Strasser y Goebbels constituían un equipo formidable. Bajo su inspiración, los Gauleiteren del norte y del oeste se unieron en una Comunidad del Trabajo, que elaboró un programa diametralmente opuesto al de Hitler. Propugnaban la nacionalización de todos los bienes de producción, que luego el Estado alquilaría a los particulares más capaces; convertían Alemania en una federación; rechazaban el principio de autoridad y, sobre todo, la dictadura, el antisemitismo indiscriminado y las ideas hitlerianas sobre la superioridad aria y sus recetas para la salvación de Alemania. Por otro lado, Goebbels tenía abiertas simpatías hacia el leninismo, por lo que consiguió que la Comunidad del Trabajo se mostrara abiertamente partidaria de la amistad con la URSS y de la ampliación del Tratado de Rapallo.
Hitler bramaba de cólera ante semejantes desviaciones, que contradecían la doctrina oficial del partido formulada por él, y el contenido de su Mein Kampf, biblia de todo buen nazi, pero carecía de fuerza para abortar violentamente aquella secesión. El choque era inevitable y se produjo cuando las familias ricas, que habían sido expropiadas durante los sucesos revolucionarios de 1918-1919, reclamaron las indemnizaciones que les correspondían de acuerdo con la Constitución de Weimar. Hitler y los Gausen del sur y del este apoyaron tal pretensión; la Comunidad del Trabajo se manifestó absolutamente contraria.
Para unificar criterios se convocó una reunión en Hannover el 25 de enero de 1926. Hitler no asistió y envió como representante a Gottfried Feder, al que Goebbels impidió hablar al grito de «¡Fuera los espías!». Otto Strasser, hermano de Gregor, asegura que en aquella reunión Goebbels exigió que «el pequeño burgués Adolf Hitler sea excluido del partido». Es una bonita anécdota, pero parece que se la inventó años después Otto Strasser, que llegó a ser enemigo encarnizado de Goebbels. La reunión fue un fracaso para Hitler, pues la mayoría votó contra las indemnizaciones. No era Adolf hombre que diera fácilmente su brazo a torcer: convocó una nueva reunión el 15 de febrero de 1926 en Bamberg, en la que no aceptó ni una sola de las propuestas del grupo de Gregor Strasser. Su arrebatada oratoria se atrajo a muchos de los reunidos y desarmó a los restantes. A Strasser, antes de que pudiera intervenir, le convirtió en el segundo jefe del partido, le entregó la jefatura del norte de Alemania y le autorizó a fundar una imprenta y un periódico en Berlín.
Gregor Strasser aceptó la oferta de Hitler y enterró la Comunidad del Trabajo. Goebbels se sintió «como un hombre que hubiera recibido un golpe en la nuca». «¿Qué es Hitler? ¿Un reaccionario?», se preguntaba en su diario aquel hombrecillo, cuyos ideales y el trabajo de muchos meses habían sido arruinados por Hitler como si se tratase de un castillo de naipes. No dispondría de mucho tiempo para revolver su bilis, porque ese verano de 1926 estaría ya comiendo de la mano del Führer.
El encuentro entre ambos hombres, trascendental para el futuro del nazismo, se produjo en el Segundo Congreso del NSDAP, que se reunió en Weimar entre el 5 y el 7 de julio de 1926. Hitler lo había preparado minuciosamente para eliminar cualquier disidencia. La reunión tuvo lugar en el mismo teatro donde se elaboró la Constitución de la República de Weimar, siete años antes. En el inmenso escenario, medio millar de abanderados, formando una media luna, enarbolaban sus esvásticas; delante de ellos figuraban cuatro guiones cuadrados, cuyas astas, coronadas por águilas plateadas, imitaban a las de las legiones romanas y, más cercanamente, a la parafernalia impuesta en Italia por los «camisas negras» de Mussolini. El momento culminante se produjo cuando el director de escena anunció la llegada de la «bandera ensangrentada», aquella que el 9 de noviembre de 1923 encabezaba la manifestación nazi que fue frenada por la policía muniquesa antes de que alcanzara la Odeonplatz. La portaban miembros de las SS, organización que aquel día fue presentada a los afiliados del partido, y todas las esvásticas, una a una, fueron tocadas y «ennoblecidas» por la histórica enseña nazi, al tiempo que un sacerdote católico y un pastor protestante las bendecían. Los asistentes estaban impresionados ante la solemne ceremonia, pero más lo estuvieron cuando Hitler hizo desfilar ante ellos a 15.000 miembros de las SA, perfectamente uniformados. En aquel mar de camisas pardas destacaban los uniformes negros de las primeras compañías de las SS.
Tras la demostración de poder, Hitler impuso inequívocamente su Führerprinzip, es decir su jefatura única e indiscutible, su voluntad omnímoda sobre el partido. Pero en Weimar, sobre todo, se ganó definitivamente a Goebbels, privando a Strasser de su brazo derecho y haciéndose con una de sus mejores palancas para la conquista del poder. Al final del congreso le invitó a pasar unos días con él en Berchtesgaden. Junto a los Alpes de Salzburgo, Hitler desplegó todo su encanto y sus dotes persuasorias para atraerse al brillante contrahecho y lo consiguió para siempre. Hitler «es el instrumento de un destino divino… Amable, bueno y generoso como un niño. Sutil, astuto y suave como un gato. Rugiente y feroz como un león», anotaba el fascinado Goebbels en su diario. Tan obnubilado se hallaba que Hitler logró convencerle para que abordase la empresa más difícil que se ofrecía al NSDAP: la conquista de Berlín.
Berlín constituía un desafío imposible. La capital de la República era la mayor ciudad de Europa, con cuatro millones de habitantes que vivían en un inmenso casco urbano de 30 km de diámetro y cerca de 900 km2. El Partido Comunista era la formación política con mayor audiencia entre las masas populares. La implantación del NSDAP resultaba insignificante, con apenas un millar de afiliados al corriente de sus cuotas; para colmo, era el feudo de Strasser. Goebbels aceptó el reto y, con sus veintinueve años y 50 kilos de peso, llegó a Berlín el 1 de noviembre de 1926.
En tres años de lucha, ganando los barrios obreros a puñetazos, imponiendo la organización y la violencia de las SA a la improvisación comunista, comprando voluntades, publicando periódicos en los que lo menos importante era la verdad y la venta de ejemplares la máxima aspiración, fabricando héroes, componiendo himnos, calumniando a los enemigos políticos, haciendo que se convirtiera en verdad la mentira mil veces repetida, utilizando todos los resortes de la propaganda, Goebbels logró que sus afiliados se multiplicaran por cien, hasta el punto de que en 1930 sus SA estaban formadas por 60.000 hombres y su miserable oficina inicial se había convertido en un palacio de 30 habitaciones. A esta época pertenecen dos de las creaciones goebbelsianas que se convertirían en parafernalia máxima del nazismo: el saludo Heil Hitler! con el brazo extendido y el tratamiento de Mein Führer. Pero, pese a su agudeza, a su energía, a su falta de escrúpulos y a su genio propagandístico, los tres años largos que tardó en llegar el triunfo de Goebbels fueron de dura lucha, de mínimos progresos y de numerosas frustraciones, tanto en Berlín como en el resto de Alemania.
Hitler había recuperado el derecho a hablar en público en Baviera en 1926, y en el resto de los Länder en 1927, pero ni sus inflamados discursos, ni la excelente organización de sus Gausen, ni los desfiles de sus SA, ni las procesiones de antorchas, acababan de sacar al partido de su mínima significación electoraclass="underline" en las legislativas de 1928 el NSDAP sólo logró 810.000 sufragios (el 2,6 por ciento de los votantes) y obtuvo 12 escaños en el Reichstag. Sucedía que la agresividad nazi, sus denuncias antijudías y anticomunistas, sus ataques al capital y al enemigo exterior, sus gritos de «¡Alemania, despierta!», su nacionalismo extremado y su racismo caían en terreno baldío. Alemania no escuchaba porque vivía muy bien: el paro había disminuido en 1928 a 1.112.000 personas y se disfrutaban los mejores salarios del siglo. Internacionalmente, Alemania regresaba al concierto de las naciones: por el pacto Briand-Kellogg, Berlín, París y Londres renunciaban a la guerra para resolver sus diferencias. Alemania ingresaba en la Sociedad de Naciones, los franceses se habían marchado del Ruhr y se negociaba su retirada de la margen izquierda del Rin. Incluso, la pequeña Reichswehr satisfacía las necesidades del momento: los soldados permanecían diez años en filas, de modo que se convirtieron en profesionales, en «un ejército de suboficiales», y el acuerdo de Rapallo con la Unión Soviética permitía que los oficiales alemanes se especializasen en la URSS en el uso de las armas prohibidas por el Tratado de Versalles. Sin embargo, Alemania tenía problema: que el pago de su deuda de guerra y su prosperidad se basaban, fundamentalmente, en las inversiones exteriores, y eso nadie quería verlo entonces.