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Más de un tercio de los presentes eran nazis, que ni parpadearon ante los ataques de Klara Zetkin y sus desorbitadas esperanzas. No había ningún misterio en esta postura, pues ya estaba pactada la presidencia parlamentaria de un nazi, Hermann Goering, con el apoyo de partidos del centro y la derecha. Naturalmente, los diputados del NSDAP tenían la consigna de no exteriorizar ningún tipo de emoción que pudiera arrebatarles aquella victoria parlamentaria, vista por la opinión pública alemana como un entendimiento entre Hitler y Brüning para imponer un régimen nazi-cristiano de centro. Más de un movimiento había existido en esa dirección, pero todo quedó en agua de borrajas ante la tormenta desatada de modo circunstancial en aquel Reichstag, más inestable que la nitroglicerina. En la reunión parlamentaria del 12 de septiembre de 1932 los comunistas presentaron una moción de censura, acto casi protocolario que era desactivado cuando un solo diputado se oponía a ella. El hombre encargado de esa oposición estaba ausente y nadie vetó la moción. Goering, presidente del Reichstag, puso a votación la moción de censura. Hubo una suspensión durante 30 minutos, lapso en el que llegó Hitler y ordenó votar a favor. En ese tiempo, Von Papen fue a la Cancillería, ordenó que se rellenara el documento que legalizaba la disolución de la Cámara y regresó con toda celeridad, pero ya para entonces Goering había abierto la votación. El jefe de Gobierno se plantó con su decreto ante la mesa, pero el antiguo aviador no le hizo caso y gritó enfáticamente: «¡El Reichstag está votando!» Von Papen bramaba de indignación al tiempo que llamaba a sus ministros para que abandonaran la sala, mientras Goering había ordenado comenzar el recuento de los votos que, por 514 contra 32, ponía al Gobierno en la calle. Aquel 12 de septiembre se produjo un hecho acaso único en la historia parlamentaria: el poder constitucional derribaba al Gobierno mientras, a su vez, era disuelto por el Gobierno.

Los alemanes, por cuarta vez en ese año a escala nacional, fueron llamados a las urnas. La situación económica aquel otoño había comenzado a mejorar. El paro había disminuido ligeramente y voces autorizadas pronosticaban el fin del caos originado por el crack de Wall Street y auguraban la recuperación. La mejor muestra es que las quiebras empresariales de 1932 se habían elevado a 1.341 en enero, mientras que en agosto habían ascendido a 499. Al mismo tiempo, el bloque monolítico de los vencedores en la Gran Guerra se había casi diluido en aquella crisis y el canciller Von Papen había elevado el orgullo alemán hasta las nubes comunicando a los franceses que iba a comenzar el rearme, en vista de que París y Londres hacían oídos de mercader a los acuerdos de desarme pactados en Versalles. Simultáneamente, las arcas del partido nazi se habían vaciado. Se ha dicho que, aunque ya en estos últimos años la banca y la industria habían comenzado a apoyar a los nazis, el grueso de las aportaciones para el NSDAP seguía procediendo de los afiliados; con unos 800.000 carnets de pago, el partido recaudaba por entonces 2.400.000 marcos anuales, cifra muy importante, pero las tres campañas electorales a escala nacional, más las de los Länder, les había colocado en números rojos por la cuantía de unos 8.000.000 de marcos. Tan grave deuda lastró la campaña electoral de Hitler que, aunque personalmente volvió a realizar un esfuerzo formidable, apoyado por los traslados en avión, sabía en vísperas de las elecciones del 6 de noviembre que el retroceso estaba garantizado. En su último mitin electoral de aquel otoño y de su vida, Adolf arengaba a sus seguidores en el Sportpalast de Berlín: «Mi voluntad es inflexible, mi espíritu es más poderoso que el de mis enemigos. Podremos perder votos, muchos votos incluso, pero ganaremos las elecciones, porque serán para nosotros un gran éxito psicológico.»

Lo fue, aunque los nazis llegaron arrastrándose a la jornada de votación del 6 de noviembre de 1932. Tal como se preveía, los cansados electores dieron la espalda a las urnas. Si todos los partidos fueron afectados por el descenso del número de votantes, el NSDAP lo sintió especialmente, viendo reducida su cosecha a 11.705.265 sufragios y su porcentaje a un 33,1 por ciento, frente a un 37,3 por ciento de las elecciones anteriores. Con todo, volvía a ser el partido más votado y el más numeroso en el Reichstag, con 196 escaños. Goebbels respiraba aliviado al conocer los resultados: «Hemos sufrido un fracaso, evidentemente, pero los resultados son mejores de lo que habíamos calculado.»Y, tal como predijera Hitler, el éxito psicológico correspondió a los nazis, pues a su izquierda sólo se significaban los comunistas, con 100 diputados, y a su derecha, el Gobierno sólo conseguía 14 parlamentarios. El Reichstag del otoño era exactamente igual de ingobernable que el del verano y en ambos, los nazis manejaban el timón.

Tan es así que Hindenburg, que había desdeñado a Hitler en agosto, hubo de llamarle al palacio presidencial en noviembre. Esta vez la entrevista fue a solas y mucho más cordial. El presidente pidió ayuda a Hitler, apelando a su patriotismo. Hitler le respondió que no exigía todas las carteras, pero que, en nombre de la unidad de dirección, no podía renunciar a la Cancillería. ¡Él era el único baluarte contra los casi 18 millones de votantes marxistas que había en Alemania! Con todo, quedó en pensárselo y dos días más tarde regresó para comunicar al presidente que rechazaba un Gobierno de coalición. Ante tal postura, Hindenburg se convirtió en un bloque de hielo y respondería a Hitler por escrito. La carta le llegó a Hitler veinticuatro horas después: «Nein». El presidente no aceptaba como canciller a un jefe de partido político, pero se atendría a los usos democráticos sin acudir a los poderes que la Constitución le otorgaba. Por tanto, si Hitler deseaba ser canciller, debía ganarse la investidura en el Reichstag.

A esas alturas Hitler ya había aprendido varias lecciones sobre el camino democrático hacia el poder. Primero, que no lograría la mayoría absoluta jamás; segundo, que nunca obtendría la mayoría vía compromisos en el Reichstag; tercero, que Hindenburg nunca le otorgaría de buen grado su confianza; y cuarto, que no podría mantener largo tiempo su dominio sobre el partido y sobre su brazo armado, las SA, si se mantenía en la oposición. Por eso, en él se fue abriendo camino nuevamente la idea del putsch, sólo que ahora sabía que resultaría imposible el asalto violento al poder. Se armó, por tanto, de paciencia a la espera de su oportunidad.

En ese momento crucial para el ascenso de Hitler al poder, finales de 1932, es interesante desmontar una serie de mitos y recordar los puntos de apoyo en su escalada hacia la Cancillería. Primero, las subvenciones de la banca, la industria y el comercio no fueron la catapulta fundamental del nazismo. Segundo, la crisis económica, que hizo avanzar al NSDAP, no fue el único argumento del ascenso hitleriano: las clases que más padecieron las penurias votaban comunista o socialista. Tercero, los votantes de Hitler no fueron unos papanatas embaucados por un hábil charlatán: el grueso de sus votantes era de clase media y en las múltiples elecciones de 1932, Hitler consiguió la mayoría de los votos universitarios. Cuarto, Hitler no consiguió el poder gracias a la violencia de las SA, aunque verdaderamente su brazo armado infundió temor y respeto en sus enemigos y le permitió libertad de acción o ventajas que, sin ellos, hubieran sido impensables; sin embargo, los enormes auditorios que le escucharon, esperándole a veces durante horas con temperaturas inclementes, sólo se explican por las esperanzas que su oratoria suscitaba.