Pese a la oleada de protestas contra los acuerdos de las reparaciones de guerra, éstos se pactaron en la conferencia de La Haya el 6 de agosto de 1929.A cambio de su aceptación, Alemania consiguió que Francia se comprometiera a evacuar la cuenca del Sarre (margen izquierda del Rin) en 1930, cinco años antes de lo previsto en los acuerdos de posguerra. El muñidor de aquel tratado, Stressemann, ministro alemán de Asuntos Exteriores, no pudo contener las lágrimas y exclamó: «¡Demasiado tarde, no lograré ver Alemania totalmente libre!»; acertó: estaba gravemente enfermo y falleció ese mismo año.
Pero la pelea continuaba; para impedir el acuerdo de La Haya era necesario conseguir cuatro millones de firmas y elevarlas al Reichstag. El Partido Nacional Alemán y el NSDAP lograron las rúbricas necesarias y el Reichstag renunció a debatir la cuestión, prefiriendo pasarla a referéndum. Las urnas confirmaron mayoritariamente los acuerdos y la extraña coalición sufrió un estrepitoso fracaso y se disolvió. Sin embargo, Hitler había conseguido el apoyo de la poderosa prensa conservadora y se había ganado la confianza de los grandes industriales alemanes.
El NSDAP comenzó a cosechar inmediatamente los frutos del acuerdo; en las elecciones regionales del otoño-invierno de 1929 los nazis consiguieron el 6,8 por ciento de los sufragios de Baden, el 8,1 por ciento de los de Lübeck y el 11,3 por ciento de los de Turingia, donde Wilhelm Frick alcanzó las primeras carteras ministeriales para el partido, las de Policía y Educación.
Más importante para la escalada del nazismo fue la descomposición gubernamental. Alemania no podía hacer frente al pago de la deuda en aquellos momentos de crisis y el Gobierno decidió acudir al sacrificio general para cumplir con el compromiso de La Haya, detrayendo un 3,5 por ciento del salario de los trabajadores para reunir la cantidad, pero el aumento del paro hizo disminuir la cifra de los contribuyentes, de modo que el porcentaje fue aumentado a un 3,75 por ciento. Esas 25 centésimas de diferencia promovieron una tempestad político-sindical que el canciller Hermann Müller pretendió zanjar acudiendo al presidente Hindenburg, para que impusiera el 3,75 por ciento por medio de un decreto, tal como era su potestad, acogiéndose al artículo 48 de la Constitución. Hindenburg, que no estaba cómodo con aquel jefe de Gobierno y que había tomado una profunda simpatía al líder centrista Heinrich Brüning, se negó a emplear ese poder. Como era lógico, Müller presentó la dimisión y Hindenburg nombró canciller a Brüning. El viejo mariscal, carente de toda sutileza política, había destruido de un plumazo el sistema parlamentario tramado en Weimar. En adelante, los jefes de Gobierno ya no saldrían de las mayorías parlamentarias, sino de los poderes que la Constitución otorgaba al presidente. Por esa puerta se colaría Hitler en la Cancillería.
El presidente había abierto la «caja de Pandora» y los efectos de tal decisión se verían inmediatamente. En el verano de 1930 la crisis económica cayó como un alud sobre el escenario político. Brüning intentó subir los impuestos y fue derrotado en el Parlamento, por lo que disolvió el Reichstag e instauró los nuevos impuestos por decreto. La disolución del Parlamento le obligó a convocar elecciones, que fueron fijadas para el 14 de septiembre. Para entonces, la situación en Alemania era desastrosa: el paro ascendía a tres millones de trabajadores, los horarios laborales habían sido reducidos y los salarios igualmente, en consonancia con la disminución horaria. La inflación se había disparado, al tiempo que se retraía la producción industrial y la agrícola se almacenaba en los silos por falta de compradores.
La crisis política y la económica sumieron al electorado en la apatía y en el desaliento a las veinticuatro formaciones que disputaron las legislativas, salvo al NSDAP, que crecía como la espuma al socaire de las desdichas nacionales. Goebbels, jefe de campaña de los nazis, organizó seis millares de mítines, precedidos o seguidos de grandes desfiles militares de las SA, amenizados por charangas que atronaban los escenarios con sus marchas militares y cerrados por espectrales desfiles nocturnos con antorchas. Aquel maquiavélico propagandista editó un breviario para los oradores nazis que, aparte de los asuntos de interés local, siempre debían tocar en sus discursos el tema judío, la «puñalada por la espalda», el irracional pago de las indemnizaciones de guerra impuesto a Alemania, la ocupación del suelo patrio -aún estaban los franceses en el Sarre-, la corrupción republicana, oportunamente apoyada en un reciente escándalo de suministros a la municipalidad de Berlín, del que -formidable coincidencia para los intereses nazis- eran responsables unos industriales judíos. Las esperanzas de Hitler en aquellos comicios, según confesó a algunos de sus amigos, se cifraban en la obtención de tres millones de votos y entre cuarenta y cincuenta escaños.
Fue una campaña triunfal para los nazis, aunque no estuvo exenta de sobresaltos. En medio del ajetreo electoral una sublevación de las SA de Berlín hubiera podido arrasar al propio partido. Goebbels no se ruborizó al demandar el auxilio de la policía para reducirles y expulsarles de los edificios del NSDAP, mientras Hitler, consciente de la gravedad del caso, se personaba en la capital y, acompañado tan sólo por un grupo de las SS, fue reuniendo a las SA en cervecerías y tugurios y, con todas sus artes oratorias, que iban desde la súplica a la amenaza, desde las lágrimas al trueno de su voz, terminó por reducirles a la obediencia. Aquella indisciplina le costó la jefatura de las SA a Von Salomon y el propio Hitler se hizo cargo transitoriamente de su dirección, hasta que nuevos motines de aquella sediciosa masa le convencieron de la necesidad de imponer una jefatura militar y una disciplina de hierro, para lo que llamó a su viejo camarada Röhm, que se hallaba por entonces trabajando como asesor militar en Bolivia.
Todos los cálculos electorales fueron barridos el 14 de septiembre. El NSDAP duplicó holgadamente sus expectativas, consiguiendo 6.406.000 votos (18,3 por ciento del electorado) y 107 diputados. En la conservadora y militarista Prusia, el partido de Hitler fue el más votado; en la comunista Westfalia logró la segunda plaza, apenas a 50.000 sufragios del PC; en la agraria y católica Baviera resultó, también, segundo, tras el Zentrum. Hitler se convertía, a sus cuarenta y un años, en el líder más importante de la oposición. Nadie, en adelante, osaría en su partido discutirle las posibilidades de su estrategia política: alcanzar el poder dentro de la legalidad constitucional. Propios y extraños se admiraron de la contundencia de sus argumentos y de la brillantez de su campaña. Sus detractores dentro del NSDAP no volverían a levantar cabeza; sus rivales políticos sintieron en el corazón, por vez primera, la heladora amenaza de la dictadura nazi.
Tras las elecciones, Hindenburg confirmó a Brüning en la Cancillería, pero el Gobierno no pudo embridar la desastrosa situación económica: a finales de 1930 el paro ascendía a 4.900.000 trabajadores. El descontento y los conflictos absorbían las energías del país y sólo el NSDAP parecía dotado de coraje para mantenerse en la lucha política, ofreciendo soluciones de recambio al descalabrado programa gubernamental. Así, las filas nazis se nutrían de los descontentos y de los desesperanzados, alcanzando el mundo universitario. En enero de 1931, los nazis expedían el carné número 474.481 a nombre de un arquitecto recién salido de las aulas: Albert Speer.