Ministro de la Guerra, Doenitz
Comandante en Jefe del Ejército, Schoerner
Comandante en Jefe de la Marina, Doenitz
Comandante en Jefe de la Aviación, Greim
Reichführer de las SS y Jefe de la Policía, Hanke
Economía, Funk
Agricultura, Backe
Justicia, Thierack
Cultura, Dr. Scheel
Propaganda, Dr. Naumann
Finanzas, Scheverin-Krossigk
Municiones, Saur
Trabajo, Kupfauer
Jefe del Frente del Trabajo Alemán y miembro del Gabinete del Reich y Ministro del Reich, Dr. Ley.
»Varios de estos hombres, como Martin Bormann, el doctor Goebbels, etcétera, han decidido por propia voluntad y la de sus esposas permanecer a mi lado y no abandonar la capital del Reich bajo ninguna circunstancia, disponiéndose a morir junto a mí. Sin embargo, debo pedirles que obedezcan mis deseos y que coloquen los intereses de la nación por encima de sus sentimientos. Por su trabajo y lealtad, permanecerán junto a mí incluso después de mi muerte y espero que mi espíritu continúe a su lado y les acompañe por siempre. Deseo que se muestren duros, pero no injustos y, sobre todo, que jamás permitan que el miedo dirija su conducta y que sitúen el honor de la nación por encima de todas las cosas de este mundo. Finalmente, quiero que tengan conciencia de que nuestra misión de construir un Estado nacionalsocialista representa la labor de los futuros siglos, lo que nos coloca a cada uno de nosotros en la obligación de servir al bien común, subordinando a éste nuestros intereses personales. Pido a todos los alemanes, a todos los nacionalsocialistas, a hombres y mujeres y a todos los soldados de las Fuerzas Armadas, que permanezcan fieles y obedientes hasta la muerte al nuevo Gobierno y a su Presidente.
»Encargo en especial a la jefatura de la nación y a sus subordinados la observancia estricta de las leyes raciales y la resistencia implacable contra los envenenadores universales de todos los pueblos: el judaísmo internacional.
»Dado en Berlín, a 29 de abril de 1945, 4 h de la mañana.»
Hitler suspiró profundamente, luego dijo a Frau Junge que pasase a máquina sus notas taquigráficas. La secretaria cumplió el encargo rápidamente y menos de una hora más tarde entregó diez cuartillas mecanografiadas. Hitler avisó a Bormann, a los generales Burgdorf y Krebs y al doctor Fuhr, subsecretario de Goebbels, para que firmasen el testamento político, mientras que Bormann, Goebbels y Von Below signaban el testamento privado.
Goebbels leyó apresuradamente el testamento político de Hitler y se alejó discutiendo con él las órdenes de continuar combatiendo. Le dijo al Führer que Magda y él habían decidido morir junto con sus hijos inmediatamente después de que lo hiciera el Führer. Éste, terriblemente agotado por la larga jornada y las últimas emociones, cortó la conversación y entró en su dormitorio. Eva ya se había retirado hacía casi dos horas y dormía agitadamente. Por fortuna, la artillería soviética se había tomado un respiro y el búnker había dejado de vibrar. La batalla que se libraba en las calles de Berlín a base de armas ligeras, bombas de mano, lanzallamas y Panzerfausten apenas era un lejano eco. Cuando Hitler se fue a dormir, los habitantes del segundo sótano del búnker aprovecharon para irse también a la cama, dando por concluido aquel interminable día de trabajo. Pero no todos se retiraron a descansar: Goebbels, que no quedó satisfecho tras su breve conversación con Hitler, permaneció en vela y esa misma madrugada redactó el siguiente anexo al testamento de Hitler:
«El Führer me ha ordenado abandonar Berlín, en el caso de que sucumba la defensa de la capital del Reich, para que tome parte importante en el nuevo Gobierno constituido por él.
»Por primera vez en mi vida he de rehusar categóricamente obedecer una orden del Führer. Mi esposa e hijos adoptan mi misma postura. Si no lo hiciera así (aparte de que nuestros sentimientos de humanidad y de lealtad nos impidan abandonar al Führer en el momento de dolor supremo), me consideraría durante el resto de mi vida un traidor y un canalla, que habría carecido de respeto hacia mí mismo y que sería inmerecedor del respeto de mis compatriotas, un respeto sin el cual no puedo prestar servicio alguno a la reconstrucción futura de Alemania y del Reich.»
Reitera Goebbels en los siguientes párrafos sus argumentos para seguir a Hitler tras su suicidio: lealtad en tiempos difíciles, lección contra los traidores, ejemplo para el futuro…
«Siempre se encontrarán hombres que conduzcan la nación hacia la libertad. Pero la reconstrucción de nuestra vida nacional sería imposible si no se basase en claros ejemplos fácilmente comprensibles. Por todo esto, junto a mi esposa y en nombre de mis hijos, que aún son demasiado pequeños para hablar por sí mismos, pero que adoptarían esta decisión si tuviesen edad para hacerlo, formulo mi inalterable decisión de permanecer en la capital del Reich y de quedarme junto a mi Führer, concluyendo así una vida que no tendría sentido alguno si no puedo ofrecérsela, permaneciendo junto a él.»
Goebbels firmaba esta carta a las 5.30 h de la madrugada del 29 de abril de 1945. El hábil propagandista había valorado correctamente la situación: la guerra estaba perdida, la formación del nuevo gabinete era inicialmente improbable y, finalmente, inútil. Los aliados pasarían a los vencidos las terribles cuentas de sus acciones. Goebbels era culto e inteligente, sabía de Literatura, de Filosofía, de Historia y de Política: si en 1918, rindiéndose los alemanes sobre suelo francés y sin haber cometido desmanes destacables, aparte de los habituales estragos de la guerra, exigieron los vencedores la entrega de casi un millar de responsables de crímenes de guerra, ¿qué no harían ahora, tras el descubrimiento de la barbarie nazi en los países conquistados y después de haber hallado el espantoso secreto de los campos de exterminio? Hitler quizá lograse autoengañarse, pero él ni era un iluso para hacerlo ni un desinformado para olvidarse. En su Ministerio de Información, pese a la batalla de Berlín y a las enormes destrucciones, seguían funcionando algunos teléfonos y continuaban llegando los telegramas de las agencias de prensa internacionales y sabía muy bien el revuelo que se estaba formando en el mundo tras el descubrimiento de los campos de exterminio de Polonia, Austria y Prusia. Conocía, además, con suma precisión las decisiones que los aliados habían tomado en sus numerosas conferencias internacionales sobre los responsables del III Reich. No había salida. Los grandes jerarcas nazis serían hechos prisioneros, juzgados, expuestos a la burla mundial y, seguramente, ejecutados de la manera más infamante posible. No estaba dispuesto a pasar aquel trago, ni a pensar en su esposa, la bella Magda, a merced de la soldadesca soviética, ni quería que sus hijos tuvieran que soportar de por vida el estigma de haber tenido como padre a una de las «bestias negras» nazis, como seguramente le señalaría la propaganda de los vencedores.
Otro que no podía dormir aquella madrugada era Martin Bormann. Tosco y ambicioso, Bormann había escalado en aquellos últimos días algunos peldaños más en sus aspiraciones; caídos en desgracia Goering y Himmler era, junto a Goebbels, la jerarquía más elevada del régimen. El cargo de jefe del partido que Hitler le otorgaba en su testamento era, a final de cuentas, la primera magistratura de Alemania. Al almirante Doenitz se le había designado presidente porque disponía del suficiente carisma como para hacerse seguir por el ejército; el almirante era necesario en aquellos momentos, pero políticamente él, Bormann, era el sucesor de Hitler, de modo que comenzó a dar órdenes. Lo primero era limpiar la cúpula nazi de traidores, lo segundo, continuar la guerra. Así, aquella madrugada aún enviaba telegramas al cuartel general de Doenitz en Flensburg: