adhesión había sido conseguida bajo amenazas. Esa madrugada, mientras los nazis detenían al alcalde de la ciudad, saqueaban la redacción del diario Münchner Post y robaban 15 trillones de marcos de una imprenta, Von Kahr ordenaba la impresión de varios millares de carteles que reproducían el comunicado emitido por radio y condenaban el golpe de Hitler; Von Seisser tomaba medidas para que la policía fijara los carteles y cortara las principales carreteras de acceso a Munich, deteniendo a cuantos nazis pretendieran penetrar en la ciudad; Von Lossow coordinaba la actuación de la Reichswehr y a las 5 de la madrugada envió un mensaje al mariscal Ludendorff, pidiéndole que depusiera su actitud golpista, puesto que el ejército apoyaba al Gobierno.

Cuando amaneció el 9 de noviembre húmedo y frío, las cosas estaban claras. Incluso Hitler, que había asistido paralizado al viraje de la situación, advirtió que su golpe era un fracaso: no se le ocurrió, sin embargo, pegarse un tiro, tal como asegurara la víspera en la Bürgerbräukeller, sino que propuso retirarse hacia Rosenheim para concentrar allí a sus huestes y regresar luego a Munich. Ludendorff le convenció de que aquel plan carecía de toda viabilidad; si alguna posibilidad tenían aún de éxito era en Munich y cuanto antes mejor. El mariscal propuso marchar hacia el cuartel general de Von Lossow, al que avergonzaría por haber roto su palabra y a cuyos soldados estaba seguro de poder arrastrar hacia el bando sublevado.

Los enlaces de las SA se movieron aprisa y poco después de las 11 de la mañana partió desde la cervecería Bürgerbräukeller la comitiva nazi, compuesta por unos tres mil hombres, armados en su mayoría. En primera fila marchaban Ludendorff, con el atuendo de campo que tenía la víspera; Hitler, Scheubner-Richter, Ulrich Graf, Weber, Feder, Kriebel; en la segunda, Rosenberg, Albrecht von Graefe, Streicher, Goering, Drexler; luego Hess, Amman, Strasser, Frick, etc. La impresionante comitiva, que enarbolaba numerosas banderas con la esvástica, avanzaba deprisa entonando canciones de marcha. Balcones y ventanas se abrían a su paso y algunos transeúntes les vitoreaban e, incluso, se unían al tropel. El primer obstáculo les esperaba en forma de cordón policial en el puente Ludwig, sobre el río Isar, pero los policías bajaron sus armas al identificar a Ludendorff, cuyas zancadas apenas podía seguir Hitler.

Marcharon seguidamente hacia la Odeonplatz, pero debieron cambiar varias veces de itinerario para no chocar con los fuertes contingentes policiales que impedían la entrada en la plaza. La tensión era extraordinaria. Del cercano Ministerio de Defensa, defendido por Röhm y cercado por fuerzas del ejército desde primeras horas de la mañana, llegaba el ruido de algunos disparos, que hirieron a varios soldados de la Reichswehr y mataron a uno de los sediciosos. Aplausos, vítores, maldiciones, canciones nazis, gritos de «¡alto!», ecos de disparos, acompañaban al empeño nazi por entrar en la plaza, atravesando la estrecha Residenzstrasse; la policía les esperaba al final de la calle con las carabinas en posición de fuego.«¡No disparéis, su excelencia el mariscal Ludendorff está aquí!», gritaban desde las primeras filas de la comitiva, pero sirvió de poco porque acto seguido una cortina de plomo barrió la Residenzstrasse. Aún no está claro quién comenzó el fuego, pero iniciado el tiroteo quienes salieron mejor librados fueron los policías, que tenían a los nazis en el punto de mira de sus armas.

Muchos cayeron abatidos por los disparos, heridos por rebotes y esquirlas de piedra o arrollados por los que rompieron a correr en busca de refugio. Sólo dos hombres se mantuvieron en pie, marchando hacia el cordón policial, desafiando la lluvia de balas, que duró apenas 30 segundos: el mariscal Ludendorff y su ayudante, el mayor Streck; ambos penetraron en la Odeonplatz, pasando junto a los atónitos policías, y se detuvieron junto al monumento a los héroes alemanes. Nadie les había seguido y poco después fueron cortésmente detenidos por la policía. Entre tanto, la confusión era formidable en la Residenzstrasse. La policía atendía a los heridos y recogía a sus tres muertos y a los 16 que se habían producido en las filas nazis y perseguía a los que huían en medio del caos, aumentado por algunos disparos sueltos. Entre los muertos estaban el vicepresidente del NSDAP, Oskar Kroner, y los dos correligionarios que marchaban junto a Hitler, Scheubner-Richter y Ulrich Graf. Puede decirse que ambos salvaron la vida al futuro Führer: Graf, que se había adelantado, cubrió a Hitler con su cuerpo, mientras que Scheubner-Richter, que le cogía del brazo, le arrastró hasta el suelo al caer mortalmente herido. En aquella confusión, Hitler logró levantarse y huir, refugiándose en la residencia de los Hanfstaengl, en los alrededores de Munich; estaba cubierto por la sangre de sus amigos y se había dislocado un hombro en su caída. Otro de los dirigentes del NSDAP que pudo haber muerto en aquella jornada fue Goering: resultó gravemente herido y fue retirado de la refriega por sus camaradas; su esposa logró llevarle hasta Austria.

Hitler permaneció dos días refugiado en casa de los Hanfstaengl, padeciendo fuertes dolores en su hombro dislocado, que no hubo manera de reducir allí; sufría, también, una fuerte crisis nerviosa y hablaba de quitarse la vida aunque, finalmente, le convencieron de que lo mejor era que se refugiase en Austria durante algún tiempo. En la noche del 11 de noviembre, cuando esperaba el automóvil que le sacaría de Munich, la policía llegó al refugio de Hitler con una orden de registro, que no fue necesario porque se entregó inmediatamente y sin oponer resistencia. Horas antes, presintiendo que sería arrestado, dictó su primer testamento; en él dejaba a Rosenberg la jefatura del partido, Amman sería su ayudante en jefe y, junto a ellos, Esser y Streicher compondrían un cuadrunvirato que regiría los destinos del NSDAP, con Hanfstaengl como tesorero.

¡Cuántas vueltas había dado la vida desde entonces! ¡Qué extraordinario cambio había experimentado el mundo desde aquel ya lejano noviembre de 1923 hasta el 29 de abril de 1945! Sin embargo, veintidós años más tarde, Hitler, acosado como entonces, amenazado como entonces, dictaba nuevamente su testamento. ¡Pero no era como entonces!, ¡lamentablemente, no era como entonces! En 1923 era joven, tenía treinta y cuatro años, y estaba refugiado en el ático del chalet de los Hanfstaengl, desde donde veía caer la nieve mansamente, rodeado de silencio y atendido solícitamente por Frau Hanfstaengl, que estaba embarazada. De la cocina ascendían hasta el ático los penetrantes y deliciosos aromas de sus guisos y, ciertamente, temía morir porque la policía verde de Munich tenía fama de violenta y su jefe, Von Seisser, tendría ganas de vengarse y es muy posible que ordenara que le liquidaran pretextando su resistencia o su fuga. Pero lo de ahora, lo de abril de 1945, era mucho peor: se había convertido en un viejo prematuro de cincuenta y seis años, encerrado en un búnker que amenazaba con enterrarle vivo bajo el impacto de las granadas soviéticas; el ambiente era húmedo; el aire, maloliente; las habitaciones, pequeñas; los muebles, miserables; y el enemigo se acercaba implacable. Hitler miró a Frau Junge, pálida y ojerosa a aquellas horas de la madrugada, y abandonó sus recuerdos para concentrarse nuevamente en su testamento, que esta vez sería el definitivo: