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Al final del segundo día les informaron de que Geli había sido ya enterrada en la capital austriaca. Entonces Hitler, demacrado, ojeroso y absorto en su mutismo, decidió visitar su tumba. En silencio viajaron hasta el cementerio Central de Viena. Hitler se empeñó en caminar en solitario hasta la tumba, aunque allí le aguardaba ya alguno de sus amigos. Permaneció inmóvil durante treinta minutos, con la tez cenicienta y la mirada perdida, junto a la tumba. Luego regresó al automóvil y, aunque seguía con la mirada opaca y extraviada, comenzó a hablar: «Ya es hora de continuar la lucha… esta batalla terminará en un triunfo. Juro que así acabará.»

Aunque todavía estuvo deprimido durante unos días, se recuperó poco a poco, reclamado por los acontecimientos políticos. Pero puso en marcha una especie de culto a la memoria de Geli: en su habitación, a la que únicamente podían acceder él y el ama de llaves, Annie Winter, siempre hubo un ramo de crisantemos frescos, las flores favoritas de la muerta. Hizo pintar varios retratos de su medio sobrina, partiendo de fotografías, que figuraron colgados en los lugares de honor de todas las casas donde vivió, incluida la Cancillería, y el escultor Liebermann le fundió un busto en bronce de excelente calidad, que estuvo hasta el final de la guerra en la residencia de Munich.

Pero Hitler siguió rodeado de mujeres. Un caso bien conocido es el de Winifred Wagner, viuda de Siegfried Wagner, con la que parece que Hitler pensó en casarse pues le parecía adecuado que el gran líder de Alemania estuviera emparentado con el gran compositor. Según el testimonio de una hija de Winifred, hacia finales de 1931 ésta mantuvo extrañas relaciones íntimas con Hitler, que se colocaba boca abajo sobre sus rodillas para que le propinara una azotaina, como las que en alguna ocasión le daría su madre. Discontinua pero prolongada fue su relación con Maria -Mimi- Reiter, que tuvo relaciones con Hitler a partir de 1926; se interrumpieron un año más tarde, para reanudarse en 1931 y, de nuevo, en 1934. Mimi se casó en 1935 y enviudó en 1940; su marido, oficial de las SS, cayó en Dunkerque y cuando Hitler se enteró le envió cien rosas rojas. Esta historia apareció publicada en la revista Stern el 13 de junio de 1959 por el periodista Gunter Preis, que pudo hablar con la propia Mimi.

Junto con esos amores se entrecruzaron los de Geli Raubal, los de Ondra -una desconocida mencionada por Eva Braun que, también, tuvo terribles celos de una tal Valquiria – realmente, la inglesa Unity Mitford, a la que conoció en 1935 y con la que tuvo unas 150 citas llenas de confianza y muestras de cariño aunque sin relaciones sexuales, según la biógrafa Mary S. Lovell. Unity se pegó un tiro cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial.

En 1934 Hanfstaengl le presentó a Martha Dodd, hija del embajador de Estados Unidos en Berlín, una chica guapa, alegre, desenfadada, que utilizaba faldas demasiado breves para el gusto alemán de la época. Parece que fueron amantes durante unos meses, hasta que la Gestapo le presentó pruebas de que la muchacha trabajaba para el espionaje soviético y Martha tuvo que abandonar precipitadamente Alemania. Por los brazos de Hitler pasaron muchas otras hermosas mujeres, como la bellísima danesa Inga Arvad, que ejercía el periodismo en Estados Unidos y a la que el espionaje alemán trató de captar para que trabajase como agente nazi, o la actriz Renate Müller, con la que mantuvo relaciones esporádicas hasta 1937. Según David Lewis, dos miembros de las SS la arrojaron por la ventana a causa de las relaciones que, simultáneamente, mantenía con un industrial judío.

Existieran o no todos estos «amores» hitlerianos, la verdad es que el líder nazi gozó de la predilección de las mujeres, con las que mantuvo relaciones más bien ambiguas, y esto no se sabe si por la naturaleza de su sexualidad o porque, como muchas veces aseguró, su verdadero amor era Alemania y, sobre todo, aunque esto no lo dijera, su inmensa sed de poder.

LAS BATALLAS ELECTORALES

Tras la muerte de Geli Raubal, Hitler se lanzó al torbellino político con auténtica pasión y furia. Una semana después participó en un mitin en Hamburgo y en los siguientes días fue congregando multitudes a lo largo y ancho del país. El poder ya no podía ignorarle. Así, el presidente Hindenburg le concedió audiencia el 10 de octubre de 1931. Hitler se presentó ante el anciano mariscal vestido de chaqué, educado y deferente. Procuró disipar algunos malentendidos entre el presidente y el partido nazi, le garantizó que sólo alcanzaría el poder por medios constitucionales, pero también dejó claro que sólo creía en la gobernación de Alemania mediante poderes dictatoriales. Hasta el despacho presidencial llegaban los vítores de millares de nazis congregados en la Wilhelmstrasse, que arreciaron cuando el Führer salió del palacio. Hindenburg reiteró a sus colaboradores el temor que le inspiraba Hitler y exclamó cuando la manifestación nazi ya se disolvía en la gran arteria berlinesa: «No le haría ni ministro de Correos.»

Tal desahogo era puramente visceral pues, al ser invitado a aquel despacho, Hitler había ingresado en el juego del poder. El viejo mariscal había caído en la estrategia de Hitler «del palo y la zanahoria», tan vieja como el mundo. Manejaba a sus SA y a las SS como amenaza; el putsch de 1923 no estaba tan lejano y quienes gobernaban Alemania eran conscientes de que, ocho años después de aquel fracaso, Hitler era mucho más poderoso, estaba mucho mejor apoyado y tenía una experiencia muy superior. La parte positiva, «la zanahoria», era su activismo político dentro del juego democrático, los millones de votos que le respaldaban y su ardua lucha por atraerse la confianza del capital y la industria. En el empeño de captar votos, afiliados y simpatizantes, el NSDAP mostraba un entusiasmo arrollador. Sólo en el otoño de 1931 los oradores de Hitler pronunciaron más de 15.000 mítines, frente a menos de un millar del resto de las formaciones políticas alemanas.

El Gobierno suponía que era mejor negociar con Hitler que abocarle a una solución violenta. Por eso, el 6 de enero de 1932, el canciller Brüning se entrevistó con él, precisamente para solicitarle su apoyo parlamentario para prorrogar el mandato presidencial de Hindenburg, que concluía en abril. Hitler le pidió tiempo para reflexionar y tres días más tarde volvieron a verse. Hitler consentía, pero sólo si la prórroga era por dos años. Brüning no aceptó esa condición y buscó los votos que necesitaba en otras formaciones nacionalistas, que se negaron a respaldarle, alegando que apoyar al viejo mariscal era tanto como sostener al canciller.

No había otra salida que las elecciones presidenciales y Hindenburg, con ochenta y cinco años a cuestas, volvió a presentarse. Por su parte, Hitler tenía muchas dudas sobre la conveniencia de inscribir su candidatura -como quería Goebbels- o de mantenerse en la cúspide del partido, al margen de los avatares electorales. Finalmente, optó por lo primero y hubo de comenzar por nacionalizarse alemán, porque desde que perdiera la nacionalidad austriaca, en 1925, hasta esas elecciones había tenido estatuto de apátrida. El 25 de febrero de 1932 recibió la ciudadanía alemana por Brunswick, en un procedimiento irregular que ha originado más de una polémica entre los especialistas, muchos de los cuales sostienen que Hitler jamás fue legalmente alemán.

La campaña electoral tuvo una virulencia inusitada. Tras la entrevista de octubre, Hitler había perdido el escaso afecto que había tenido por el presidente: «Respeto a ese anciano caballero, pero el pobre no entiende ya nada. Para él sólo soy un cabo austriaco y un incordio político. Me sitúa al mismo nivel que a un Thälmann, por ejemplo», había confesado Hitler después de la audiencia. Durante la campaña, el líder nazi no ahorró descalificaciones contra Hindenburg, como «inepto», «senil» y «juguete en manos de sus consejeros». Peor aún era la terminología de otros jerifaltes hitlerianos, con Goebbels al frente, para quienes Hindenburg, «cabeza del partido de los desertores», «mariscal de la derrota», era simplemente un «viejo estúpido» que por la mañana estaba en manos de sus paniaguados y por la tarde en brazos de Morfeo. Las descalificaciones fueron complementadas por un eslogan conservador, que se atraería a muchos protestantes y a los católicos que vivían entre ellos: «Kinder, Kirche, Küche» («Niños, iglesia, cocina»); por las habituales diatribas contra judíos, comunistas y socialdemócratas; y por el mensaje positivo y gratuito: libertad, grandeza y orgullo nacional.