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Hitler se despertó hacia las 11 de la mañana. Tras apenas seis horas de sueño intranquilo, se hallaba muy cansado y pensó en la posibilidad de dormir un poco más, pero desechó la idea porque se convenció de que tenía aún muchas cosas que hacer. Al encender la luz y contemplar la tétrica realidad que le rodeaba no pudo disimular un rictus de desaliento o quizá de rabia. Dormía en un pobre catre de campaña en una húmeda y mal iluminada habitación de apenas nueve metros cuadrados, disponiendo como único mobiliario de un pequeño armario y una cómoda. Sólo la presencia de una caja fuerte concedía cierta importancia al personaje que habitaba en aquel cubículo, más lóbrego que una celda carcelaria. ¡Quién pudiera hallarse, por ejemplo, en la fortaleza de Landsberg, donde estuvo preso en 1924! Allí había dispuesto de una celda grande y soleada en el primer piso y, con el tiempo, logró que le adjudicasen otras dos, para recibir visitas y para sus libros. ¡Qué agradable era aquel sendero de grava que recorría sinuoso los macizos del jardín y discurría, luego, junto al muro del penal! Aún podía recordar el olor de las flores, el ruido de los zapatos sobre la arena y hasta el contenido de sus disertaciones que, habitualmente, sólo tenían un destinatario, Rudolf Hess. Los recuerdos le llenaron de nostalgia y dulcificaron su expresión. Recordó su ingreso en Landsberg para cumplir los cinco años de cárcel a que fue condenado por el fracasado golpe de Estado de noviembre de 1923. Ocurrió en abril de 1924. ¡Curiosa coincidencia, se acababan de cumplir veinte años! Pero la situación y el escenario eran bien diferentes. De la prisión de Landsberg, apenas a 100 km de Munich, podía recordar que más que un presidio parecía un palacio de la aristocracia campesina bávara, enclavado en las verdes y arboladas estribaciones alpinas que riega el Lech.

MEIN KAMPF

Hitler fue detenido en la casa de los Hanfstaengl, en los alrededores de Munich, hacia las 19 h del 11 de noviembre de 1923 y aquella noche, después de un viaje de pesadilla, con el hombro dislocado, una fisura en el brazo izquierdo y la derrota en el alma, llegó por vez primera a la prisión de Landsberg. Pero, si lamentable era su estado físico, peor aún era su situación anímica: perdió interés por cuanto le rodeaba, tenía obsesiones suicidas y dejó de comer. Sumido en esa depresión le halló el nacionalista sudete Hans Knirsch, que le visitó en los primeros días de encarcelamiento; aquel curtido político logró que, al menos, comenzase a comer para poder decidir su futuro con la mente clara.

Poco a poco mejoró su estado físico y cedió la depresión. Sus amigos del NSDAP, Drexler y Eckart, fueron también recluidos en Landsberg, constituyendo una agradable compañía para Adolf, aunque el escritor estaba gravemente enfermo, al punto de que fue excarcelado pocos días después y enviado a su casa, donde murió antes de las Navidades de 1923. Hitler, que no se distinguió precisamente por la profundidad de sus fidelidades, siempre recordó con gran afecto a su amigo y protector Dietrich Eckart. En aquella tranquila prisión, rodeada de un paisaje nevado, pero caliente y sin medidas de seguridad demasiado drásticas, pudo Hitler preparar su defensa en el proceso que se les instruyó a los golpistas del 8 de noviembre.

El juicio comenzó el 16 de febrero de 1924 con un planteamiento sorprendente: el Gobierno de Baviera no quería que el putsch perpetuara su memoria creando una galería de mártires, de modo que sólo juzgó a diez de los responsables, poniendo en libertad sin cargos a cerca de un centenar de detenidos y condenando -en un proceso inmediatamente posterior al de los principales implicados- a otros 32 mandos intermedios del NSDAP a penas de prisión que fueron de tres a seis meses. El ministro de Justicia bávaro, Franz Guertner, simpatizaba con las ideas nacionalsocialistas y se encargó de buscar un tribunal benévolo, que impusiera penas leves y que permitiera la libre expresión de los acusados. Así, se dio la circunstancia de que las autoridades bávaras, implicadas por Hitler en su fallida maniobra de la cervecería Bürgerbräukeller, esto es, Von Kahr, Von Lossow y Von Seisser -marginados de los cargos públicos que tuvieron y con sus carreras truncadas- hubieron de comparecer en calidad de testigos y, en muchos momentos, parecieron los acusados bajo los ataques de Hitler.

El líder nazi, que pronunció dos amplios discursos, uno a la apertura de la causa y otro a su cierre, obtuvo una audiencia que poco antes no podía ni soñar, pues sus ideas no sólo llegaron a todos los estados alemanes, sino que incluso obtuvieron eco internacional. La sentencia fue consonante con el desarrollo de las sesiones: tuvo muy poco que ver con la Justicia y mucho con los intereses políticos de Baviera y con la ideología del ministro Guertner. Resultaron condenados a cinco años de cárcel Hitler, Poherner, Kriebel y Weber -cuando su delito hubiera podido, incluso, merecer la pena capital-; Röhm, Frick, Brückner, Pernet y Wagner lo fueron a quince meses de cárcel, lo que les puso inmediatamente en libertad, pues ya habían cumplido seis y se comprometieron a no reincidir; Ludendorff fue absuelto.

Hitler retornó a la prisión de Landsberg el día 1 de abril de 1924, en la tarde del mismo día en que se pronunció la sentencia. Fue recibido en la cárcel como una auténtica celebridad. El director se mostró obsequioso y los funcionarios, entre respetuosos y serviles. Su habitación, la celda núm. 7, era amplia y estaba bien ventilada por dos ventanas que daban al Lech. Constituían su parco mobiliario una cama de hierro, con colchón y mantas, una mesa, dos sillas, una lámpara y un armario; pero el austero equipamiento quedaba compensado por las flores y regalos llegados de toda Alemania e, incluso, de Austria y Checoslovaquia, hasta el punto de que nadie hubiera podido decir que aquella era una habitación carcelaria de no haber sido por las ventanas clausuradas por fuertes rejas. Vinos, dulces, todo tipo de embutidos, juegos, objetos típicos de los diversos Länder, cigarros, prendas de abrigo, libros, dinero y visitas invadieron la prisión de Landsberg durante las primeras semanas del encarcelamiento de Hitler y le otorgaron una situación tan confortable que, tiempo después, confesaría que la cárcel había sido para él «un año de Universidad becado por el Gobierno».

Justo es que lo dijera, porque a los pocos días de regresar a Landsberg había revolucionado su régimen carcelario. Con el pretexto de las numerosísimas visitas que recibía, algunas de gentes importantes, consiguió que se le habilitase una celda contigua como recibidor, que solía estar siempre adornada con flores que las numerosas admiradoras del líder nazi no se cansaron de enviarle durante todo su cautiverio. Poco después comenzó a escribir un artículo para un periódico y más tarde Mein Kampf (Mi lucha), trabajos que fueron pretextos suficientes para que el director de la cárcel le concediera otra celda contigua, equipada como despacho, en la que se colocaron estanterías para los libros y una mesa de trabajo, con una vieja máquina de escribir.