Respecto a los cimientos sobre los que se asentó la erupción nazi hay que resaltar algunos puntos. Primero, los agravios de los vencedores de la Gran Guerra. Segundo, el clima antisemita que ya existía en Alemania antes de la aparición de Hitler. Tercero, la alarma suscitada en la burguesía, la nobleza y el ejército por la revolución soviética y por los intentos comunistas de alzarse con el poder en Alemania tras la derrota en la Gran Guerra. Cuarto, las graves crisis económicas, que arruinaron a las clases medias. Quinto, la filosofía nacionalista, racista y potenciadora de la superioridad aria, difundida por filósofos alemanes desde finales del siglo XIX. Sexto, la atomización política, permitida por la Constitución de Weimar, entregó la partida de nacimiento a los nazis. Séptimo, el fin del parlamentarismo, enterrado por Brüning al empeñarse en gobernar por decreto, y admitido por Hindenburg, que firmaba esgrimiendo el artículo 48. Octavo, las esperanzas suscitadas por el nazismo entre los industriales respecto a una resurrección nacional que, naturalmente, iría acompañada del rearme y de la plena actividad fabril. Noveno, la habilidad y la falta de escrúpulos de la propaganda nacionalsocialista, basada en que todo puede prometerse porque la memoria de los votantes es flaca. Décimo, la ductilidad de los programas y su falta de concreción: los oradores nazis, con Hitler a la cabeza, decían a sus auditorios lo que éstos querían oír, prescindiendo de sus posibilidades reales y huyendo de planes concretos; Hitler no daba recetas económicas, que hubieran podido ser rebatidas por los expertos, sino que prometía trabajo, orgullo nacional, paz social, bienestar, felicidad… algo que todos deseaban y que casi nadie tenía en aquella Alemania de finales de 1932.
Tras las elecciones legislativas del otoño de 1932, Hindenburg despidió a Von Papen y llamó a la Cancillería al general Schleicher, un intrigante sin otro mérito que ser amigo de Oskar, hijo y principal asesor del mariscal presidente. Sus maniobras para dividir al NSDAP, ofreciendo a Gregor Strasser la vicecancillería, tuvieron un efecto contradictorio. Hitler, creyendo que Strasser había entrado en el juego, forzó la dimisión parlamentaria de su viejo correligionario y se retiró a Baviera. Desde entonces, sólo tendría una idea en la cabeza: destrozar a Schleicher. El destino le iba a poner en la mano una arma terrible para hacerlo, al propio Von Papen, que no había digerido su salida de la Cancillería, pues suponía, con fundamento, que tras la decisión de Hindenburg había estado la trama del hijo del mariscal y del general Schleicher.
Notables del mundo del dinero y de la industria reunieron a Hitler y a Von Papen, buscando una salida en el laberinto por el que daba tumbos la dirección política del país. Efectivamente, la vida parlamentaria no existía, los partidos se movían sólo a impulso de las intrigas, el Gobierno funcionaba a base de decretos excepcionales arrancados al presidente. Hindenburg, cada vez más débil, más ciego y más impresionable, se adhería a la opinión del último que pasase por su despacho, pero su cabeza aún funcionaba y tenía buena memoria, de modo que tardó menos de un mes en advertir su error al designar a Schleicher, que se mostraba incapaz de reunir una fuerza parlamentaria suficiente para gobernar. El anciano militar se daba cuenta de que volvía a estar en la misma situación que con Brüning y con Von Papen. Si a ellos les había retirado su confianza, ¿por qué ofrecérsela a Schleicher, que sólo le estaba demostrando su capacidad para la intriga? Le hubiera gustado expulsarle de la Cancillería, conteniéndole solamente su condición de general. Pero la situación del canciller era tan débil que bastó un simple rumor para derribarle.
Durante la tarde del domingo 29 de enero de 1933, corrió por Berlín el bulo de que Schleicher estaba a punto de convocar una huelga general, de sublevar a la guarnición y de arrestar al presidente para proclamarse dictador. Era tan falso como absurdo y sólo los interesados en creerlo adoptaron sus medidas. El primero, Hindenburg, que desde hacía una semana rechazaba los intentos de Schleicher de crear un gobierno autoritario y que comenzaba a estar interesado en un pretexto para deshacerse de su molesto canciller; después, los nazis, a los que la caída en desgracia de Schleicher brindaba una nueva oportunidad de acercarse al poder. Goebbels amplificó con todos sus medios el rumor y lanzó a sus agentes por Berlín para que creasen un clima artificial de ansiedad. Hitler convenció a la policía de que el presidente estaba en peligro y consiguió que se trasladase un fuerte retén hasta el palacio presidencial, confirmando a Hindenburg en la idea de que se hallaba en peligro.
En esa tensa situación, Hindenburg recibió a Von Papen, que desde hacía días ablandaba la resistencia del presidente para que adoptase la solución que había pactado con Hitler: la Cancillería y tres carteras ministeriales para los nazis. Él se encargaría de controlarles desde la vicecancillería y con la ayuda de los restantes ministros, que contarían con la confianza de la Presidencia; el ministerio de la Reichswehr, máxima preocupación presidencial, le sería ofrecido al mariscal Von Blomberg. El presidente aceptó en principio y citó a Hitler y a Von Papen para el día siguiente, 30 de enero, a las 11 de la mañana.
Hitler pasó una noche angustiosa cargada de pesadillas, recordando hasta los más ínfimos detalles de aquella otra noche de Munich, noviembre de 1923, en la cervecería Bürgerbräukeller, cuando creía tener controlada la situación y, sin embargo, todo se estaba derrumbando. Entre tanto, en la Presidencia se recibían las opiniones de los representantes de los partidos: todos, en general, estaban absolutamente en contra de la formación de un gobierno dictatorial por parte del general Schleicher y, de mejor o peor grado, aceptaban a Hitler como canciller; al fin y al cabo, llevaban ya años soportándole en la oposición y no sería malo que el jefe nazi, siempre tan seguro de sí mismo, se enfrentase a las dificultades del poder real. En el fondo, la mayoría esperaba que Hitler fracasara y que la fuerza del NSDAP se diluyera en la lucha por sacar a Alemania de la difícil situación en que se hallaba.
Hitler se despertó antes de las 7 y trató de enterarse de si había alguna novedad. Von Papen le tranquilizó por teléfono: Schleicher había intentado una treta de última hora, para neutralizar a Von Blomberg, pero había fracasado. Se verían a las 10.30 h camino de la Presidencia, para cambiar las últimas impresiones. A las 11 de la mañana deberían jurar sus cargos ante Hindenburg. A la hora convenida, Hitler, vestido con levita negra de buen corte y con elegante sombrero de copa, llegó a casa de Von Papen acompañado por Frick, que debería hacerse cargo del Ministerio del Interior, y de Goering, ministro sin cartera, a la expectativa de la creación de un Ministerio del Aire. La emoción era inmensa entre los jefes nazis: «Es como un sueño… La esperanza y el miedo luchan en nuestros corazones; hemos sido burlados tan a menudo que nos es imposible creer en el milagro que estamos presenciando», escribía Goebbels, repasando sus impresiones de aquella mañana del 30 de enero. Hitler tampoco estaba feliz mientras atravesaba a pie el jardín situado entre la Cancillería y la Presidencia. ¿Qué tenía en sus manos? Bien poco. Por encima de él estaba Hindenburg; frente a él, un Parlamento en el que se hallaba en minoría; en su gabinete, un puñado de ministros que no eran afines a su ideología -o que, incluso, eran abiertamente hostiles- y que controlaban todos los poderes; a su lado, dos amigos, el ministro del Interior, que apenas tenía facultades dadas las prerrogativas de cada Land en materia de seguridad y orden público, y el de la futura Luftwaffe, cuyos aviones tardarían años en construirse.