Siguiendo por el lado derecho del pasillo estaban los cuartos de baño comunes y el cuadro de luces. En el lateral izquierdo se emplazaba la enfermería, las habitaciones del doctor Morel, de Goebbels, de Bormann, el cuarto de los ordenanzas y la central telefónica. Ésta merece comentario aparte; según los expertos, era la mejor de Berlín y Hitler, hasta casi el final, pudo comunicarse en cuestión de minutos con todos los frentes; disponía, valiéndose de antenas acopladas a un globo cautivo, de una instalación de radioteléfono de VHF, que se mantuvo en funcionamiento hasta la noche del 28 al 29 de abril, permitiendo comunicaciones de una extraordinaria calidad incluso en los momentos de combate más intensos.
El búnker disponía de su propio generador eléctrico y de importantes depósitos de agua, de modo que nunca se vio afectado por los cortes originados por los bombardeos; los cuartos de baño funcionaban bien y los servicios de ventilación y calefacción también, aunque la atmósfera siempre estuvo demasiado cargada, la humedad era muy alta y el olor resultaba desagradable. Esto se debía, fundamentalmente, a que el refugio fue ocupado sin que la obra se secara adecuadamente y a que no había sido concebido como residencia permanente de un número tan elevado de personas. Cuatro escaleras lo comunicaban con la superficie: una conducía al pequeño refugio primitivo y desembocaba bajo la sala de recepciones de la Cancillería (algunas versiones dicen que terminaba en la despensa, junto a la cocina); otra desembocaba frente al Ministerio de Exteriores, erigido a su espalda; la tercera había sido prevista para emergencias y se hallaba a unos diez metros del despacho del Führer; la cuarta era una estrecha escalera de caracol que ascendía hasta una garita redonda de hormigón. Todas las entradas se hallaban permanentemente custodiadas por soldados de las SS y estaban protegidas por pesadas puertas blindadas, que podían soportar una fuerte carga explosiva y que cerraban herméticamente para impedir un ataque con gases. El conducto por el que penetraba el aire estaba equipado con rejillas para eliminar el polvo y filtros capaces de impedir el paso de la mayoría de los gases conocidos.
Pese a estas seguridades, Hitler tuvo inicialmente un terror cerval a quedar enterrado en aquel subterráneo, de modo que tardó en hacerse a la idea de vivir en él. Cuando regresó a su capital, tras perder la batalla de las Ardenas, se instaló en la Cancillería, muchas de cuyas ventanas carecían de cristales y era inútil reponerlos puesto que los casi diarios bombardeos aliados se encargaban de destruirlos. Cada vez que sonaba la alarma aérea debía bajar malhumorado al búnker y allí, con aquella estructura, que vibraba a cada explosión -aunque fuera lejana- de las bombas, se ponía pálido del miedo a quedar sepultado vivo. Sin embargo, ese peligro era mayor en la superficie, de modo que a finales de febrero de 1945 el Führer y sus hombres de confianza comenzaron a pasar las noches en el gran refugio, al que Hitler se terminó acostumbrando hasta llegar a establecerse permanentemente en él.
Hasta el 20 de abril, fecha del último cumpleaños de Hitler y del completo cerco de Berlín por los rusos, el búnker era un lugar muy frecuentado y resultaba normal hallar en el comienzo del gran pasillo -que hacía las veces de sala de espera, al estar cortado por una mampara antes de llegar a las dependencias de Hitler- a numerosos militares y políticos aguardando ser recibidos por el Führer. Tras el cerco de la capital, las visitas eran escasas y la vida dentro del refugio casi rutinaria, aunque bastante especial. Hitler se acostaba muy tarde, a las 3 y las 4 h de la madrugada, y se levantaba también muy tarde, entre las 10 y las 11 h de la mañana; el personal que vivía directamente relacionado con él se había acostumbrado a un horario similar, salvo Bormann, que necesitaba dormir poco y solía estar en pie a las 8 de la mañana;; el personal militar de la primera planta se acostaba habitualmente poco después de la medianoche, terminada la última reunión de guerra de cada día y se levantaba hacia las 7 de la madrugada.
El 29 de abril, aproximadamente a esa hora, el mayor Freytag von Loringhoven, ayudante del general Krebs, zarandeó a su compañero el capitán Gerhardt Boldt para decirle con sonrisa socarrona: «¿A que no te has enterado de la noticia de anoche?» Boldt trató de abrir los ojos y de ordenar su cabeza: «Pues no, no sé a que noticia te refieres.» «Pásmate, Gerhardt -concluyó Freytag von Loringhoven-, anoche se casó nuestro Führer.» Según Robert Payne, que cuenta esta anécdota, el general Krebs se despertó con las risas de ambos amigos y hubo de reconvenirles: «Os habéis vuelto locos?¿Cómo os atrevéis a burlaros así de nuestro comandante supremo?»
Bormann ya estaba despierto a las 9 y con una decisión tomada: enviaría a tres mensajeros. Dos se dirigirían a Plon, en busca de Doenitz, y el tercero, a las montañas de Bohemia, donde se hallaba el cuartel general de Schoerner. El coronel de las SS, Zander, pese a sus protestas, hubo de emprender el peligroso camino hacia Plon; junto con los testamentos político y privado de Hitler llevaba el certificado de matrimonio del Führer y Eva Braun y un mensaje de Bormann a Doenitz:
«Querido gran almirante: puesto que todos los ejércitos han fracasado en sus tentativas de socorro y nuestra situación parece desesperada, el Führer dictó anoche el adjunto testamento político. Heil Hitler! Suyo, Bormann.»
Con el mismo destino partió Heinz Lorenz, funcionario del Ministerio de Propaganda, que además de los testamentos de Hitler llevaba el de Goebbels; el destino final de tales documentos, «la historia nazi de los tiempos heroicos», era la posteridad, según deseaba el ministro. En busca de Schoerner fue enviado Willi Johannmeier, uno de los ayudantes militares de Hitler. Se le entregaron los testamentos y el general Burgdorf añadió un mensaje manuscrito:
«Querido Schoerner: adjunto le remito por mano de confianza el testamento de nuestro Führer, quien lo escribió ayer al recibir la noticia impresionante de la traición de Himmler. Indica una decisión inalterable. El testamento debe ser publicado tan pronto como el Führer lo ordene o tan pronto como se confirme su muerte. Con mis mejores deseos y un Heil Hitler! Suyo, Wilhelm Burgdorf. El mayor Johannmeier le entregará el testamento.»
Salir de Berlín, cercado por los rusos y convertido en un enorme campo de batalla era muy peligroso y complicado, pero muchos lo conseguían a diario porque no todos los boquetes estaban bien cerrados y porque los túneles del metro y las alcantarillas aún eran buenas vías de escape. Los tres mensajeros abandonaron el búnker hacia el mediodía, acompañados por un guía, el cabo Hummerich, en un momento en que los cañones soviéticos se habían tomado un breve reposo. Siguiendo estudiados itinerarios y eludiendo la lucha y las patrullas enemigas, pudieron abandonar la capital del Reich y, tras pernoctar en las trincheras de un batallón de las Juventudes Hitlerianas, los cuatro alcanzaron la islita de Pfauen, en el río Havel, donde deberían recogerles dos hidroaviones. Esperaron en vano. Finalmente, ante el peligro de caer en manos de los rusos, cada uno decidió buscar su destino por separado. Realmente, los tres mensajeros tuvieron el mismo pensamiento: poner tierra de por medio y olvidarse del mensaje, actitud lógica porque para entonces ya era el 3 de mayo y los combates habían cesado. Los tres fueron capturados semanas después por los aliados, que hallaron las tres copias del testamento de Hitler que se ha transcrito páginas atrás. Pero esto no podían saberlo en el búnker.
Aquellos dirigentes nazis, que vivían -en palabras del ministro Schaub- como en un «submarino en las profundidades, bajo el mar de casas y ministerios de Berlín», se fueron despertando aquella mañana del 29 de abril más aislados que nunca. La antena radiotelefónica de VHF se había perdido durante la noche al caer el globo que la sujetaba y las líneas de teletipo estaban prácticamente cortadas. Sólo quedaba el teléfono convencional, cuyos enlaces con el exterior de Berlín eran complicadísimos y las informaciones interiores se conseguían por muestreo de los distritos. Se llamaba a un teléfono cualquiera de las zonas en lucha y podían ocurrir cuatro cosas: lo más frecuente era que no lo cogiera nadie; a veces respondía una voz en ruso; podía levantar el aparato un alemán que se ofrecía gustoso a narrar los confusos combates que se desarrollaban a pocos metros o, por último, un combatiente que maldecía al telefonista del búnker porque tenía a los rusos en el piso de abajo y debía preocuparse de continuar vivo.