En aquella venerable Remington escribía, con sólo dos dedos pero con mucho entusiasmo, el chófer de Hitler, Emil Maurice, relojero de profesión, camorrista vocacional y excelente conductor de automóviles. Pero la buena voluntad de Emil no podía suplir su falta de conocimientos y eso lo percibía incluso un hombre de tan escasa formación literaria como Hitler. Del atolladero le sacó el fiel Rudolf Hess, que después del putsch había logrado huir a Austria. Tras la condena y encarcelamiento de Hitler regresó y se entregó a la justicia bávara, que le recluyó en Landsberg el 15 de mayo. Hitler acababa de hallar a su secretario ideaclass="underline" Hess era universitario, había leído mucho y redactaba con cierta soltura. Mein Kampf se había salvado por los pelos.
El libro tenía la intención de ser una autobiografía y de recrearse en los sucesos de noviembre de 1923, pero terminó convirtiéndose en la mejor muestra del pensamiento y de la personalidad de Hitler. El autor amañó su historia, describió las situaciones tal como él hubiese deseado que ocurrieran e idealizó su perfil. De cualquier forma, tenía tan poco que decir que rápidamente se lanzó por el sendero de sus diatribas habituales: el peligro judío, la infamia comunista, la «puñalada por la espalda» de la monarquía, capitalistas y socialdemócratas, el poder de la propaganda, la inmoralidad e inutilidad del Reichstag, la superioridad de la raza alemana, la imperiosa necesidad de ganar territorios en el este, la necesidad de un hombre carismático investido de todos los poderes para salvar Alemania.
Con estos y otros argumentos, que repetían sus interminables discursos de los cuatro últimos años, hilvanó un manifiesto político largo y reiterativo, expuesto con un estilo que uno de sus más prestigiosos biógrafos, Alan Bullock, califica de «ampuloso, pomposo, pedante y seudointelectual». Según Bullock,
«El resultado fue un libro de interés para aquellos que pretenden interpretar los procesos mentales de Hitler, pero un fracaso como tratado del partido nazi u obra política de interés público; muy poca gente tuvo la paciencia de leerlo, aun entre los propios correligionarios de Hitler.»
Sin embargo, hubiera debido prestársele más atención: si los responsables políticos de Baviera y del resto de Alemania lo hubieran leído es muy posible que la carrera de Hitler se hubiese truncado allí mismo: tal es la brutalidad, la falta de todo escrúpulo y el propósito de lograr el poder sin importar el coste, que destila el libro. En Mein Kampf se encuentra el programa de Hitler para la toma del poder, para la destrucción de la República, para la conquista del mundo.
Hitler celebró su trigésimo quinto aniversario, el 20 de abril de 1924, rodeado de sus amigos y del respeto y la admiración de sus carceleros, a los que dominaba con su mirada, su prestigio, sus regalos y su comportamiento pacífico y metódico. Con el buen tiempo de aquella primavera se hacía despertar a las 6 h de la mañana; su meticuloso aseo personal y el orden de su habitación le ocupaban una hora; a las 7 h desayunaba solo o acompañado de alguno de sus amigos. Después daba un largo paseo por el jardín y, ya en su despacho, respondía la abundante correspondencia. A las 10 h reunía a los nazis encarcelados en Landsberg -que en algunos momentos llegaron a ser cerca de cuarenta- y les leía algunos fragmentos de lo que estaba escribiendo, gustándole debatir con ellos el contenido, aunque no se ha dicho nunca que alguien osara rebatir sus argumentos o contrariar sus conclusiones. A mediodía se servía el almuerzo; era la única comida que Hitler hacía junto a los demás reclusos. Llegaba cuando ya todos estaban colocados y se situaba a la cabecera, que se le había reservado, sentándose los presos una vez que él lo había hecho. Durante el almuerzo conversaba con sus vecinos de mesa de todo tipo de temas, prefiriendo no hacerlo de política. Terminada la comida, solía formarse una breve tertulia, momento en que sus compañeros de Landsberg le ofrecían modestos regalos típicos en la vida carcelaria. Cuando lo estimaba oportuno, se levantaba y todos los demás hacían lo propio inmediatamente, esperando en posición de firmes a que abandonara el comedor. Después se retiraba a sus habitaciones y recibía visitas, respondía cartas o dictaba algunos párrafos de Mein Kampf. A las 16 h tomaba el té con sus amigos y a las 16.45 h salía al jardín, donde paseaba durante una hora. La cena de los presos era a las 18 pero Hitler no la hacía en comunidad, sino en sus dependencias, con los líderes nazis condenados junto a él. Luego sostenía una tertulia con ellos o volvía a trabajar un rato en su libro, hasta las 21 de la noche en que cada uno debía retirarse a su celda. Según el reglamento, la luz se apagaba a las 22 h, pero a él se le permitía cortarla cuando lo deseaba, que solía ser hacia medianoche, aprovechando esas horas para leer. Según los testigos de aquellos meses de cárcel, Hitler era el verdadero director de la prisión, donde todo funcionaba con estricto orden cuartelario y donde, durante su estancia, no se produjo ni un solo conflicto, ni un solo acto de indisciplina.
Este género de vida metódico, reposado y laborioso de Landsberg sería clave para su futuro. Hitler no solamente había engordado y gozaba de una excelente salud, sino que fue en la tranquilidad carcelaria donde decidió que la hora de los golpes de Estado había concluido y que el poder habría de ganarse desde dentro del sistema: primero conquistaría el Parlamento, luego lo clausuraría. Allí escribió la primera parte de Mein Kampf de cuya edición recibiría cuantiosos ingresos en concepto de derechos de autor a lo largo de toda su vida. En la cárcel meditó alguno de sus proyectos más positivos, como el de dotar a Alemania de la mejor red de autopistas de la Tierra y de conseguir que la industria automovilística fabricase un coche popular al alcance de todos los alemanes. También allí urdió otros no tan positivos, como el Lebensraum, «el espacio vital», que habría de ser conquistado en el este a costa de la Unión Soviética, para satisfacer las necesidades expansivas de Alemania. En Landsberg, finalmente, logró la respetabilidad y la confianza de las autoridades bávaras.
De esto último fue responsable el director de la prisión, que estaba encantado con su famoso prisionero. Se sentía orgulloso de su habilidad: le había bastado -se jactaba entre sus íntimos-con unas pequeñas concesiones para que aquella panda de broncos nazis fuera mansa como un rebaño de ovejas y para que el penal funcionara mejor que nunca. A comienzos del otoño de 1924 escribía un memorándum al departamento de Justicia en el que, entre otras cosas, decía:
«Hitler está mostrándose como un prisionero agradable y disciplinado y esto no sólo en lo que concierne a su persona, sino también en lo que afecta a los demás encarcelados, contribuyendo a mantener su disciplina. Es obediente, tranquilo y modesto. Nunca pide cosas excepcionales (¡!), se porta de modo razonable y está asimilando muy bien las incomodidades y privaciones del régimen carcelario. No es soberbio, es parco en el comer, no fuma ni bebe y ejerce una autoridad muy beneficiosa entre los demás reclusos […] Siempre se muestra educado y jamás ha insultado a ninguno de los funcionarios de la prisión.
»Indudablemente, Hitler retornará a la vida política. Tiene el propósito de refundar y resucitar su partido, pero sin enfrentarse con las autoridades; recurrirá a todos los medios para lograr su propósito, exceptuando un segundo intento revolucionario para alcanzar el poder.
»Adolf Hitler es un hombre muy inteligente, especialmente bien dotado para la política, posee una formidable fuerza de voluntad y una inquebrantable obstinación en sus ideas.»
El director de Landsberg conocía muy poco a Hitler. Las autoridades bávaras eran mucho menos optimistas que él sobre la enmienda del líder nazi, pero Hitler se estaba portando bien en la cárcel, derribando los pocos obstáculos que se oponían a su liberación. Eso ocurrió el 20 de diciembre de 1924. Una fotografía recuerda el momento: Hitler, un poco grueso y con el ceño fruncido, se apoya en el automóvil de su amigo Adolf Mueller, que había acudido a buscarle. Vestía trinchera, calzón corto, leguis y botas bajas. Por la tarde llegaba a Munich y se dirigió a su apartamento, donde sus amigos le habían preparado una fiesta. Fue recibido con una salva de aplausos y alguien le colocó sobre la cabeza una corona de laurel. Cuenta David Lewis que mientras bebían y discurseaban llamaron a la puerta: era Frau Pfister, una señora que recaudaba fondos, casa por casa, para restaurar el órgano de la iglesia del barrio. Hitler la escuchó amablemente y luego le entregó un sobre. Era el dinero que sus amigos habían recaudado para que tuviera algo en el bolsillo al salir de la cárcel. Frau Pfister se convertiría en una fantástica propagandista del líder nazi.