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Al Gobierno que le tocó a Hitler cuando estrenó la Cancillería le llamaron el «segundo gabinete de los monóculos» pues, al igual que el anterior de Von Papen, estaba formado por conspicuos miembros de la aristocracia económica germana. Aquellos encopetados personajes fueron, sencillamente, arrollados por los nazis. Desde que Hitler ocupó la Cancillería multiplicó su actividad en cinco direcciones: destruir o, al menos, neutralizar a sus enemigos; llenar de contenido las carteras ministeriales en poder del NSDAP; granjearse las simpatías del Ejército; desmontar el sistema parlamentario y obtener una gran victoria electoral que legitimase su dictadura. Para ello, en dos discursos casi consecutivos, difundidos en directo por la radio y publicados al día siguiente por buena parte de la prensa alemana, acusó a los comunistas de haber causado la ruina del país; condenó la democracia parlamentaria, que aherrojaba «la libertad de la intelectualidad alemana»; a los principales responsables militares les anunció su decisión de imponer, en breve, el servicio militar obligatorio y de denunciar las limitaciones armamentísticas aceptadas tras la Gran Guerra. De Hindenburg obtuvo plenos poderes para su ministro del Interior, que pudo manejar a su albedrío el derecho de reunión, la prohibición de mítines y reuniones políticas, la censura y la supresión de publicaciones, pretextando su peligrosidad para el Estado. Considerando que la situación era excepcional, no menos de cuarenta mil miembros de las SA y de las SS fueron enrolados como fuerzas auxiliares de la policía de Prusia y, días después, utilizados para asaltar la sede del Partido Comunista, que fue destruida y sus archivos incautados, con el pretexto de que estaba preparando un golpe de Estado. Para organizar unas elecciones que garantizasen la victoria arrolladora de los nazis, Hitler reunió nuevamente a los empresarios y les exigió ¡tres millones de marcos! Todo esto lo tramaron y ejecutaron Hitler y sus colaboradores en menos de tres semanas, pero en los días siguientes aún se aceleraría más la marcha nazi hacia la dictadura.

A primera hora de la noche del 27 de febrero de 1933 se reunieron para cenar, en el distinguido restaurante del Herrenklub, Von Papen y el presidente Hindenburg. Era un lugar concurrido por la aristocracia, la burguesía adinerada y por los políticos conservadores, que tenían el Reichstag a la vista. Era un local de moda en aquellos días de «gabinetes de monóculo», exclusivo, caro, apto para los negocios y las pequeñas conspiraciones. Pocos minutos después de las 21 h se produjo un cierto revuelo en el local. Algunos clientes, rompiendo toda regla de buena crianza, se precipitaron hacia las ventanas. La cúpula del Reichstag comenzó a iluminarse como si todas las lámparas del edificio hubieran sido encendidas repentinamente. La incertidumbre sobre lo que sucedía apenas duró unos minutos, pues una serie de pequeñas explosiones se dejó oír incluso en el restaurante: eran las cristaleras del Reichstag que estaban estallando a causa del calor. Al romperse los cristales, salieron por la cúpula y las ventanas una densa humareda y voraces llamas, que en cuestión de un cuarto de hora envolvieron todo el edificio. Uno de los camareros se acercó a Von Papen: «El Reichstag está ardiendo.» El presidente y su vicecanciller se dirigieron a una ventana desde la que «pudimos ver la cúpula del Reichstag como si estuviera iluminada por proyectores; de vez en cuando, una llamarada y una columna de humo borraban la silueta». Hindenburg y Von Papen presenciaron atónitos y emocionados cómo se consumía la obra del arquitecto Wallot, mientras todo el centro de Berlín quedaba conmocionado por el estrépito de las alarmas de los bomberos. Mientras veían la destrucción de la sede del Parlamento alemán, llegaron hasta el Herrenklub los primeros rumores: parecía que los comunistas eran los responsables, e incluso había sido ya detenido un sospechoso, un anarquista extranjero.

Desde la casa berlinesa de los Hanfstaengl también se veía el Reichstag. Una criada se apercibió inmediatamente de lo que estaba sucediendo y avisó a Hans Hanfstaengl, que telefoneó a Goebbels para comunicarle el suceso. Se daba la coincidencia de que no habría que buscar a Hitler porque precisamente aquella noche cenaba en casa de su jefe de propaganda. Terminaron ambos la comida, pues no mostraron signo alguno de precipitación ni de sorpresa y, además, Hitler no hubiera perdonado de modo alguno los dulces que para postre confeccionaba Magda Goebbels. Luego, se dirigieron hacia el Reichstag. En las proximidades, contenidos por la policía, se congregaban muchos curiosos, que observaban atónitos la impotente lucha de los bomberos contra las llamas. Hitler, Goebbels y su guardia armada cruzaron los controles y se acercaron al incendio a las 21.47 h, según anotó un periodista británico, es decir, casi cuarenta minutos después de haberse enterado del suceso y pese a no hallarse a más de diez minutos de distancia. El Führer, aparentemente emocionado, comentó: «Es como una antorcha del cielo.» Días después, refiriéndose al suceso, abundó en el mismo sentido: «Fue como la antorcha que precede a una nueva era en la historia de la Humanidad.»

La persona más ajetreada aquella noche era Goering, ministro del Interior, que iba sudoroso y congestionado gritando a diestro y siniestro que aquella catástrofe era «obra de los comunistas, la prueba evidente de la conspiración comunista contra el pueblo alemán, que el NSDAP venía denunciando desde hacía semanas». Basándose en el rumor que él mismo difundía, ordenó a la policía y a sus colaboradores nazis, las SA y las SS, que procedieran a detener a los responsables de aquella destrucción. Aquella noche se capturó a más de un millar de dirigentes comunistas, prueba evidente de que la operación había sido meticulosamente preparada con las listas salidas de los archivos del Partido Comunista y de los de algunos dirigentes encarcelados con anterioridad.

¿Quién incendió el Reichstag? Hasta ahora no ha podido demostrarse la identidad del pirómano. En las proximidades del edificio fue capturado el anarquista holandés Marinus van der Lubbe, un tipo medio descoordinado, casi ciego y con muy escasas luces, que hubiera deseado, probablemente, ocasionar el incendio pero cuyas posibilidades de haberlo hecho parecen casi nulas. Otros personajes de mayor categoría política, como George Dimitrov, también fueron acusados y juzgados, mas la enorme campaña internacional desencadenada evidenció la falta de garantías del juicio y la inconsistencia de las acusaciones, de modo que terminaron absueltos. En diciembre de 1933 fue condenado a muerte Van der Lubbe, que murió en la guillotina en enero de 1934.

Sin embargo, Goering y sus esbirros suscitan todas las sospechas de haber sido los verdaderos autores de la planificación y la ejecución del incendio, asunto nada sencillo por tratarse de un inmenso edificio construido en piedra y hormigón y donde lo único que podía arder con facilidad serían las cortinas. Primero, porque él tenía acceso al Reichstag desde su casa, por medio de un pasadizo. Segundo, porque fue un trabajo de equipo, ya que el fuego, según se demostraría en la investigación, surgió en varios puntos a la vez. Tercero, porque los vigilantes del edificio eran gentes de las SA, que difícilmente hubieran dejado introducir en el Reichstag materiales inflamables y penetrar durante la noche a numerosas personas ajenas a su ideología. Cuarto, porque los nazis estaban esperando el suceso para operar con toda celeridad, haciendo una formidable redada entre los jefes comunistas y poniendo -apenas quince horas más tarde- a la firma de Hindenburg un decreto que obedecía a una meticulosa planificación y no a una reacción visceral. El general Haider, que fue jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht, contó en sus memorias que él mismo, en una sobremesa, escuchó pavonearse a Goering de haber sido el organizador y de haber participado personalmente en el incendio. Sin embargo, no es posible creer que aquello lo hiciera Goering por iniciativa propia. Él, o quienquiera que provocase el incendio, había operado bajo la directa inspiración de Hitler. El canciller había declarado durante toda su trayectoria política su aversión hacia el Parlamento y su clara intención de terminar con él. Más aún, si aborrecía la institución parlamentaria no era menor su aversión hacia el edificio, del que decía que era un híbrido de templo griego, basílica romana y palacio árabe, aunque como conjunto parecía más bien una sinagoga y que «cuanto más pronto se queme este lugar, antes nos veremos libres de la nefasta influencia extranjera».