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Fue por entonces cuando muchos banqueros, industriales y comerciantes poderosos comenzaron a apoyar económicamente al partido nazi que, aunque ya había tenido ayudas procedentes de esos sectores, seguía contando con las cuotas de sus afiliados como principal fuente financiera. Los grandes de la economía, la industria o el comercio de Alemania se fiaban de Hitler: ya no era el turbulento revolucionario de 1923, sino el político maduro que ganaba los escaños parlamentarios en las urnas. Concebían esperanzas en el empuje nazi, dado el agotamiento y la inoperancia gubernamental. Estaban profundamente interesados en la cristalización de algunas ideas hitlerianas: denuncia del acuerdo de La Haya y cese del pago de las indemnizaciones de guerra; denuncia de los acuerdos de limitación del Ejército alemán en lo referente a efectivos y a armamentos, puesto que los vencedores nunca habían cumplido por completo las limitaciones a que también les obligaba lo firmado; intensificación de las obras públicas -programa de autopistas- para terminar con el paro; aumento del parque móvil, con un modelo popular barato, que pusiera en marcha la industria automovilística; programa armamentístico para equiparar a Alemania al resto de las potencias…

Estos proyectos convirtieron a Hitler en el candidato preferido por la mayoría de los magnates de la industria o las finanzas. Cierto que sus ideas sobre la democracia eran deleznables, pero todos cerraban los ojos, con el pretexto de que no estaban los tiempos para delicadezas. Por otro lado, el propio canciller Brüning estaba gobernando dictatorialmente: suspendió las sesiones parlamentarias durante medio año, abrogó las libertades constitucionales, instauró la censura previa, prohibió uniformes, banderas e insignias políticas, impuso el permiso preceptivo para todo tipo de reuniones. Todos, fundamentalmente los miembros del NSDAP, esperaban el estallido de Hitler, pero éste siguió obstinadamente su plan de mantenerse en la legalidad, al tiempo que maquinaba cómo provocar las siguientes elecciones y cómo ganarlas.

Lo primero pronto le vendría dado. En el verano de 1931 estaban en paro un tercio de los obreros alemanes y la situación bancaria era desesperada, después de que, en los veinte meses trascurridos desde el crack de 1929, hubieran quebrado 357 entidades de ahorro, cajas de pensiones o bancos. Brüning se vio obligado a remodelar su Gobierno. Hitler, que veía impaciente aproximarse su oportunidad, multiplicaba sus actividades políticas.

MUERTE DE GELI RAUBAL

En esas circunstancias se produjo uno de los acontecimientos más dolorosos y misteriosos de su vida: el suicidio de Geli Raubal. Las relaciones entre Hitler y su medio sobrina nunca han sido del todo aclaradas, pese a que todos los historiadores que han trabajado sobre Hitler se han detenido en ellas, pues existe la general coincidencia de que Geli fue la única mujer que le interesó de verdad. «Fue, por raro que pueda parecer, su único gran amor, lleno de instintos reprimidos, de arrebatos a lo Tristán y de sentimiento trágico», escribe Joachim C. Fest. «Hitler estaba enamorado de Geli, pero a su modo: quería, a la vez, poseerla y mantenerla a distancia. Ella era el adorno de su casa y las delicias de sus horas de ocio; su compañera y su prisionera», dice Robert Payne. «Su sobrina Geli le ha cautivado. No hace nada para ocultar al exterior el evidente afecto, lo cual es bastante significativo en este virtuoso de la simulación. Con el tiempo nace una auténtica pasión amorosa o, al menos, la siente Hitler», apunta Hans B. Gisevius. «Fuese la relación activamente sexual o no, la conducta de Hitler con Geli tiene todos los rasgos de una dependencia sexual fuerte o, por lo menos, latente. Esto se mostró con muestras tan extremas de celos y posesividad dominante, que era inevitable que se produjera una crisis en la relación», juzga Ian Kershaw, el último gran biógrafo de Hitler.

¿Qué tenía Geli para haberle cautivado tan profundamente? Era exuberante, extraordinariamente sexy, alegre, simpática y frívola, aunque poco culta y muy caprichosa. «Sus grandes ojos eran un poema […] tenía un maravilloso pelo negro», recordaba tras la guerra Emil Maurice, guardaespaldas y chófer de Hitler, que se sospecha fue su amante y que pretendió casarse con ella. Hitler sufría con los flirteos de Geli con sus colaboradores y prescindió de los servicios de Maurice, cuando éste le confesó sus proyectos.

Ella también quería a Hitler. Estaba deslumbrada por su éxito, su fama, su dinero y por su escalada hacia el poder, pero quizá deseaba que la situación se oficializase, ser la señora de Hitler, exhibirse como la aspirante a primera dama. Y eso no podía tenerlo. Seguro que Hitler le había planteado más de una vez su firme propósito de mantenerse célibe, lo mismo que se lo había comentado a alguno de sus íntimos. El fotógrafo Hoffmann, su mejor amigo de estos años al margen de la política, contó que Hitler le dijo en una ocasión:

«Es verdad, amo a Geli y quizá podría casarme con ella, pero como bien sabe usted, estoy dispuesto a permanecer soltero. Por tanto, me reservo el derecho a vigilar sus relaciones masculinas hasta que descubra al hombre que le convenga. Lo que a ella le parece una esclavitud no es sino prudencia. Debo cuidar de ella para que no caiga en manos de cualquier desaprensivo.»

Probablemente fueron amantes desde el verano de 1929. Sobre sus relaciones se ha fantaseado mucho, pero los escasos indicios que existen -hay que admitir que interesados- indican una actitud sadomasoquista que, al parecer, disgustaba a la joven. ¿Fue eso lo que la impulsó a regresar a Viena? También es posible, como creía Hoffmann, que Geli Raubal estuviera enamorada de algún joven vienés y que se sintiera desgraciada por el papel de cancerbero que Hitler desempeñaba con ella. Sea como fuere, el 18 de septiembre de 1931, tras una discusión bastante acalorada entre tío y sobrina, Hitler hubo de emprender viaje. Según contó Hoffmann, que le acompañaba, Geli les despidió desde lo alto de la escalera con aparente naturalidad. Sin embargo, algo no andaba bien entre ambos porque Hitler, a poco de emprender viaje, comentó con el fotógrafo que no se encontraba a gusto: «No sé qué me pasa… tengo una sensación desagradable.» Esa noche se hospedaron en un hotel de Nuremberg. Entre tanto, en la residencia de Hitler en Munich, Geli se había retirado a su habitación pretextando una jaqueca. Allí tomó una pistola Walter 6,35 que pertenecía a su tío, la envolvió en una toalla para atenuar el ruido y se disparó un tiro al corazón. Al día siguiente, los criados forzaron la entrada y la hallaron muerta. En esos momentos Hitler acababa de abandonar Nuremberg camino de Bayreuth. Un taxi del hotel le alcanzó en la carretera, con un recado sumamente urgente de Rudolf Hess. Volvieron a Nuremberg, donde Hitler fue informado de que Geli estaba gravemente herida. Retornaron a Munich volando. «Quiero verla viva, quiero verla viva», repitió Hitler varias veces y luego entró en un silencio ausente, que mantuvo hasta que llegaron a Munich. En su casa le recibió su medio hermana Angela, deshecha en llanto.

Angela dispuso que el cuerpo de su hija fuese enterrado en Viena y Adolf estuvo conforme. Permaneció dos días en un profundo mutismo y, finalmente, pidió a su amigo Heinrich Hoffmann que le acompañara a un chalet en el campo que le habían prestado. El fotógrafo recuerda en sus memorias que fueron dos días de pesadilla. Hitler quiso encerrarse allí, a solas con Hoffmann, para que nadie le molestase, por eso dio vacaciones incluso al servicio. Su estado de desesperación era tal que Hoffmann se las arregló para esconderle la pistola, temiendo que se suicidara. Durante esos dos días Hitler no comió ni durmió, consumiendo las horas en un interminable paseo de un lado a otro de su habitación, seguido angustiosamente por Hoffmann, que dormía en el cuarto de abajo y que se sobresaltaba cada vez que cesaban los pasos.